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acompañadas de música. «Una música de Wagner, ¿me entiendes?, de nuestro amado don Ricardo… O mejor de Beethoven: algo así como la Novena sinfonía». Fernando recordaba la escena que los había hecho comulgar a los dos en el estremecimiento de la admiración. Prometeo está encadenado a la roca, y en torno de él, chapoteando las olas, las clementes oceánidas, las ninfas del mar, se apiadan del suplicio del héroe. «¿Qué has hecho, desgraciado, para que así te castiguen los dioses?» «He enseñado a los mortales a que no piensen en la muerte» contesta Prometeo. «¿Y cómo lo conseguiste?» «Les he hecho conocer la ciega esperanza».

      Y durante miles y miles de años reinaba sobre el mundo la divinidad benéfica y consoladora que el héroe sombrío había dado a los humanos, pagando esta generosidad con el tormento de sus entrañas rasgadas por el águila, «perro alado de Zeus». Ella conducía los rebaños de hombres en armas; ella había aleteado ante las proas de los descubridores; ella conmovía con su paso quedo el silencio cerrado donde meditan sabios y artistas; ella guiaba las muchedumbres ansiosas de bienestar y amplio emplazamiento que se descuajan de un hemisferio para ir a replantarse en el otro.

      Fernando la vio; la vio venir, con sus ojos entornados, por encima del azul del mar, como una burbuja de oro desprendida del sol, como un harapo de luz que acabó por detenerse sobre el filo de la proa, lo mismo que las imágenes divinas que adornaban las naves de los primeros argonautas.

      Sus alas se tendían majestuosas en el éter como velas cóncavas; su túnica arremolinábase atrás, en pliegues armoniosos, impelida por el viento. Era igual a la Victoria de Samotracia, y lo mismo que a ella, le faltaba la cabeza.

      Por esto acabó de conocerla Ojeda. Ella no piensa, ella no tiene ojos…

      Era la esperanza, la ciega esperanza que con el avance de su torso señalaba al Sur.

      III

      Después del almuerzo, los pasajeros del Goethe oyeron sonar a proa la banda de música, con la lejanía soñolienta que infunde la inmensidad del Océano a todas las vibraciones.

      –Van a vacunar a los de tercera—dijo Maltrana, siempre enterado de lo que ocurría en el buque.

      Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones llegadas hasta el mar. Bajaban por las laderas, como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en los repliegues sombreados de verde. Por encima de las cumbres iba pasando la caperuza nevada del Teide como una cabeza curiosa, ocultándose o apareciendo, según el buque marchaba cerca o lejos de la costa.

      Maltrana no podía mantenerse tranquilo en el jardín de invierno mientras tomaba el café con Fernando. Ocurría a bordo algo extraordinario sin que él lo presenciase.

      –¿Le parece que vayamos a ver la gente de tercera?… Debe ser interesante.

      Descendieron las escaleras de dos pisos, y saliendo del castillo central viéronse en la explanada de proa, al pie del palo trinquete. Bajo el gran toldo que sombreaba este espacio aglomerábase el hedor sudoroso de una muchedumbre. El médico del buque y varios ayudantes, todos con blusas blancas, ocupaban el centro junto a una mesa cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo descubierto que presentaba a la lancera del vacunador. El primer oficial, secundado por los ayudantes de la comisaría, organizaba el desfile, cuidando de que todos, después de arremangarse el brazo, presentasen con la otra mano el papel de su pasaje.

      El acto de la vacunación era a la vez un recuento. Al partir de Tenerife, última escala del viejo mundo, empezaba el gran viaje; nadie había de entrar en el buque hasta América, y la comisaría necesitaba conocer el número de las gentes que iban a bordo. Los marineros recorrían los sollados, los obscuros pasadizos, las bodegas, hasta los más apartados rincones, en busca de viajeros ocultos empujando a los fugitivos que pretendían evitarse esta operación.

      Los oficiales alemanes llamaban a cada momento para dar sus órdenes a un empleado de la comisaría, hombre grueso y de bigotes canos que se expresaba en distintos idiomas, pasando de uno a otro con asombrosa facilidad. Maltrana y él se saludaron afectuosamente.

      –Ése es don Carmelo—dijo Ojeda—, un compatriota nuestro. Habla todas las lenguas de Europa; además el árabe, y creo que un poco de japonés. Y con toda su sabiduría aquí le tiene usted ganando unos cuantos marcos, sin otra satisfacción que ostentar una gorra de uniforme y que los emigrantes le llamen oficial. Le busco todos los días en su despacho, que está abajo, siempre con la luz encendida, y charlamos de lo que ocurre en el buque. ¡Qué hombre! Ahí donde le ve, hizo sus estudios en Málaga, él solito, yendo por el puerto de barco en barco y diciendo a todo marino que encontraba aburrido: «Vamos a echar un párrafo en su idioma, compañero».

      Mientras hablaba Isidro de la mujer y los hijos de su amigo, andaluces trasplantados a Hamburgo, y de las escaseces pecuniarias de éste, que le obligaban a buscar entre los pasajeros ricos uno que quisiera entretener los ocios de la travesía estudiando idiomas, don Carmelo gritó con el acento de su tierra:

      –¡Too Dios con er papé en la mano!, ¡que se vea bien!

      Y repetía la orden en italiano, en francés, en portugués y en árabe.

      Habían desfilado los hombres, y eran ahora las mujeres, con una escolta de chiquillos, las que se iban presentando a recibir la vacunación. Pasaban ante el médico brazos membrudos con la blancura y la firmeza de la carne septentrional; brazos grasosos en los que se hundían los dedos de los operadores; brazos de redondez ambarina, semejantes a los de las mujeres de Tiziano, pero que ostentaban en su parte alta un obscuro triángulo de roñosa suciedad.

      Luchaban al destaparse las mujeres con las mangas de la camisola o de la gruesa elástica, y en este forcejeo se les abría el pecho, mostrando escapularios y medallas sobre las flacideces de la maternidad. Las hembras árabes, morenas y huesosas, iban casi desnudas bajo sus barones rayados; las gruesas napolitanas, de cabello revuelto y ojos de brasa, devolvían al corpiño con tranquilo impudor las saltonas exuberancias surgidas al desabrocharse; las castellanas angulosas de pelo aceitoso y retinto, peinadas como vírgenes prerrafaelistas, cubrían prontamente su brazo con triples forros y se alejaban ruborizadas, moviendo la corta y bailarinesca balumba de sus zagalejos trasudados. Unos chiquillos berreaban agarrándose a sus madres, trémulos de pavor al ver las blusas blancas de los operadores; otros, con el sombrero en el cogote y mostrando la sonrisa marfileña de sus dientes de lobo, se disputaban por quién avanzaría primero el brazo, como si aquello fuese una fiesta.

      Maltrana explicaba a su amigo el orden en que iban divididos los emigrantes. La proa era para «los latinos»: españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, judíos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivinar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los había encasillado la comisaría. En la parte de popa se aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos, muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galitzianos, rutenos, moscovitas y balcánicos, cocinando aparte, según las preocupaciones y ritos de su religión. Los israelitas llevaban carne sacrificada por los rabinos de Hamburgo. La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual.

      Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana.

      –¡Mardita sea mi arma! Ya me extrañaba yo que hisiésemos er viaje sin sorpresas. ¡Pero camará, que no haya medio de librarse de esa gente!…

      Cambió algunas palabras en alemán con el primer oficial y luego gritó a unos camareros españoles que estaban al servicio de «los latinos»:

      –A ve esos güenos mozos; ¡tráiganlos pa acá!

      Avanzaron seis jóvenes, con la cabeza descubierta, las ropas haraposas y los pies metidos en zapatos rotos o alpargatas deshilachadas.

      –¿De moo que no tenéis pasaje y os habéis metió aquí de polisones sin má ni má, como si esto juese la casa e toos? ¿Y creéis que esto va a quear ansí?… Tú, ¿de ónde eres?

      Y los seis polisones fueron

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