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obstante, sus ojazos negros como el azabache, su ordinario y despeinado pelo mate, cayendo sobre una cara tostada por el sol, sus descarnados brazos y pies tiznados por el rojizo barro, todo le era conocido. Acababa de llegar Melisa Smith, la niña sin madre, de Smith.

      –¿Qué puede querer de mí?—pensó el maestro. Todo el mundo conoce a Melisa, que así se la llamaba por toda la comarca del Red-Mountain; todos la conocían por una chica indómita. Su temperamento díscolo e ingobernable, sus locas extravagancias y carácter desordenado, eran tan proverbiales a su manera como la historia de las debilidades de su padre, y eran aceptadas por los vecinos con la misma filosofía. Discutía y luchaba con los escolares con más aguda invectiva y brazo más poderoso que cualquiera de éstos, y el maestro la había encontrado varias veces a algunas millas de distancia, descalza, sin medias y con la cabeza descubierta, en los senderos de la montaña, siguiendo las pistas con el olfato y maña de un montañés. Los mineros de campamentos situados a lo largo del riachuelo, proveían a su subsistencia, durante estas peregrinaciones voluntarias, por medio de donativos ofrecidos de la manera más sincera y generosa.

      No es porque no se hubiese dispensado previamente a Melisa una protección más amplia y decidida. El reputado predicador oficial, reverendo Josué Mac Sangley, la había colocado de criada en un hotel, para que empezara a adiestrarse, presentándola luego a sus discípulos en la clase de los domingos. Mas el camino que se le había trazado era demasiado estrecho para ella. De vez en cuando tiraba los platos al fondista, respondía prontamente a los insípidos chistes de los huéspedes, y producía en la clase del domingo una sensación tan en absoluto contraria a la monotonía y placidez ortodoxa de aquellas instituciones, que por respeto y deferencia a los almidonados delantales y moral inmaculada de los dos niños de cara sonrosada y blanca de las primeras familias, el reverendo señor no tuvo más remedio que expulsarla.

      Así era la figura y antecedentes de Melisa, al encontrarse en pie delante del maestro; mostrábanse aquéllos tanto por el haraposo vestido, el despeinado cabello y los sangrientos pies, que movían a compasión, como por el brillo de sus grandes ojos negros, cuya fijeza producía una extraña impresión.

      –Si he venido aquí esta noche—dijo rápida y atrevidamente, fijando en la de él su dura mirada,—es porque sabía que estaba usted solo; no quería venir cuando estuvieran aquellas chicas. Las aborrezco y ellas me aborrecen: he aquí la causa. Usted tiene escuela, ¿verdad? ¡Quiero aprender!

      El maestro que había escuchado hasta entonces aquellas palabras con cierta impasibilidad, hubiera otorgado la indiferente limosna de la compasión y nada más a aquella criatura desaliñada, si al poco donaire de su destrenzado cabello y sucia cara, hubiese añadido la humildad de las lágrimas; pero con el instinto natural aunque ilógico de sus semejantes, su atrevimiento despertó en él algo de aquel respeto que todas las naturalezas originales se tributan inconscientemente unas a otras, en cualquier posición social, y la contempló con más fijeza a medida que continuaba aún hablando rápidamente, con la mano en la aldaba y la mirada fija en él:

      –¡Me llamo Melisa, Melisa Smith! Le juro que es así. Mi padre es el viejo Smith, el viejo Bumero Smith, éste es mi padre. Soy Melisa Smith y me vengo a la escuela.

      –¡Bueno! ¿Y qué?—dijo el maestro.

      Acostumbrada a ser contrariada y a que se la opusieran a menudo, porque sí y cruelmente, y sin otro fin que el de excitar los vivos impulsos de su naturaleza, la tranquilidad del maestro la sorprendió en gran manera. Callose; principió a retorcer entre los dedos un rizo de sus cabellos, y la rígida línea del labio superior apretado sobre los perversos dientecitos, suavizose, experimentando un ligero temblor. Dirigió la vista al suelo, y sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor al través de las manchas de rojizo barro y de un asoleado cutis. De súbito, se echó hacia adelante invocando a Dios para que la matara en el acto, y desalentada e inerte cayó de cara contra el pupitre del maestro, llorando y gimiendo, como una Magdalena.

      El maestro la alzó suavemente esperando a que se le pasara el paroxismo de la primera excitación. Cuando, volviendo aún la cara, repetía entre sollozos el «mea culpa» de la penitencia infantil, «que no lo quería hacer», ocurriósele al maestro preguntarle por qué había dejado la clase dominical.

      –¿Por qué he dejado la clase del domingo? ¿Por qué? ¡Ah, sí! ¿Qué necesidad tenía él (Mac Sangley) de decirle que era mala? ¿Por qué le decía que Dios la odiaba? ¿Si esto era verdad, de qué le servía ir a la clase y aprender? Ella no quería deber nada a nadie que la odiase.

      Sí; ella le había dicho esto a Mac Sangley.

      «Sí, se lo había dicho».

      El maestro se rió. Su risa era franca, pero despertó un eco tan extraño en la pequeña casa escuela y pareció tan inconsecuente y discorde con el gemido de los pinos del exterior, que a ella siguió un suspiro, tan sincero, a su manera, como la risa anterior.

      Sucediose un momento de grave silencio, que el maestro fue el primero en romper, preguntando a Melisa por su padre.

      ¿Su padre? ¿Qué padre? ¿El padre de quién? ¿Qué había hecho por ella? ¿Por qué la aborrecían las chicas? ¡Vamos! ¿Por qué, cuando pasaba, le decía la gente: «¡la Melisa del viejo Bumero Smith!»? ¡Oh, sí, quisiera estar ya muerta, completamente muerta, que todo el mundo estuviese muerto! Y rompió de nuevo en sollozos.

      El maestro, a quien la escena había conmovido algún tanto, inclinado sobre ella, le dijo lo que usted o yo podíamos haber dicho después de oír teorías tan poco naturales en boca infantil; pero, recordando sin duda mejor que usted o yo lo poco naturales que eran también su andrajosa indumentaria, sus sangrientos pies y la omnipresente sombra de su borracho padre. Asiola ligeramente, envolviéndola con su pañuelo. La encargó que viniera temprano a la mañana siguiente y la acompañó parte del camino dándole las buenas noches.

      La luna iluminaba brillantemente ante ellos el estrecho camino. El maestro permaneció de pie contemplando la encogida y pequeña figura a medida que se alejaba vacilante por el camino, aguardó hasta que hubo pasado el pequeño camposanto y alcanzado la cima de la colina, en donde se volvió y se detuvo un instante como un átomo de sufrimiento perfilado entre las lejanas y apacibles estrellas que pueblan el infinito. Después, el maestro volvió a su tarea, pero las líneas del cuaderno se desarrollaban en largas paralelas del interminable camino, sobre el cual parecían pasar, en la noche, figuras infantiles gimiendo y suspirando. Entonces, pareciéndole la pequeña sala de la escuela más lúgubre y comprimida que antes, cerró la puerta y regresó a su casa.

      Al día siguiente, fue Melisa a la escuela. Se había lavado previamente la cara, y su cabello negro y ordinario llevaba trazas de una reciente pelea con el peine, en la cual, al parecer, ambos llevaban mala parte. La mirada desafiadora brillaba de cuando en cuando en sus ojos, pero su manera era más dócil y modesta. Entonces comenzó una serie de pequeñas pruebas y de sacrificios mutuos, en los cuales maestro y alumna obtuvieron partes iguales y que aumentaron su mutua simpatía. Aunque obediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto, contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba con furia indómita, y más de una vez algún pequeño educando, que había querido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgada chaqueta y arañado rostro, buscaba protección al lado del profesor.

      Hubo sobre el asunto una seria división entre los vecinos; muchos amenazaron con retirar a sus hijos de una compañía tan mala, y otros, con el mismo calor, defendieron la conducta del maestro en su obra educativa.

      De este modo, con terca persistencia que más adelante, al considerar lo pasado, le pareció firmeza, el maestro sacó poco a poco a Melisa de las tinieblas de su pasada vida, como si no fuese más que su progreso natural en el estrecho sendero por el cual la había encaminado en la estrellada noche de su primitivo encuentro. Teniendo presente la experiencia del evangélico, Mac Sangley evitó con cuidado y paciencia el escollo sobre el cual, éste, poco adiestrado piloto, había hecho naufragar la fe reciente de la niña. Si en el transcurso de la lectura tropezaba casualmente con aquellas pocas palabras que han levantado a sus semejantes sobre el nivel de los más viejos, más sabios y más prudentes, si aprendía algo de una fe que está simbolizada por el sufrimiento, y si la antigua llama se suavizaba en sus ojos,

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