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muchísimo más y aunque la una tenía catorce años y la otra diez y ocho se trataron como si no mediase tal diferencia, a lo cual ayudó la disparidad de sus caracteres; la una era más niña, la otra más mujer de lo que reclamaban sus respectivas edades.

      Los dioses no se fatigaron en cuatro años de verter sobre aquella casa toda suerte de mercedes. Sólo se reservaron una. El matrimonio no tuvo hijos. Elena se mostraba por esta privación inquieta y dolorida algunas veces; otras lo echaba a broma y abrazaba y besaba con entusiasmo una perrita que su marido le había regalado, diciendo que aquella era su hija y que muy pronto la casaría para darse el gusto de tener nietos a los veinte años. Don Germán aún lo sentía más que ella, pero lo disimulaba mejor. Entregose con afán a la mejora de su finca: logró comprar otra contigua de enorme extensión y la añadió a la suya. Esta nueva finca, que había sido residencia antiguamente de una comunidad de frailes, se componía de monte y tierras laborables, y contenía además dos grandes charcas donde se criaban sabrosas tencas y se cazaban las aves emigrantes que allí se reposaban. Aunque no necesitaba más que su antigua casa, porque estaba acostumbrado a una vida sencilla, Elena le excitó a construir el magnífico hotel que se ha visto. Con tristeza dejó el pequeño pero dulce hogar que albergó su niñez, para habitar la nueva y suntuosa morada. Pero conservó aquél con el mismo esmero con que se guarda una joya de sus padres; y nunca dejó de ir a dormir la siesta a la cama en que nació y en que sus padres durmieron la primera noche de novios.

      Elena recibió la confesión de su esposo con sorpresa y secreto despecho que se esforzó en disimular.

      –Me alegro, me alegro en el alma de que hayas sido franco—exclamó con afectación—. ¡Qué dolor sería para mí si al cabo hubiera descubierto que te ibas a Madrid sólo por complacerme! Te vería de mal humor, te vería huraño y silencioso, y la pobre Elena tan inocente, sin saber que ella era la causa.

      –¡Huraño, Elena! ¡Silencioso!

      –Sí, huraño, incivil… inaguantable.

      –¿Pero cuándo me has visto…?

      –Si no te he visto te vería… Ea, hablemos de otra cosa pues que ésta ya está resuelta.

      Hablaron de otra cosa, pero la joven no podía disimular su decepción. Saltaba de un asunto a otro con nerviosa volubilidad, se placía en llevar la contraria; por último, cayó en un silencio obstinado, fingiendo hallarse absorta en la franja de la tapicería que estaba bordando. Su marido la observaba con disimulo y en sus ojos brillaba una chispa maliciosa.

      –Vaya, vaya—dijo frotándose las manos—. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos entendido! Yo sin atreverme a decirte que no tenía ninguna gana de ir a Madrid, y tú sacrificándote por proporcionarme una sociedad más escogida.

      Elena levantó los ojos y dirigió una rápida mirada recelosa a su marido. Este miraba fijamente al reloj de estilo Imperio que había sobre la chimenea.

      –No sé cuándo me he de convencer—prosiguió—de que tu temperamento se acomoda admirablemente a todas las circunstancias y que tu felicidad no se cifra en vivir en un sitio o en otro, sino en el sosiego y la comodidad de tu casa.

      Nueva mirada y más recelosa por parte de Elena. Reynoso seguía en contemplación extática del reloj.

      –Y no era yo solo: había mucha gente (sin sentido común, por supuesto) que suponía que estabas encaprichada con vivir en Madrid. Yo les diría ahora: ¡no conocen ustedes a mi mujer…! ¡no la conocen!

      Elena, cada vez más desconfiada, volvió a levantar los ojos. Esta vez chocaron con los de su marido. Este no pudo aguantar más y soltó una estrepitosa carcajada. Elena se levantó airada, y presa de un furor infantil se arrojó sobre él y comenzó a apretarle el cuello con sus preciosas, delicadas manos, a tirarle de las orejas y del bigote.

      –¡Toma! ¡por cazurro…! ¡por malo! ¡por gañán!

      Reynoso no podía defenderse; se lo impedía la risa.

      –¡Pues sí, quiero ir a Madrid! ¡quiero ir a Madrid! ¿Qué hay…? Y tú te darás por muy satisfecho con que te admita en mi hotelito y no te deje aquí para siempre entre las vacas y las ovejas…

      Al fin, cansada de golpearle, se dejó caer a su lado en el diván. Reynoso, acometido de un acceso de tos, estuvo algún tiempo sin hablar.

      –¿Pero es de veras que quieres ir a Madrid?

      –Mira, Germán, no empecemos, o…

      Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello.

      Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a los labios.

      –¡No! ¡no!

      –¿Qué quiere decir no?

      –No quiero que me beses… no quiero… Eres un gañán… Te pasas la vida haciendo burla de mí…

      Y se defendía furiosamente. Al cabo se dejó caer de nuevo en el diván, se llevó las manos al rostro y se puso a llorar.

      –¡Hija mía, no llores!—exclamó Reynoso conmovido.

      –¡Sí, lloro! ¡lloro…!, y lloraré hasta que se me pongan los ojos malos—decía sollozando con dolor cómico—. Porque eres muy malo… Porque te complaces en hacerme rabiar… Si no quieres ir a Madrid, ¿por qué no lo dices de una vez…? Y no que te pasas la vida atormentándome…

      –¡Atormentándote, Elena!

      –Sí, sí, atormentándome.

      –Mira, prefiero que me arranques el bigote a que me digas eso.

      –¡Oh, no por Dios! ¡Qué feo estarías sin bigote!—exclamó separando sus manos de los ojos, donde brilló una sonrisa maliciosa detrás de las lágrimas.

      Reynoso aprovechó aquel furtivo rayo de sol para consolarla. Pero no fue obra de un instante. Elena estaba muy ofendida, ¡mucho! Era preciso que el detractor cantase la palinodia, hiciese una completa retractación de sus errores.

      –Confiesa que tienes más ganas que yo de ir a Madrid.

      –Lo confieso a la faz del mundo.

      –Porque te aburres aquí.

      –Porque me aburro soberanamente.

      –Y porque necesitas un poco de expansión con tus amigos.

      –Y porque necesito mucha expansión.

      –¿Bromitas todavía, socarrón?—exclamó la mujercita tirándole de la nariz.

      En aquel momento se oyó el ruido de un coche en el patio.

      –Ya está ahí Tristán… Sal tú a recibirlo… Voy a peinarme y vestirme en un periquete. Adiós, gañán… ¡Toma, por malo! (Y le dio una bofetada.) ¡Toma, por bueno! (Y le dio un sonoro beso en la mejilla…) ¡Rosario! ¡Rosario! Venga usted a peinarme.

      III

      ¡QUIETO, FIDEL!

      El joven que descendía del carruaje en el momento en que don Germán ponía el pie en la escalinata era alto, delgado, de agradable rostro ornado por unos ojos de suave mirar inteligente y por un pequeño y sedoso bigote negro. Se saludaron alegremente con un cordial apretón de manos.

      –No entremos en casa—dijo Reynoso—. Clara anda por ahí cazando y Elena se está vistiendo. Vamos a la glorieta a descansar y tomaremos una copa de vermut o de cerveza, lo que tú quieras.

      Se introdujeron en el parque, penetraron en la glorieta de pasionaria y madreselva y se acomodaron en dos butacas rústicas de paja delante de una gran mesa de mármol. No tardaron en servirles los aperitivos pedidos por el amo.

      –¿Cómo has dejado a tus tíos?

      –Sin novedad: mi tía casi loca y mi tío demasiado cuerdo—respondió el joven riendo.

      –¡Oh, es un matrimonio que me encanta!—replicó don Germán también riendo—. Son dos elementos químicos que se neutralizan y forman un compuesto admirablemente sólido.

      –¡Y

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