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comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar. Las bolas no rodaban como se había propuesto. Se llevaba la mano a la cabeza con desesperación.

      –¡Un poquito menos de bola, y la mía hubiera entrado por los palos!… Pero me veía obligado a tomar mucha bola, para que el mingo bajase; porque si no baja el mingo, ¿sabe usted? él me hace villa y se mete en casa… ¡Y a mí no me conviene eso!

      Si los circunstantes asentían, aunque perdiese todas las mesas no le importaba nada. Salvada su honra profesional, el dinero era lo de menos. Vuelta a dar otro tacazo, y vuelta a comentarlo. No cesaba de hablar. Pues otro tanto pasaba en el tresillo; pero, al revés de lo que suele acaecer en este juego, se abstenía de reprender a sus compañeros y de mostrarse enojado. Hablaba, sí, y mucho; pero siempre para aclarar o glosar cualquier jugada, repitiendo infinitamente los conceptos en tono elocuente y persuasivo, que hacía sonreír a los mirones. «Si no me hubiera fallado el rey… Si hubiera tenido un triunfito más… No me atreví a dar la bola porque me figuré que D. Pedro… ¿Por qué este tres de copas no había de ser de oros?… Con dos estuches siempre ha tirado una vuelta este cura.» Era un compañero ruidoso, pero muy fino y muy desinteresado.

      –Oiga uzté, ¿no va uzté a jugar?—le dijo Valero, metiendo la cabeza por entre los jugadores y examinándole las cartas.

      –¿Cree usted que se puede?—preguntó Moro vacilante.

      –A mí me parece que zí.

      –Hay poco de esto y demasiado de esto otro—repuso, señalando discretamente con el dedo los naipes.

      –Zin embargo, zin embargo… yo creo…

      –Bueno, bueno, jugaremos—replicó Moro con su finura acostumbrada.

      Aquel juego se perdió. Moro dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros con resignación. En cuanto Valero se apartó un poco, apresurose a decir por lo bajo:

      –No quise contrariar a D. Enrique; pero aquel juego no se podía ganar.

      Vindicada con estas palabras su fama, quedó tan alegre como si les hubiera dado una bola.

      El conde de Onís, que en un principio se había mostrado jaranero, fue quedando poco a poco pensativo y amurriado. Jugaba sin atención alguna; de tal modo que sus compañeros le llamaron al orden más de una vez.

      –Pero, conde, ¿qué es lo que tiene usted hoy? Le veo muy preocupado—dijo al fin D. Pedro.

      –En efecto, ze noz ha puezto uzté mu triztón—corroboró Valero.

      Viéndose interpelado de este modo brusco, se turbó como si temiera que el casco de su cerebro fuese trasparente y leyesen dentro.

      –No tiene nada de particular… Me siento bastante molesto de las muelas—respondió, apelando a un inocentísimo recurso.

      –Mala enfermedá e, compañero—dijo Valero.

      Y todos le compadecieron y se informaron con interés de las particularidades de la dolencia.

      El conde se veía apurado y contestaba vagamente a las preguntas.

      –Pues contra ese mal, señor conde—apuntó Saleta,—no hay mejor medicina que el hierro. Verá usted… Yo he padecido muchísimo de las muelas siendo estudiante. No me atrevía a sacar ninguna; pero la patrona que tenía en Santiago me convenció de que, atando un bramante a la muela y sujetándolo por el otro cabo al techo, poco a poco iba saliendo sin dolor. Me senté en una silla, ¿sabe usted? y cuando ya la muela estaba bien amarrada, la huéspeda tira de la silla y me deja colgando. ¡Claro, no tenía más remedio que saltar!…

      Valero comenzó a sacudir la cabeza de un modo desesperado. Los demás le miran y sonríen. Saleta no lo advierte, o finge no advertirlo, y continúa con la palabra firme y sosegada y el acento gallego que le caracterizaban:

      –Después perdí enteramente el miedo. En la Coruña me sacó un dentista cinco seguidas. Siendo juez en Allariz, tuve un fuerte dolor, y como no había dentista, el promotor me sacó tres con unas tenacillas de rizar el pelo su señora. De resultas de eso me atacó una inflamación terrible en la boca, ¿sabe usted? Fui a Madrid, y Ludovisi, el dentista de la reina, me quemó las encías con un hierro candente y me sacó siete buenas…

      –Van quince—murmuró Valero.

      –Y me quedé perfectamente, hasta que hace cuatro años, en un pueblecillo de la provincia de Burgos, estando de temporada en casa de un amigo, me volvió el dolor, ¡qué dolor! No había ni médico, ni cirujano, ni nada. Pero llegó casualmente por allí un charlatán que sacaba las muelas montado a caballo. Me vi tan apurado, que no tuve más remedio que apelar a él; me sacó dos con el rabo de una cuchara.

      –¡Compañero, qué rozario!—exclamó Valero en el colmo de la indignación.—¿Le quea a uzté todavía algún novenario en la boca?

      Con la algazara que se armó despertose Manín, desperezose bárbaramente, abrió una bocaza de media vara, dejando escapar un aullido formidable, que impresionó al auditorio. Luego volvió el ciclópeo torso de medio lado y se dispuso a empalmar el sueño.

      –¿A tí no te habrán dolido nunca las muelas, eh, Manín?—preguntó el maestrante, que no podía estar un cuarto de hora sin comunicarse con su mayordomo.

      –¡Quiá!—exclamó el gañán sin abrir los ojos siquiera.

      –¡Es una roca!—manifestó el caballero con verdadero entusiasmo.

      Pero Manín se incorporó un poco en la butaca y dijo restregándose los ojos con los puños:

      –Nunca tuve más que un dolor en la paletilla. Me dio cargando un carro de hierba y me duró más de un mes. No probaba bocado. Parecía que tenía allá dentro una gafura que me iba royendo el cuajo. Se me quebraban las costillas, se me hundían los costados, me tiraba a las paredes, daba corcovos y regañaba los dientes como un basilisco. Estaba tan amarillo como la paja segada. Un día me dijo el señor cura:—Manín, tú careces del pecho.—¡Yo carecer del pecho, señor cura! ¡No me conoce usted bien! Apalpe aquí por su vida; más recia tengo la entraña de lo que usted piensa.—Pues no hay más remedió, Manín, tienes que llamar al mélico.—Que no, señor cura, que no quiero yerbatos ni cataplasmas.—Que sí, Manín, si no lo llamas tú lo llamo yo.—En fin, después de mucho gravitar, aunque yo tiraba siempre pa atrás, allá vino don Rafael, el mélico de las minas. Me mandó quitar hasta la camisa y me tumbó de espaldas sobre la masera. Enseguida comienza a darme unos golpecicos en el pecho con los nudillos, como quien llama a la puerta. Pega aquí, pega allá, y ascucha que ascucharás con la oreja arrimada a la carne. ¡Na! Yo decía:—¡Gravita, gravita, probiquín! ¡Busca el puzcalabre! Más de media hora llamando con los nudillos y ascuchando. Hasta que al fin se cansó de no oír na que le emportase…—¡Ay, amigo del alma!—me dijo santiguándose,—tienes un pecho ¡líquido! ¡líquido! que en mi vida he visto otro igual…—Eso ya lo sabía yo, D. Rafael…

      Al llegar aquí se detuvo repentinamente, y paseando una torva mirada por el auditorio, masculló sin que le oyesen:

      –¿De qué se reirán estos burros?

      Y dejando caer de nuevo la cabeza poblada de greñas sobre la butaca, cerró los ojos con soberano desprecio.

      Los tertulios del maestrante volvieron su atención al juego, sin dejar de reír. Pero el conde quedó muy pronto pensativo y distraído otra vez. Al cabo, no pudiendo reprimir el desasosiego de sus nervios, levantose de la silla.

      –Vamos, D. Enrique, ocupe usted mi puesto. Este dolor me molesta mucho y necesito moverme.

      II

      El hallazgo

      Cuando el conde puso de nuevo el pie en la sala, justamente se disponían los pollos a bailar un rigodón. Una de las chicas del Jubilado estaba ya delante del piano. D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil reales. Tenía porte militar, una figura

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