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hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé…»

      Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots

      E hizo señas a un cochero sentado en el pescante de un carruaje mallorquín, vehículo ligerísimo, montado sobre cuatro ruedas finas, con alegre toldo de lona blanca.

      II

      Febrer, al verse fuera de Palma, en plena campiña primaveral, se arrepintió de su vida presente. Llevaba un año sin salir de la ciudad, pasando las tardes en los cafés del Borne y las noches en la sala de juego del Casino.

      ¡No ocurrírsele nunca asomar la cabeza fuera de Palma para ver el campo, de un verde tierno, con sus acequias susurrantes; el cielo, de suave azul, en el que flotaban islotes de blancos vellones; las colinas, de un verde obscuro, con sus molinillos de viento braceando en la cumbre; las sierras abruptas, de color de rosa, cerrando el fondo; todo el paisaje risueño y rumoroso que había asombrado a los navegantes antiguos, haciéndoles llamar a Mallorca la isla Afortunada!… Cuando, gracias a su casamiento, adquiriese una fortuna y pudiera rescatar el hermoso predio de Son Febrer, pasaría en él la mayor parte del año, lo mismo que sus ascendientes, haciendo la vida rústica y benéfica de un gran señor, dadivoso y respetado. El carruaje, a todo correr de sus dos caballos, rozaba y dejaba atrás una fila de payeses que volvían de la ciudad por el borde del camino. Eran esbeltas mujeres morenas, llevando sobre la trenza y el blanco rebocillo un ancho sombrero de paja con cintas colgantes y ramos de flores silvestres; hombres vestidos de dril rayado—la llamada tela mallorquína—, con fieltros echados atrás que parecían una aureola negra o gris en torno de sus rostros afeitados.

      Recordaba Febrer las sinuosidades de este camino, por el que no había pasado en algunos años, lo mismo que un extranjero que volviese a la isla después de una visita remota. Más adelante se bifurcaba la ruta: una rama se dirigía a Valldemosa y otra a Sóller… ¡Ay, Sóller!… ¡La niñez olvidada que acudía de golpe a su memoria! Todos los años, en un carruaje como aquél, emprendía la familia de Febrer su viaje a Sóller, donde poseía una antigua casa, de amplio zaguán, la casa de la Luna, llamada así por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba lo alto del portalón, representando al astro de la noche.

      Era siempre a principios de Mayo. El pequeño Febrer, cuando el carruaje transponía una garganta, en lo más alto de la sierra, lanzaba gritos de alegría contemplando a sus pies el valle de Sóller, el jardín de las Hespérides de la isla. Las montañas, obscuras de pinares y moteadas de blancas casitas, tenían las cumbres envueltas en turbantes de vapores. Abajo, en torno a la villa y prolongándose por todo el valle hasta el mar invisible, estaban los huertos de naranjos. La primavera estallaba sobre este suelo feliz con una explosión de colores y perfumes. Las plantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; los árboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas de rosales trepadores. Acudían de todos los pueblos del contorno a la fiesta de Sóller las rústicas familias: las mujeres con blancos rebocillos, pesadas mantillas y botones de oro en las mangas; los hombres con vistosos chalecos, capotes de paño y fieltros con cintas de color. Gangueaba la dulzaina llamando al baile; pasaban de mano en mano los vasos de dulce aguardiente de la isla y de vino de Bañalbufar. Era la alegría de la paz después de mil años de guerra y de piratería con los pueblos infieles del Mediterráneo: la regocijada conmemoración de la victoria conseguida por los payeses de Sóller sobre una flota de corsarios turcos en el siglo xvi.

      En el puerto, los pescadores, disfrazados de musulmanes y de guerreros cristianos, fingían a trabucazos y estocadas sobre sus pobres barcas una batalla naval, o se perseguían por los caminos inmediatos a la costa. En la iglesia se celebraba una fiesta para conmemorar la milagrosa victoria, y Jaime, sentado junto a su madre en un sitio honorífico, estremecíase de emoción escuchando al predicador, lo mismo que cuando leía una novela interesante en la biblioteca que su abuelo tenía en Palma, en el segundo piso de la casa.

      El vecindario se ponía en armas con los habitantes de Alaró y Buñola, al saber por una barca de Ibiza que veintidós galeotas turcas con algunas galeras marchaban sobre Sóller, la más rica población de la isla. Mil setecientos turcos y africanos, lo peor de la piratería, tomaban tierra atraídos por la riqueza del pueblo, y más aún por el deseo de asaltar cierto convento de monjas, donde vivían retiradas del mundo jóvenes hermosas y de ilustre familia. Divididos en dos columnas, marchaba una contra la tropa de cristianos que había salido a su encuentro, mientras la otra, dando un rodeo, penetraba en la población, cautivando doncellas y mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Los cristianos sentían la incertidumbre de su situación. Enfrente, mil turcos que avanzaban; a sus espaldas, la villa entregada al saqueo, sus familias sometidas al ultraje y a la violencia, que les llamaban con desesperación. Pero la duda fue corta. Un sargento de Sóller, heroico veterano de los ejércitos de Carlos V en las guerras de Alemania y el Gran Turco, los decide a todos por el ataque contra el enemigo inmediato. Se arrodillan, invocan al apóstol Santiago, y esperando un milagro, atacan con sus escopetas, arcabuces, lanzas y hachas. Los turcos cejan y vuelven las espaldas. En vano les anima su temible caudillo Suffarais, capitán general del mar, turco viejo y de gran obesidad, famoso por su coraje y atrevimiento. Al frente de una escuadra de negros, que eran su guardia, ataca cimitarra en mano, formando en torno de él un círculo de cadáveres; pero al fin un sollerense le atraviesa el pecho con su lanza, y al caer huyen los invasores, perdiendo su estandarte. Un nuevo enemigo les cierra el paso cuando escapan hacia la costa para salvarse en sus navíos. Una cuadrilla de bandoleros ha presenciado el combate desde los riscos, y al ver huir a los turcos sale a su encuentro, disparando los pedreñales y esgrimiendo sus dagas. Llevan con ellos una tropa de mastines, feroces compañeros de su vida infame, y esas bestias, arrojándose sobre los fugitivos y destrozándoles, prueban, según los cronistas de la época, «la bondad de la casta mallorquina». La tropa vencedora vuelve atrás, penetrando en la villa desolada, y los saqueadores huyen como pueden camino del mar, o caen degollados en las calles.

      El predicador exaltábase al relatar esta acción victoriosa, atribuyendo la mejor parte del éxito a la Reina de los Cielos y al guerrero apóstol. Luego ensalzaba al capitán Angelats, el héroe de la expedición, el Cid de Sóller, y a las valentas dònas de Can Tamany, dos mujeres de un predio inmediato a la villa que habían sido sorprendidas por tres turcos ansiosos de saciar en ellas su carnívoro apetito tras largas abstinencias en las soledades del mar. Las valentas donas, arrogantes y duras como buenas payesas, no gritaban ni huían a la vista de estos tres piratas enemigos de Dios y de los santos. Con la tranca de la puerta mataban a uno, y luego se encerraban en la casa. Arrojando el cadáver por una ventana sobre los asaltantes, descalabraban a otro y perseguían a pedradas al tercero, como esforzadas nietas de los honderos mallorquines. ¡Ah, las valentas dònas, las esforzadas hembras de Can Tamany! El buen pueblo las adoraba como santas heroínas de la guerra milenaria contra los infieles, y reía cariñosamente de las hazañas de estas Juanas de Arco, pensando con orgullo en lo peligroso que era el trabajo de los musulmanes para abastecer de carne nueva sus harenes.

      Luego, el predicador, siguiendo la costumbre tradicional, daba fin a su arenga citando las familias que habían tomado parte en el combate: un centenar de apellidos, que escuchaba atentamente el rústico auditorio, moviendo la cabeza cada cual con signos de asentimiento cuando sonaba el nombre de uno de sus ascendientes. Esta enumeración interminable parecía corta a muchos, que hacían un gesto de protesta al callarse el predicador. «Otros estuvieron, y no los nombran», murmuraban los payeses cuyos apellidos no habían sonado. Todos querían ser descendientes de los guerreros del capitán Angelats.

      Cuando terminaban las fiestas y Sóller recobraba su plácida calma, el pequeño Jaime pasaba los días correteando por los naranjales con Antonia, la vieja madó Antonia de ahora, que era entonces una

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