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faltaba lo más importante: el pavo, protagonista de la gastronómica fiesta; y la señora y su cochero, empujados rudamente por la corriente humana, atravesaron una profunda portada semejante a un túnel, viéndose en el Clòt, en la plaza Redonda, que parecía un circo con su doble fila de balcones.

      Sobre el rumor del gentío, que encerrado y oprimido en tan estrecho espacio tenía bramidos de amor tempestuoso, destacábase el agudo chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo y jactancioso, y el monótono y discordante quejido del triste pato, que, vulgar hasta en su muerte, sólo conseguía atraerse la atención de los compradores pobres.

      Sobre el suelo, con las patas atadas, recordando tal vez en aquella atmósfera de sofocación y estruendo las tranquilas llanuras de la Mancha o las polvorientas carreteras por donde vinieron siguiendo la caña del conductor, estaban los pavos, con sus pardas túnicas y rojas caperuzas, graves, melancólicos, reflexivos, formando coro como conclave de sesudos cardenales y moviendo filosóficamente su moco inflamado, para lanzar siempre el mismo cloc-cloc-cloc prolongado hasta lo infinito.

      Doña Manuela buscó lo más raro y costoso del Mercado: tres pares de perdices, que bailoteaban con descoco dentro de una jaula, mostrando sus polonesas encarnadas. Visanteta las arreglaría para la cena de la noche. Después compró el pavo, un animal enorme que Nelet cogió con cariño casi fraternal, después de tentarle varias veces los muslos con una admiración que estallaba en brutales carcajadas.

      ¡Fuera de allí! La señora deseaba salir del Clòt, donde la gente se codeaba con la mayor grosería y por dos veces había estado su velo próximo a rasgarse. Ella y Nelet, que marchaban con cuidado para librar al pavo de tropezones, entraron otra vez en el Trench, buscando los postres, la tiendecilla del turronero establecido en un portal.

      Allí estaba el de Jijona, con sombrerón de terciopelo, traje de paño negro y el ancho cuello de la camisa sujeto por un broche de plata. Al lado la mujer, con su rostro redondo y sonrosado de manzana y el pelo estirado cruelmente hacia la nuca, cayendo en gruesa trenza por la espalda sobre la pañoleta de vistosos colores. La mesa blanca, de inmaculada pureza, sustentaba, formando columna, las cajitas de áspera película conteniendo el harinoso turrón, los cajones de peladillas y las uvas puntiagudas, hábilmente conservadas, lustrosas y transparentes, como de cera, y con un delicado color de ámbar.

      Cuando doña Manuela volvió a entrar en el mercado comenzaba a anochecer y la concurrencia aumentaba por momentos. Todas las bocacalles vomitaban gentío dentro de la plaza, en la que el crepúsculo sembraba a miles los puntos luminosos. Brillaba el gas en las tiendas; las vendedoras importantes encendían sus grandes reverberos de latón, y las pobres huertanas contentábanse con una vela de sebo resguardada por un cucurucho de papel.

      –¡Qué bonito…! ¡Mira, Nelet! Y la señora permaneció algunos instantes contemplando el aspecto fantástico de la plaza con tan original iluminación. Una lluvia de estrellas había caído sobre el Mercado. Los empujones de la multitud la volvieron a la realidad.

      Fue a salir de la plaza, cuando otra vez la detuvo el escuadrón perseguido de chicuelas vendedoras.

      Ahora no corrían. Marchaban al paso, tímidas, anonadadas, haciendo comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compañera infeliz que, retorciéndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada por un alguacil.

      El mísero rebaño pasó ante doña Manuela con triste chancleteo, y la señora no pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquellas cabelleras greñudas y encrespadas que servían de marco a rostros escuálidos y sucios, en los que la piel tomaba aspecto de corteza.

      ¡Gran Dios, qué gente! Y doña Manuela, viendo tales fachas, por una extraña relación de pensamientos, sujetó su bolso con las dos manos, como si alguien fuese a robarla.

      Después se tentó los bolsillos del gabán, y… ¡justo! ¡No eran falsas sus sospechas! Le habían robado el pañuelo.

      Indudablemente habría sido mucho antes, entre la agitación y los empujones del gentío; pero esto no impidió que la señora siguiese con la mirada iracunda el grupo sucio, maloliente y miserable que se alejaba, anonadado por el hambre y la pena, entre el oleaje de alimentos y de general alegría.

      Doña Manuela avanzó sus labios en señal de desprecio.

      ¡Cómo estaba el mundo! No había religión, orden ni autoridad, y… ¡claro! era imposible que una persona decente saliese a la calle sin que la pillería le diera que sentir.

      II

      En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.

      Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y lo conducían a Valencia para «hacer suerte», o más bien, por librar a la familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.

      El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con los trajes de pana deslustrados en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como si pidiesen limosna, preguntando si necesitaban un criadico.

      Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba a por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada la oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya veracidad dudaban muchos.

      Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso pardalòt, giraba majestuosamente.

      –¡Mia, chiquio, qué pájaro…! ¡Cómo se menea…!—decía el padre.

      Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.

      El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y lo metiese en su casa, aunque no le faltase criadico.

      La miseria del hogar, la abundancia de hijos, y sobre todo la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para cogerlos.

      El que iba allá abajo, se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en cuenta.

      Al hacer la estadística de los abandonados ante la veleta de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.

      Otros mostrábanse malhumorados y negaban rotundamente cuando

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