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hizo salir por la puerta del jardín y, dando la vuelta por él, los llevó hasta un paraje donde adosadas a la pared sobre tableros había hasta veinte o más colmenas de corcho.

      –Ni un paso más—les dijo—porque es peligroso. Dejadme a mí solo.

      Se adelantó él efectivamente y cuando hubo llegado salieron de pronto los enjambres y le cubrieron todo, cabeza, rostro, manos, como si de repente hubiera quedado negro. Un grito de susto salió de todas las bocas.

      –¡No hay cuidado!—exclamó don Germán en voz alta—. No se muevan ustedes.

      Dio algunas vueltas en esta forma y luego, pasando por delante de las colmenas y deteniéndose en cada una, las abejas fueron levantando el vuelo y metiéndose cada cual en su casa.

      –Ya lo ven ustedes como no había miedo—dijo viniendo hacia ellos completamente limpio—. Ni una sola me ha picado; no han hecho las pobrecitas más que darme la bienvenida.

      –Pero ¿cómo ha logrado usted…?—dijo el marquesito.

      –De un modo muy sencillo. Empecé aproximándome con cautela, cada día un poco más.

      –¿Sin careta?

      –Sin careta ni guantes. Me fui acercando poco a poco. Dos o tres veces me picó alguna, pero lo sufrí con resignación. No les hacía ningún daño y al cabo logré convencerlas de que nada debían temer de mí. Desde entonces me dejan acercarme todos los días, y no sólo eso, sino que me saludan del modo afectuoso que acaban ustedes de ver… ¿No piensas, querido Tristán—añadió dirigiéndose alegremente a éste—, que el mismo procedimiento es el que debemos emplear con los hombres? Persuadámosles de que no queremos perjudicarles, de que no deseamos siquiera utilizarlos en nuestro provecho, y entonces nuestras relaciones con ellos serán dulces y cordiales.

      –Todo eso está muy bien—repuso Tristán en el mismo tono jocoso—, pero usted las utiliza seguramente en su provecho quitándoles la miel y la cera.

      –¡Tienes mucha razón, amigo mío!—exclamó Reynoso riendo—. En este caso soy un traidor… Pero ellas me perdonan porque las dejo lo bastante para alimentarse y las estimulo a trabajar. De otro modo se aburrirían…

      –No se apure usted, don Germán. Los traidores saltan en todas partes—replicó Tristán dirigiendo una mirada penetrante a Cirilo y Visita.

      VI

      LA FAMILIA DE TRISTÁN

      Por no regresar con ellos a Madrid prefirió quedarse a comer en la casa y partir en el tren que debía pasar a las nueve de la noche. En cuanto a Barragán, fue instado para que pernoctara allí, pero no aceptó. A la hora de obscurecer montó de nuevo a caballo y la emprendió hacia Villalba, donde pensaba dormir. Reynoso quedó haciendo comentarios alegres.

      –Es un hombre original mi amigo Barragán, ¿no es cierto? Añadan ustedes a esa traza de salteador, que Dios o el diablo le han dado, la manía que siempre ha tenido de caminar de noche y por veredas apartadas, de hacer los viajes a caballo, de pernoctar en las ventas y comer en las tabernas, y comprenderán la serie de aventuras cómicas unas y desagradables otras que le han sucedido. En más de una ocasión le llamaron aparte para proponerle un negocio, esto es, desvalijar o asesinar a alguno.

      –¿Y estás seguro de que no ha mojado nunca en alguno de esos negocios?—preguntó Elena con acento dubitativo.

      –¡Mujer, qué estás diciendo!—exclamó su marido soltando a reír.

      Elena sacudió la cabeza reservándose su opinión.

      Ya bien cerrada la noche se enganchó el coche y Tristán fue transportado a la estación.

      Al entrar en uno de los departamentos de primera no había allí más que dos señoras, una joven y otra vieja, que parecían madre e hija. Tristán se arrellanó cómodamente en un rincón frente a ellas. Cuando sonó la campana y el tren iba a ponerse en marcha subió al coche un señor de rostro apoplético y aspecto rural.

      –Caballero, ése es mi sitio—dijo encarándose un poco rudamente con Tristán.

      Este, cuya susceptibilidad siempre viva se hallaba ahora exacerbada, respondió con calma afectada e impertinente:

      –En este momento es el mío.

      –Es cierto que no he dejado en él señal ninguna porque creí que no subiría nadie, pero estas señoras son testigos de que he venido ocupándolo desde Valladolid.

      Las señoras corroboraron el aserto con un murmullo y una inclinación de cabeza.

      –La opinión de estas señoras es muy respetable, pero no me parece suficiente para darle a usted el derecho de reclamar el sitio del modo perentorio que lo ha hecho.

      –¡Qué modo perentorio ni qué calabazas!—exclamó el buen señor perdiendo la paciencia.

      Tristán, que ya la tenía perdida de antemano, replicó en el mismo tono. La disputa se fue haciendo cada vez más agria. Por último Tristán poniéndose un poco pálido y mirándole fijamente a los ojos profirió resueltamente:

      –¡Hágame usted el favor de sentarse y no molestar más!

      El caballero también se puso pálido y le dirigió una larga mirada centellante. Hubo un instante en que pareció que iba a arrojarse sobre él; pero haciendo un supremo esfuerzo sobre sí mismo alzó los hombros con desdén, dejó escapar un bufido expresando el mismo sentimiento y fue a sentarse en el rincón opuesto. Tristán permaneció en el suyo y afectando indiferencia cerró los ojos como si se dispusiera a dormir. Bien comprendía que las señoras le estaban mirando y no con gran benevolencia.

      Al cabo de un rato, como en realidad no podía ni tenía deseo de conciliar el sueño, se alzó del asiento y se asomó a la ventanilla. La noche era clara y tibia; la vasta llanura erizada de lomas se extendía debajo de un cielo tachonado de estrellas. Aspiró algunos minutos con placer el fresco y cuando se disponía nuevamente a sentarse una ráfaga de viento le llevó el sombrero.

      Las dos señoras levantaron la cabeza al oír la interjección que soltó, pero no dieron muestras de pesar ninguno por el accidente. Tristán se puso a maldecir en voz baja y con rabiosa cólera de su mala suerte, pues no traía gorra y le era preciso llegar hasta su casa con la cabeza desnuda. El caballero de la reyerta le miró con expresión de indiferencia y luego, levantándose y tomando de la red una sombrerera, se la presentó abierta diciéndole:

      –Vea usted si ese sombrero le sirve.

      –Muchas gracias—respondió avergonzado—. En cuanto llegue me meto en un coche…

      –Los coches están fuera del edificio. Pruebe usted a ver si le sirve—insistió con acento rudo y franco el caballero.

      Tristán sacó el sombrero y en efecto le estaba bastante bien.

      –Pero yo no puedo… No tengo el honor de conocer a usted.

      –Lo envía usted mañana al hotel de París. Aquí tiene usted mi tarjeta.

      Tristán dio las gracias repetidas veces sin poder disimular su embarazo. Estaba realmente abochornado por su intemperancia pasada. El caballero se volvió a su rincón y de nuevo reinó el silencio. Tristán creía notar que las dos señoras le miraban con desprecio y acaso no le faltaba razón.

      Poco después el generoso caballero se asomó también a la ventanilla. Al cabo de algún tiempo dio un grito y Tristán le vio sin sombrero.

      –¡Qué! ¿también a usted?—dijo sin poder disimular su satisfacción.

      Pero el caballero presentó su sombrero diciendo con sorna:

      –No; yo he sido más listo que usted y he podido atraparlo en el aire.

      Las señoras, que se hicieron cargo de la broma, soltaron la carcajada y aun exageraron un poco su risa. Tristán también hizo un esfuerzo desesperado para reír, pero estaba irritadísimo y no volvió a pronunciar palabra hasta llegar a Madrid. En la estación el caballero se despidió muy atento: las señoras ni le miraron siquiera.

      La

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