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una enorme herida en su abdomen salía parte de sus tripas.

      La chica miraba con desesperación hacia el bosque, después al chico herido, después al comandante que seguía disparando. Estaba llegando al límite de sus fuerzas, el pelo negro estaba pegado a la cabeza por el sudor y la mugre, que recubrían todo su cuerpo de color de café con leche, al que se adhería la ropa empapada de fango maloliente.

      —¡Mayor! —volvió a llamar, con un grito histérico.

      Camden le respondió gritando a su vez, sin dejar de vomitar fuego hacia el bosque.

      —¡Ahora tenemos suficiente ventaja para que el helicóptero pueda aterrizar!

      »¡Adams! ¡Ahora!

      —¡Roger1, Señor!

      Adams inició el descenso, pero cuando estaba a unos seis metros de cota el rotor de cola se paró y el helicóptero entró en autorrotación. El piloto intentó inútilmente hacer funcionar el rotor, al mismo tiempo que maniobraba para intentar elevar el aparato.

      —¡Emergencia, emergencia! ¡Quitaos de ahí! —gritó Adams.

      Camden percibió el helicóptero fuera de control por el rabillo del ojo, y comprendió la situación inmediatamente. No tenían tiempo para huir, y, de todas formas, ser aplastado por el helicóptero que se precipitaba era preferible al atroz destino que se aproximaba desde el bosque. En su cara se pintó una sonrisa irónica y su mirada se iluminó con una luz diabólica, la expresión de un hombre que mira cara a cara a su propia muerte, y al desafío que se le presenta. Siguió disparando brutalmente en la oscuridad, sin ni siquiera sentir el dolor del metal incandescente o el peso del arma.

      La chica comprendió.

      —¡No! —gritó desesperada, con toda la energía que le quedaba—. ¡No, no, no! ¡Ahora no! —sollozó desesperada—. Estábamos tan cerca, tan cerca... ¡¿por qué?! ¡¿Por qué?!

      Bajó la mirada hacia el chico herido, y un inmenso desaliento le anegó el alma. Estaban a un paso de la muerte, ahora.

      Su corazón palpitó.

      Y en ese momento terrible, mientras sujetaba a su chico, con el helicóptero que podía aplastarla en cualquier momento, con el tronar de la ametralladora que le descomponía los miembros, y con las piernas sumergidas hasta los muslos en aquella agua fétida, sus pensamientos se centraron en aquello que ella había ignorado durante tanto tiempo, y que había encerrado en una esquina recóndita de su memoria.

      Levantó su mirada al cielo, y con las lágrimas que le regaban las mejillas azotadas por el viento cíclico generado por el helicóptero averiado, empezó a rezar.

      —Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en el cielo como en la tierra...

      Primera parte

       «Estás con nosotros, Ryuu,

       estás con nosotros.

       Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,

       y sabremos que nos estás esperando

       con tus fuertes brazos abiertos.

       Subirás al barco como la espuma de las olas

       y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,

       como las noches pasadas,

       cuando tus ojos y tu sonrisa

       nos hacían afrontar la tempestad con alegría.»

       Noboru.

      Capítulo I

      Todo empezó de manera casual, como sucede a menudo en estos casos.

      El estudiante Marlon se disponía a recoger los instrumentos que estaban sobre la mesa de un laboratorio de física de la Universidad de Manchester, gruñendo, irritado, porque el profesor Drew le había impuesto hacerlo cuando estaba saliendo para a ir a casa.

      —Recoge mi experimento, Marlon, antes de irte, ¡de todas maneras no funciona! —le había ordenado.

      ¿No podía esperar al día siguiente? Ya era tarde, por la noche, ¿quién diablos habría venido a controlar si habían dejado el laboratorio ordenado?

      —¡Bah! —suspiró, resignado, Marlon—, el camino de la física pasa también a través de las angustias de los profesores viejos.

      Había apoyado su bocadillo de jamón en una placa de acero que habían utilizado para el experimento, ya que acababa de desenvolverlo justo antes de que Drew le diera la orden, y aquella superficie le parecía la más limpia del laboratorio en ese momento.

      Iba a coger unos aparatos cuando el gato del laboratorio, de pelo largo anaranjado, saltó ágilmente sobre la mesa, caminó sobre el teclado del ordenador, mordió la parte superior del bocadillo, apartó con sus patas algunas regulaciones micrométricas y, finalmente, saltó al suelo. Todo en unas pocas décimas de segundo.

      Marlon dejó escapar un grito ahogado y empezó a perseguir al gato, el cual se refugió en un instante en lo alto de la estantería más alta del laboratorio.

      El estudiante llegó furioso al pie de la estantería, agitando los puños en dirección al gato y haciéndolo objeto de adjetivos poco amables, y luego, como persona razonable que era, estimó que la energía requerida para una recuperación incierta del alimento robado era superior a la energía que este le habría proporcionado, así que se calmó y se dio por vencido, pensando que, de alguna manera, así salía ganando él. Dirigió una última mirada de reprobación al gato y volvió a la mesa.

      Cuando se encontró delante de los restos de su pobre bocadillo y lo observó, se bloqueó de golpe y, a medida que la conciencia se abría camino en su mente, fue entrando en una especie de trance, con los ojos fuera de las órbitas, disparados, fijos en el bocadillo, mientras un sudor frío salía de su frente y empezaba a gotear copiosamente por su cuerpo, ya de por sí húmedo, con la ropa empapada, las manos temblorosas, los pulmones con espasmos buscando aire desesperadamente.

      Más o menos en el centro del bocadillo, un poco hacia arriba a la derecha, faltaba un trozo, y ese trozo no era de una forma cualquiera, lo que habría hecho pensar que era un trozo que el gato había arrancado junto al resto. No, era una porción de unos cuatro centímetros de longitud, ancha un centímetro y ondulada paralelamente a los lados más largos, los horizontales.

      No había indicios de quemaduras, migas o residuos de cualquier otro tipo, olores o vapores de combustión. Simplemente, esa parte del bocadillo ya no estaba.

      Ese trozo con forma de sándwich había sido ¿desplazado?, ¿desintegrado? ..., ¿qué?

      En la cabeza de Marlon pasaron a la velocidad del rayo todas las hipótesis de las que tenía conocimiento, ortodoxas o no, y mientras tanto la catalepsia empezó a retirarse, la respiración tornó progresivamente a la normalidad y él retornó al presente.

      Marlon no lo sabía todavía con certeza, pero la Historia de la humanidad estaba en un punto de inflexión crucial.

      En ese momento.

      Para siempre.

      Capítulo II

      Prestando mucha atención para no tocar mínimamente la mesa, y con la mirada fija en el gato, ovillado en la estantería a unos diez metros de distancia y dispuesto a mordisquear el trozo de pan, Marlon se movió hacia el teléfono instalado en la pared, a su espalda. Intentó recordar el número de casa de Drew: lo había llamado una vez para pedirle ayuda sobre una tarea. Acababa en 54, ¿o en 45?

      —Oh, ¡al infierno!

      Compuso el primer número y, después de una breve espera, el profesor respondió al teléfono:

      —¡Cof...!

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