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que pensemos acerca de la campaña militar en cuestión, ese incidente pone de manifiesto la inteligencia social del cerebro a la hora de enfrentarse exitosamente a situaciones tan complejas y caóticas como la mencionada.

      Los circuitos neuronales que sacaron a Hughes de ese apuro fueron los mismos que se activan cuando, en mitad de un callejón desierto, nos cruzamos con un desconocido de aspecto siniestro y decidimos seguir adelante o escapar corriendo. Son muchas las vidas que, a lo largo de la historia, ha salvado ese radar interpersonal y que aun hoy en día sigue siendo esencial para la supervivencia.

      De manera bastante menos urgente, los circuitos sociales de nuestro cerebro se ponen en marcha en cualquier encuentro, no importa si nos hallamos en el aula, en el dormitorio o en la sala de ventas. Estos circuitos están activos cuando la mirada de los amantes se cruza y se besan por vez primera, cuando reprimimos el llanto, y también explican la intensidad de una charla apasionante con un amigo.

      Este sistema neuronal se activa en todas aquellas ocasiones en las que la oportunidad y la sintonía resultan esenciales. De él precisamente se derivan la certeza del abogado que quiere exactamente a tal persona en el jurado, la sensación visceral del negociador que “sabe” que su interlocutor acaba de hacer su última oferta y la convicción del paciente de que puede confiar en su médico. Y también explica la magia de una reunión en la que todo el mundo deja de mover nerviosamente sus papeles, se queda quieto y presta atención a lo que está diciéndose.

      En la actualidad, la ciencia se encuentra ya en condiciones de especificar los mecanismos neuronales que intervienen en tales situaciones.

       EL CEREBRO SOCIAL

      En este libro quiero presentar al lector una nueva disciplina que, casi a diario, nos revela hallazgos sorprendentes sobre el mundo interpersonal.

      El descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro sistema neuronal está programado para conectar con los demás, ya que el mismo diseño del cerebro nos torna sociables y establece inexorablemente un vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos. Ese puente neuronal nos deja a merced del efecto que los demás provocan en nuestro cerebro –y, a través de él, en nuestro cuerpo–, y viceversa.

      Incluso los encuentros más rutinarios actúan como reguladores cerebrales que prefiguran, en un sentido tanto positivo como negativo, nuestra respuesta emocional. Cuanto mayor es el vínculo emocional que nos une a alguien, mayor es también el efecto de su impacto. Por este motivo, los intercambios más intensos son los que tienen que ver con las personas con las que pasamos día tras día y año tras año, es decir, las personas que más nos interesan.

      Durante esos acoplamientos neuronales, nuestro cerebro ejecuta una danza emocional, una suerte de tango de sentimientos. En este sentido, las interacciones sociales operan como moduladores, termostatos interpersonales que renuevan de continuo aspectos esenciales del funcionamiento cerebral que orquesta nuestras emociones.

      Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema inmunológico.

      No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de infantería que posee el sistema inmunológico en su constante batalla contra las bacterias y los virus invasores).

      Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto positivo sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo.

      Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional, y cada día aparecen otros nuevos. Cuando lo escribí, mi interés se centró en el conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos adentramos en la psicología interpersonal, (o sea, en la psicología de las relaciones que mantenemos con los demás).3

      Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un compañero de Inteligencia emocional, ocupándose de explorar las mismas regiones de la vida humana desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal.4 Mi atención, por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones interpersonales, y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen, coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas.

      Nuestra investigación responde a preguntas tales como: ¿Qué hace un psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la felicidad de nuestros hijos? ¿Cuáles son los cimientos de un matrimonio positivo? ¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos separados por el odio? ¿De qué modo podemos utilizar todos los nuevos hallazgos de cara a construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa?

       LA CORROSIÓN SOCIAL

      En la medida en que la ciencia pone de manifiesto la necesidad de las relaciones, éstas parecen hallarse cada vez más en peligro. Son muchos los rostros que hoy en día asume la corrosión social.

       Cuando la maestra de un jardín de infancia de Texas le pidió a una niña de seis años que recogiera sus juguetes, ésta cogió una rabieta, se puso a gritar, tiró la silla al suelo, se arrastró bajo la mesa de la maestra y la pateó con tanta rabia que cayeron los cajones. Este episodio jalonó el comienzo de una epidemia de incidentes documentados del mismo tipo entre preescolares del distrito escolar de Fort Worth (Texas)5 que no sólo afectaban a los malos alumnos, sino también a los mejores. Hay quienes explican la escalada de violencia entre los niños como una consecuencia del estrés económico que obliga a los padres a pasarse el día trabajando y dejando a sus hijos en manos de otras personas o aguardando a solas y exasperados su regreso. Otros subrayan la existencia de datos que confirman que el 40% de los niños de dos años de Estados Unidos pasan una media de tres horas diarias frente al televisor, un tiempo que aprovecharían mejor estando con alguien que les enseñase a relacionarse. Y también parece que, cuanta más televisión ven, más desobedientes son.6

       En una ciudad alemana, un motorista yace inmóvil en el pavimento junto a su moto derribada, bajo la atenta mirada de los peatones y de los conductores que aguardan impávidamente que el semáforo cambie a verde. Al cabo de unos quince largos minutos, el conductor de un coche detenido ante el semáforo baja la ventanilla, le pregunta si está herido y se ofrece a solicitar auxilio con su teléfono móvil. Cuando la emisora de televisión que había simulado el incidente difundió la noticia se desató el escándalo porque, en Alemania, a fin de obtener el permiso de conducir, es necesario recibir formación en primeros auxilios para enfrentarse, precisamente, a este tipo de situaciones. «La gente –comentó cierto médico de urgencias de un hospital alemán– pasa de largo cuando ve a otros en peligro. No parece importarles gran cosa.»

       En 2003, los hogares unifamiliares se convirtieron en el estilo de vida más común en Estados Unidos. Tiempo atrás, las familias se reunían en casa al caer la noche pero, en la actualidad, la convivencia entre los miembros de la familia es cada vez menor. Bowling Alone, el aclamado análisis de Robert Putnam sobre el deshilachado

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