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Ibáñez

      Mare nostrum

      I

      EL CAPITÁN ULISES FERRAGUT

      Sus primeros amores fueron con una emperatriz.

      El tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don Esteban Ferragut—tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia—, admiraba las cosas del pasado.

      Vivía cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vez de seguir á los fieles que acudían á los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo á oír misa en San Juan del Hospital, iglesia pequeña, rara vez concurrida en el resto de la semana.

      El notario, que en su juventud había leído á Wálter Scott, experimentaba la dulce impresión del que vuelve á su país de origen al ver las paredes que rodean el templo, viejas y con almenas. La Edad Media era el período en que habría querido vivir. Y el buen don Esteban, pequeño, rechoncho y miope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parecían monumentos de insípida vulgaridad, con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y sus columnas de jaspe. Esta la habían levantado los caballeros de San Juan, que, unidos á los del Temple, ayudaron al rey don Jaime en la conquista de Valencia.

      Al atravesar un pasillo cubierto, desde la calle al patio interior, saludaba á la Virgen de la Reconquista traída por los freires de la belicosa Orden: imagen de piedra tosca, con colores y oros imprecisos, sentada en un sitial románico. Unos naranjos agrios destacaban su verde ramazón sobre los muros de la iglesia, ennegrecida sillería perforada por largos ventanales cegados con tapia. De los estribos salientes de su refuerzo surgían, en lo más alto, monstruosos endriagos de piedra, carcomida.

      En su nave única quedaba muy poco de este exterior romántico. El gusto barroco del siglo XVII había ocultado la bóveda ojival bajo otra de medio punto, cubriendo además las paredes con un revoque de yeso. Pero sobrevivían á la despiadada restauración los retablos medioevales, los blasones nobiliarios, los sepulcros de los caballeros de San Juan con inscripciones góticas, y esto bastaba para mantener despierto el entusiasmo del notario.

      Había que añadir además la calidad de los fieles que asistían á sus oficios. Eran pocos y escogidos; siempre los mismos. Unos se dejaban caer en su asiento, flácidos y gotosos, sostenidos por un criado viejo ó por la esposa, que iba con pobre mantilla, lo mismo que una ama de gobierno. Otros oían la misa de pie, irguiendo su descarnada cabeza, que presentaba un perfil de pájaro de combate, cruzando sobre el pecho las manos siempre negras, enguantadas de lana en el invierno y de hilo en el verano. Los nombres de todos ellos los conocía Ferragut por haberlos leído en las Trovas de Mosén Febrer, métrico relato en lemosín de los hombres de guerra que vinieron al cerco de Valencia desde Aragón, Cataluña, el Sur de Francia, Inglaterra y la remota Alemania.

      Al terminar la misa, los imponentes personajes movían la cabeza saludando á los fieles más cercanos. «Buenos días.» Para ellos era como si acabase de salir el sol: las horas de antes no contaban. Y el notario, con voz melosa, ampliaba su respuesta: «Buenos días, señor marqués.» «Buenos días, señor barón.» Sus relaciones no iban más allá; pero Ferragut sentía por los nobles personajes la simpatía que sienten los parroquianos de un establecimiento, acostumbrados á mirarse durante años con ojos afectuosos, pero sin cruzar mas que un saludo.

      Su hijo Ulises se aburría en la iglesia obscura y casi desierta, siguiendo los monótonos incidentes de una misa cantada. Los rayos del sol, chorros oblicuos de oro que venían de lo alto iluminando espirales de polvo, moscas y polillas, le hacían pensar nostálgicamente en las manchas verdes de la huerta, las manchas blancas de los caseríos, los penachos negros del puerto, repleto de vapores, y la triple fila de convexidades azules coronadas de espuma que venían á deshacerse con cadencioso estruendo sobre la playa color de bronce.

      Cuando dejaban de brillar las capas bordadas de los tres sacerdotes del altar mayor y aparecía en el púlpito otro sacerdote blanco y negro, Ulises volvía la vista á una capilla lateral. El sermón representaba para él media hora de somnolencia poblada de esfuerzos imaginativos. Lo primero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa Bárbara era una arca clavada en la pared á gran altura, un sepulcro de madera pintada, sin otro adorno que esta inscripción: Aquí yace doña Constanza Augusta, Emperatriz de Grecia.

      El nombre de Grecia tenía el poder de excitar la fantasía del pequeño. También su padrino, el abogado Labarta, poeta laureado, no podía repetir este nombre sin que una contracción fervorosa pasase por su barba entre cana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder misterioso de tal nombre se yuxtaponía un nuevo misterio más obscuro y de angustioso interés: Bizancio. ¿Cómo aquella señora augusta, soberana de remotos países de magnificencia y de ensueño, había venido á dejar sus huesos en una lóbrega capilla de Valencia, dentro de un arcón semejante á los que guardaban retazos y cachivaches en los desvanes del notario?…

      Un día, después de la misa, don Esteban le había contado su historia rápidamente. Era hija de Federico II de Suabia, un Hohenstaufen, un emperador de Alemania, pero que estimaba en más su corona de Sicilia. Había llevado en los palacios de Palermo—verdaderas ruzafas por sus orientales jardines—una existencia de pagano y de sabio, rodeado de poetas y hombres de ciencia (judíos, mahometanos y cristianos), de bayaderas, de alquimistas y de feroces guardias sarracenos. Legisló como los jurisconsultos de la antigua Roma, escribiendo al mismo tiempo los primeros versos en italiano. Su vida fué un continuo combate con los Papas, que lanzaban contra él excomunión sobre excomunión. Para obtener la paz se hacía cruzado y marchaba á la conquista de Jerusalén. Pero Saladino, otro filósofo de la misma clase, se ponía rápidamente de acuerdo con su colega cristiano. La posesión de una pequeña ciudad rodeada de eriales y con un sepulcro vacío no valía la pena de que los hombres se degollasen durante siglos. El monarca sarraceno le entregaba Jerusalén graciosamente, y el Papa volvía á excomulgar á Federico por haber conquistado los Santos Lugares sin derramamiento de sangre.

      –Fué un grande hombre—murmuraba don Esteban—. Hay que reconocer que fué un grande hombre…

      Lo decía tímidamente, sintiendo que sus entusiasmos por aquella época remota le obligasen á hacer esta concesión á un enemigo de la Iglesia. Se estremecía al pensar en los libros blasfematorios, que nadie había visto, pero cuya paternidad atribuía Roma al emperador siciliano: especialmente el de Los tres impostores, en el que Federico medía con el mismo rasero á Moisés, Jesús y Mahoma. Este escritor coronado era el periodista más antiguo de la Historia: el primero que en pleno siglo XIII había osado apelar al juicio de la opinión pública en sus manifiestos contra Roma.

      Su hija la había casado con un emperador de Bizancio, Juan Dukas Vatatzés, el famoso «Vatacio», cuando éste tenía cincuenta años y ella catorce. Era una hija natural, legitimada luego, como casi toda su prole: un producto de su harén libre, en el que se mezclaban beldades sarracenas y marquesas italianas. Y la pobre joven, casada con «Vatacio el Herético» por un padre necesitado de alianzas, había vivido largos años en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta en vestiduras de rígidos bordados que representaban escenas de los libros santos, calzada con borceguíes de púrpura que llevaban en las suelas águilas de oro, último símbolo de la majestad de Roma.

      Primeramente había reinado en Nicea, refugio de los emperadores griegos mientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados, fundadores de una dinastía latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el audaz Miguel Paleólogo reconquistaba Constantinopla, la viuda imperial se veía solicitada por este aventurero victorioso. Durante varios años resistió á sus pretensiones, consiguiendo al fin que su hermano Manfredo, nuevo rey de Sicilia, la devolviese á su patria. Federico había muerto; Manfredo hacía frente á las tropas pontificales y á la cruzada francesa que habían levantado los Papas ofreciendo al rudo Carlos de Anjou la corona de Sicilia. La pobre emperatriz griega llegaba á tiempo para recibir la noticia de la muerte de su hermano en una batalla y seguir la fuga de su cuñada y sus sobrinos. Todos se refugiaban en Lucera dei Pagani, castillo defendido por los sarracenos al servicio de Federico, únicos fieles á su memoria.

      El castillo caía en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa de Manfredo era conducida á una prisión, donde se extinguía su vida al poco tiempo. La obscuridad tragaba

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