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tontería, una nadería en comparación con los cuatro años que ya llevaba en una silla de ruedas!

      Estuvo viajando a Moscú durante más de diez años…

      Al principio, todos los médicos de la clínica no salían de su asombro, mejor dicho, mostraban su indignación por que aún no le hubieran sometido a una cirugía plástica en el cráneo. El hecho es que por aquel entonces en España la crisis estaba en todo su apogeo. Así llamaban a lo que estaba pasando, en su opinión algo totalmente inventado por alguien, algo provocado por Estados Unidos y por los ladrones y chupópteros públicos. El seguro social cambió completamente debido a la constante disminución de las inyecciones financieras estatales y los servicios médicos en general se convirtieron en papel mojado. Después de la operación del traumatismo craneoencefálico, en la cabeza le quedó un agujero del tamaño de un puño. Simplemente lo cubrieron con piel y dijeron que no había nada de qué preocuparse, que solo quedaría un pequeño defecto “estético”.

      – ¡Qué locura! – el profesor casi gritó – ¿Tan difícil es de entender? La naturaleza no hace nada en vano, no es casualidad que haya protegido el cerebro ocultándolo dentro de una caja tan sólida. ¡Necesita urgentemente una cirugía!

      Él mismo lo sabía, por lo que inmediatamente aceptó, incluso con cierta alegría. Lo cierto es que le era desagradable mirarse al espejo. En el lado derecho de la cabeza aparecían unas venas muy marcadas, cosa que no era nada agradable, y la madre-hermana-hija tenía miedo de que en algún momento se tropezara con algo y se abriera el agujero. Y ya se había dado cuenta más de una vez de que ese zurcido en su piel de algún modo le afectaba a su estado y a su comportamiento y no precisamente para bien, pues se había vuelto más irascible, nervioso, alterado y grosero en sus relaciones con los demás, incluso con su amada compañera. La operación fue realizada por una médica maravillosa, una neurocirujana de clase alta especializada en lesiones craneoencefálicas en niños. “Y la tienes solo para ti”, pensó. Precisamente Vladimir acababa de cumplir cuarenta años. La doctora no solo era hermosa y elegante, sino también amable, discreta y muy receptiva. Su amabilidad se combinaba sorprendentemente con el tono exigente, casi dominante, de su voz, que por lo general era cariñosa cuando se dirigía a las enfermeras que le ayudaban en las curas. Y contaba con unas manos fuertes con dedos hábiles y consistentes. Incluso casi se enamoró de esa mujer, aunque luego se paró a pensar: "¿De nuevo vuelves a las andadas, gilipollas?”

      Posteriormente se reuniría en más de una ocasión con esa mujer inteligente y hermosa. Una vez, en su visita de turno a Moscú, incluso la invitó al cumpleaños de su compañera, a la que ya presentaba a todos ni más ni memos que como “mi mujer”, aunque nunca habían hablado de matrimonio ni de convivencia conjunta. Todavía sentía vergüenza por su invalidez y se acomplejaba con el tema de la higiene, el cuidado personal y sus necesidades. Pero su cabeza, después de la operación – que duró seis horas en lugar de las dos planificadas-, durante la cual la neurocirujana encontró en su cerebro pequeños fragmentos de tejido craneal óseo que quedaban después de la primera cirugía (“la española”), funcionaba ahora mucho mejor. Quizás incluso mejor que antes, antes de la lesión. Y les dijo a todos: “Esta mujer me ha puesto la cabeza en su sitio, perfeccionándola ostensiblemente”.

      Y la invitó a un restaurante donde se reunieron sus conocidos, su hermano y su mujer, que habían ido a visitarlo desde Bielorrusia, y otra persona más que había jugado un papel muy importante en su vida en ese momento, que no había dejado de apoyarle y animarle, aunque sin conseguir su objetivo. Se trataba de Petia. La ocasión era muy especial.

      Capítulo 4.

      Los amigos

      La aparición de Petia en la clínica, y al mismo tiempo en su vida, fue por todo lo alto. Si bien apenas se conocían. Una vez se vieron en Grodno, donde Petia —que era clavado al famoso cantante Viktor Tsoi-, trabajaba como interiorista, y un buen día fue a visitar a su mejor amigo, Sergey, a quien conoció en el servicio militar. Petia era entonces un apuesto joven rebosante de un humor maravilloso, que podía imitar sonidos que la voz humana no podía reproducir. Por ejemplo, el sonido de las ruedas del tren teniendo como fondo la voz de un conductor ofreciendo té a los pasajeros, o el traqueteo de una sierra radial cortando en pedazos un trozo de metal.

      Y un buen día, la puerta del ascensor de la clínica, por alguna razón, se entreabre, y hete aquí que asoma la cabeza de Petia, espetándole a una enfermera, anonadada por la sorpresa, sentada debajo de un cartel que rezaba “RECEPCIÓN”, algo extraño para un ruso:

      – ¡Llame urgentemente a los bomberos para que presten asistencia de emergencia al presidente de Karakalpakia, que está atrapado en este maldito ascensor, y no se olvide de la orquesta tocando una marcha de bienvenida y una alfombra roja puesta a sus pies!

      Luego bromeó un rato con la chica, que casi no se había recuperado del susto, regaló a todo el personal médico manzanas traídas de Bielorrusia, y explicó solemnemente a todos que se trataban de productos naturales reales, sin abonos químicos, y les ordenó recordar la palabra bielorrusa “prismaki”, que quiere decir “delicatesen”. Lo cierto es que Petia era ruso, aunque había nacido en Uzbekistán, y probablemente se parecía a su padre uzbeko, a quien nunca había visto ni conocido. La madre de Petia dejó su casa de forma repentina, se mudó a Bielorrusia y dejó a su hijo en un internado para niños superdotados que mostraban habilidades especiales para la música y las bellas artes. Así pues, era un joven medio uzbeko, con talento y divertido. En resumen: una mezcla explosiva.

      Petia ejerció una influencia sobre él realmente sorprendente. Él no estaba acostumbrado a tener amigos, se reía con sus bromas inimitables, le enseñó Moscú, irreconocible después de tantos años, donde ahora vivía y trabajaba; le llevó a la Galería Tretyakovskaya y a muchos sitios más. Petia fue el primero en tratarlo como una persona “normal”, y no hipócritamente, como un pobre discapacitado. Apreció el gesto y empezó a llamar a Petia como “mi padre moscovita”.

      Por cierto, esto es lo que su mejor amigo Sergey, mencionado anteriormente, escribió sobre este atípico personaje.

      Petia y el color blanco

      “De todos es conocido el amor de Petia por el color blanco. Amor que se remonta a su primera infancia. Hay una famosa foto colectiva de nuestra clase, donde todos usan sombreros de invierno negros, de piel de conejo, excepto Petia, que lo llevaba blanco.

      A nuestras madres les gustaba mucho Petia porque venía de visita con una camisa blanca como la nieve y halagaba descaradamente todo aquello que a las mujeres siempre les gustaba. Además, mantenía siempre el cuello de la camisa impoluto, reflejando su origen oriental; Petia nunca sudaba, a diferencia de nosotros, habitantes de las latitudes medias.

      Petia aparentó ser muy joven durante muchos años. Una vez le enviamos a la tienda a por vodka. Iba vestido como se suele ir en verano, con pantalones cortos blancos y una camisa blanca de manga corta. “Chaval, enséñame el DNI, tú no tienes dieciocho años”, le espetó la vendedora. Hay que recordar que en aquel momento nuestro héroe tenía ya 27 años. La vendedora, por cierto, no era mucho mayor, solo que pesaba el doble. Petia era, podríamos decir, bastante esmirriado”.

      Petia y el sonido

      Petia tiene un oído finísimo para la música. Esto es un hecho científico confirmado por el famoso músico Valeri Tkachuk. Petia puede cantar todo, desde “La Danza del Sable” de Khachaturian hasta canciones de Céline Dion de la película “Titanic”. Por cierto, lloró cuando vio por primera vez esa película.

      Al mismo tiempo, Petia no emite notas como músico, sino como artista, con todos los tonos de timbre, dibuja sonidos. Petia es el mejor imitador de sonidos del mundo. Es harto difícil describir su imitaciones del aterrizaje de un avión, del ruido de los vasos en los portavasos en el vagón de un tren, de la apertura de las puertas de la plataforma del vagón. Hay toda una serie de sonidos grabados desde la parada del trolebús que se encontraba debajo de nuestro dormitorio de la residencia. La habitación nº 21 estaba en el segundo piso, mientras que la tienda de comestibles

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