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a la hora en que el insomnio nervioso hace ver las cosas con una luz extraordinaria que parece darles distinto relieve. Don Benito Valls, el rico chueta, le apreciaba mucho. Varias veces había intervenido espontáneamente en sus asuntos, librándole de peligros inminentes. Era simpatía a su persona y respeto a su nombre. Valls no tenía más que una heredera, y además estaba enfermo: la exuberancia prolífica de su raza se había desmentido en él. Su hija Catalina había querido ser monja en la adolescencia; pero ahora, pasados los veinte años, sentía gran amor por las vanidades del mundo, y compadecía tiernamente a Febrer cuando hablaban ante ella de sus desgracias.

      Jaime se resistió a la proposición casi con tanto asombro como madó Antonia. ¡Una chueta!… Pero la idea fue abriéndose camino, lubrificada en su incesante taladro por los apuros y las miserias crecientes que acompañaban la llegada de cada día. ¿Por qué no?… La hija de Valls era la heredera más rica de la isla, y el dinero no tiene sangre ni raza.

      Al fin había cedido a las instancias de algunos amigos, oficiosos mediadores entre él y la familia, y aquella mañana iba a almorzar en la casa de Valldemosa, donde vivía Valls gran parte del año para alivio del asma que le ahogaba.

      Jaime hizo un esfuerzo de memoria queriendo recordar a Catalina. La había visto varias veces, en las calles de Palma. Buena figura, rostro agradable. Cuando viviera lejos de los suyos y vistiese mejor, sería una señora «presentable»… ¿Pero podía amarla?…

      Febrer sonrió escépticamente. ¿Acaso resultaba necesario el amor para casarse? El matrimonio era un viaje a dos por el resto de la vida, y únicamente había que buscar en la mujer las condiciones que se exigen en un compañero de excursión: buen carácter, identidad de gustos, las mismas aficiones en el comer y en el dormir… ¡El amor! Todos se creían con derecho a él, y el amor era como el talento, como la belleza, como la fortuna, una dicha especial que sólo disfrutaban contadísimos privilegiados. Por suerte, el engaño venía a ocultar esta cruel desigualdad, y todos los humanos acababan sus días pensando nostálgicamente en la juventud, creyendo haber conocido realmente el amor, cuando no habían sentido otra cosa que el delirio de un contacto de epidermis.

      El amor era una cosa hermosa, pero no indispensable en el matrimonio ni en la existencia. Lo importante era escoger una buena compañera para el resto del viaje; acomodarse bien en los asientos de la vida; arreglar el paso de los dos a un mismo ritmo, para que no hubiesen saltos ni encontronazos; dominar los nervios y que la piel no se repeliese en el contacto de la existencia común; poder dormir como buenos camaradas, con mutuo respeto, sin herirse con las rodillas ni meterse los codos en los costillares… Él esperaba encontrar todo esto, dándose por contento.

      Valldemosa se presentó de pronto a su vista sobre la cumbre de una colina rodeada de montañas. La torre de la Cartuja, con adornos de azulejos verdes, elevábase sobre la frondosidad de los jardines de las celdas.

      Febrer vio un carruaje inmóvil en una revuelta del camino. Un hombre descendió de él, moviendo los brazos para que el cochero de Jaime detuviese sus bestias. Luego abrió la portezuela y subió riendo, para sentarse al lado de Febrer.

      –¡Hola, capitán!—dijo éste con extrañeza.

      –No me esperabas, ¿eh?… También soy del almuerzo; me convido yo mismo. ¡Qué sorpresa va a tener mi hermano!…

      Jaime estrechó su diestra. Era uno de sus más leales amigos: el capitán Pablo Valls.

      III

      Pablo Valls era conocido en toda Palma. Cuando tomaba asiento en la terraza de un café del Borne formábase en torno de él un apretado círculo de oyentes, que sonreían ante sus ademanes enérgicos y su voz ruidosa, incapaz de sonar en tono discreto.

      –Yo soy chueta, ¿y qué?… ¡Judío de lo más judío! Todos los de mi familia procedemos de «la calle». Cuando yo mandaba el Roger de Launa, una vez que estuve en Argel me detuve a la puerta de la sinagoga, y un viejo, luego de mirarme, dijo: «Tú puedes pasar: tú eres de los nuestros.» Y yo le di la mano y contesté: «Gracias, correligionario.»

      Los oyentes reían, y el capitán Valls, declarando a gritos su calidad de chueta, miraba a todas partes como si desafíase a las casas, a las personas, al alma de la isla, hostil a su raza por un odio absurdo de siglos.

      Su rostro delataba su origen. Las patillas rubias y canosas, unidas por un bigote corto, revelaban al marino retirado de la navegación; pero sobre estos adornos capilares resaltaba su perfil semita, su curva y pesada nariz, su mentón saliente y unos ojos de párpados prolongados, con pupilas de ámbar o de oro, según era la luz, en las que parecían flotar algunos puntos de color de tabaco.

      Había navegado mucho; había vivido largas temporadas en Inglaterra y los Estados Unidos, y de la permanencia en estas tierras de libertad, insensibles a los odios religiosos, traía una franqueza belicosa que le impulsaba a desafiar las preocupaciones de la isla, tranquila e inmóvil en su estancamiento. Los otros chuetas, atemorizados por varios siglos de persecución y menosprecio, ocultaban su origen o procuraban hacerlo olvidar con su mansedumbre. El capitán Valls aprovechaba todas las ocasiones para hablar de él, ostentándolo como un título de nobleza, como un reto que lanzaba a la general preocupación.

      –Soy judío, ¿y qué?…—seguía gritando—. Correligionario de Jesús, de San Pablo y otros santos a los que se venera en los altares. Los butifarras hablan con orgullo de sus abuelos, que datan casi de ayer. Yo soy más noble, más antiguo. Mis ascendientes fueron los patriarcas de la Biblia.

      Luego, indignándose contra las preocupaciones que se habían ensañado en su raza, volvíase agresivo.

      –En España—decía gravemente—no hay cristiano que pueda levantar el dedo. Todos somos nietos de judíos o de moros. Y el que no… el que no…

      Aquí se detenía, y tras una breve pausa afirmaba con resolución:

      –Y el que no, es nieto de fraile.

      En la Península no se conoce el odio tradicional al judío que aún separa la población de Mallorca en dos castas. Pablo Valls se enfurecía hablando de su patria. No existían en ella judíos de religión. Hacía siglos que había quedado disuelta la última sinagoga. Todos se habían convertido en masa, y los rebeldes fueron quemados por la Inquisición. Los chuetas de ahora eran los católicos más fervorosos de Mallorca, llevando a sus creencias un fanatismo semita. Rezaban en alta voz, hacían sacerdotes a sus hijos, buscaban influencias para meter a sus hijas en los conventos, figuraban como gente de dinero entre los partidarios de las ideas más conservadoras, y sin embargo pesaba sobre sus personas la misma antipatía que en otros siglos, y vivían aislados, sin que ninguna clase social quisiera aliarse con ellos.

      –Cuatrocientos cincuenta años llevamos en el cogote el agua del bautismo—seguía vociferando el capitán Valls—, y somos aún los malditos, los réprobos, como antes de la conversión. ¿No tiene gracia esto?… «¡Los chuetas! ¡Cuidado con ellos! ¡Mala gente!…» En Mallorca hay dos catolicismos: uno para los nuestros y otro para los demás.

      Luego, con un odio en el que parecían concentradas todas la persecuciones, decía el marino, refiriéndose a sus hermanos de raza:

      –Bien empleado les está, por cobardes, por tener demasiado amor a la isla, a esta Roqueta en la que hemos nacido. Por no abandonarla se hicieron cristianos, y hoy que lo son de veras les pagan a coces. De seguir judíos, esparciéndose por el mundo como lo hicieron otros, tal vez serían a estas horas personajes y banqueros de reyes, en vez de estar en las tiendecitas de «la calle» fabricando bolsillos de plata.

      Escéptico en materias religiosas, despreciaba o atacaba a todos: a los judíos fieles a sus antiguas creencias, a los conversos, a los católicos, a los musulmanes, con los que había vivido en sus viajes a las costas de África y en las escalas de Asia Menor. Otras veces sentíase dominado por una ternura atávica, mostrando cierto respeto religioso hacia su raza.

      Él era semita: lo declaraba con orgullo golpeándose el pecho. «El primer pueblo del mundo.»

      –Éramos unos piojosos muertos de hambre cuando vivíamos en Asia, porque allí no había

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