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el ensayo no veía un Nabucodonosor que parecía el rey de bastos, ni un Atila semejante a un cabrero, sino un caballero particular que cantaba bien y estaba preocupado de veras con sus cosas, verbigracia, la mala paga, el mal tiempo que le tomaba la voz, o el correo que le traía malas noticias. Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana, preocupados con los propios y los ajenos gorgoritos.—¡Cómo hay valiente—pensaba él—, que se decida a fiar su existencia del fagot, o del cornetín o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo segundo, con veinte reales diarios, que es lo más bajo que se puede cantar! Yo, por ejemplo, sería un flauta pasable, pero ¡por cuanto hay no me atrevería a escaparme de casa y a ir por esos mundos hasta Rusia, tapando huecos en una orquesta! Acaso a mi dignidad y a mi independencia les estuviera mejor emprender esa carrera; pero ¡antes me tiro al agua! El azar… lo imprevisto… el pan dudoso, ¡qué miedo! Y por lo mismo que él se creía incapaz de ser artista, en el sentido de echar a correr sin más que la flauta, por lo mismo admiraba más y más a aquellos hombres, que eran indudablemente de otra madera.

      Ya la cualidad de extranjero, y aun la menos extraordinaria de forastero, era para Bonifacio muy recomendable; no ser de su pueblo, de aquel pueblo mezquino donde habían nacido él y su mujer, constituía una ventaja; ser de muy lejos era una maravilla.... El mundo… el resto del mundo ¡debía de ser tan hermoso! Lo que él conocía era tan feo, tan poca cosa, que las bellezas que había soñado y de que hablaban los versos y los libros de aventuras, deberían de estar, de fijo, en todos esos lugares desconocidos.... En Méjico había visto poco bueno; pero al fin Méjico había sido colonia española, y se le había pegado la pequeñez de por acá. El verdadero extranjero era otro. Y de este venían los artistas, los cantantes.... Ser italiano, ser artista… ser músico, esto era miel sobre hojuelas y néctar sobre la miel. Y cuando el extranjero, el artista, el músico… era hembra, entonces el respeto y admiración de Bonifacio llegaban a ser religión, idolatría.... Por todo lo cual, y por lo antes apuntado, prefería con mucho ver a los cómicos tal como eran, a verlos pintados de reyes o de sacerdotisas respectivamente. En el ensayo, en el ensayo era donde se conocía al artista....

      Entró en el palco proscenio, a que estaban abonados desde tiempo inmemorial sus amigos de la tienda de Cascos; era el más bajo de los claros, que así se llamaba entonces a los que después se denominó plateas, y tenía, por ser de proscenio y estar medio escondido por una pared maestra, el apodo vulgar de faltriquera (años adelante bolsa). No había nadie en el palco. Reyes abrió la puerta, procurando evitar el menor ruido. Para él era el teatro el templo del arte, y la música una religión. Se sentó con movimientos de gato silencioso y cachazudo; apoyó los codos en el antepecho y procuró distinguir los bultos que como sombras en la penumbra cruzaban por el oscuro escenario. No había entonces baterías de gas y no podía llevarse la luz por delgados tubos, como años adelante se vio allí mismo, a una altura discrecional; las humildes candilejas alumbraban lo poco que podían, desde el tablado, como estrellas… de aceite, caídas. A la derecha del actor (así pensaba Reyes), alrededor de una mesa alumbrada apenas por un quinqué de luz triste, había un grupo de sombras que poco a poco fue distinguiendo. Eran el director de escena, el apuntador, un traspunte y un hombre gordo y pequeño, de panza extraordinaria, vestido con suma corrección, muy blanco, muy distinguido en sus modales; era el signor Mochi, empresario y tenor primero… y último de la Compañía. Otros grupos taciturnos vagaban por el foro, eran los coristas: el cuerpo de señoras estaba sentado en corro a la izquierda. Donde quiera que se juntaban aquellas damas pálidas y mal vestidas tendían, por la fuerza de la costumbre, a formar arcos de círculo, semicírculos y círculos según las circunstancias.

      Reyes había leído la Odisea en castellano y recordaba la interesante visita de Ulises a los infiernos; aquella vida opaca, subterránea del Erebo, donde opinaba él que tanto debían de aburrirse las almas de los que fueron, se le representaba ahora al ver a los tristes cómicos, silenciosos y vagabundos, cruzar el escenario oscuro, como espectros. Ya sabía él que otras veces reinaba allí la alegría, que aquello iría animándose; pero había siempre en los ensayos cuartos de hora tristes. Cuando al artista no le anima esa especie de alcohol espiritual del entusiasmo estético, se le ve caer en un marasmo parecido al que abruma a los desventurados esclavos del hachís y del opio.... Reyes había hecho a su modo un profundo estudio psicológico de los pobres tenores ex notables que venían a su pueblo averiados, como barcos viejos que buscan una orilla donde morir tranquilos, acostados sobre la arena; también sabía mucho de tiples de tercer orden que pretendían pasar por estrellas: aunque era muy joven todavía cuando había tenido ocasión de hacer observaciones, la reflexión serena le había ayudado no poco. Observaba compadeciendo, y compadecía admirando, de modo que el análisis llegaba verdaderamente al alma de las cosas. Lo que él no veía era el lado malo de los artistas. Todo lo poetizaba en ellos. Los contrastes fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de su vida de bastidores con la mezquina prosa de una existencia difícil, llena de los roces ásperos con la necesidad y la miseria, le parecían a Reyes motivos de poética piedad y daban una aureola de martirio a sus ídolos.

      Aquel día procuró, como siempre, atraer hacia sí la atención de las partes (el tenor, la tiple, el barítono, el bajo y la contralto), y esto solía conseguirlo sonriendo discretamente cuando algún cantante le miraba por casualidad después de atacar con valentía una nota, o de hacer cualquier primor de garganta, o también después de decir un chiste.

      Mochi, el tenor bajo y gordo, era como una ardilla y hablaba más que un sacamuelas, pero en italiano cerrado, y con suma elegancia en los modales. Hablaba con el maestro director que se reía siempre, y Reyes, que no entendía a Mochi, pero que creía adivinarle, sonreía también. Como no había nadie más que él en calidad de mero espectador del ensayo, el tenor no tardó en notar su presencia y sus sonrisas, y al poco rato ya le consagraba a él, a Reyes, todos sus concetti. Tanto se lo agradeció Bonifacio, que al tiempo de levantarse para salir del palco deliberó consigo mismo si debía saludar al tenor con una ligera inclinación de cabeza. Miró Mochi a Reyes… y Reyes, poniéndose muy colorado, sacudió su hermosa cabellera con movimientos de maniquí, y se fue a su casa… impregnado del ideal.

      -V-

      Por la noche Emma le echó del seno del hogar por algunas horas, y Bonifacio volvió al ensayo. Ahora no estaba sólo en calidad de público; en todas las faltriqueras había abonados, y en la de los tertulios de Cascos se destacaba la respetable personalidad del Gobernador militar, que honraba a aquellos señores aceptando un asiento en lo oscuro. Reyes se sentó en primera fila, y en cuanto Mochi miró hacia el palco, le saludó con el sombrero. No contestó el tenor por lo pronto, lo cual desconcertó al buen aficionado, principalmente por lo que pensarían sus amigos; mas ¡oh gloria inmortal, oh momento inolvidable!, al lado de Mochi, frente a la cáscara del apuntador, había una mujer, una señora, con capota de terciopelo, debajo de la cual asomaban olas de cabello castaño claro y fino; y aquella mujer, aquella señora que había notado el saludo de Reyes, tocó familiarmente con una mano enguantada en un hombro del tenor, y le debió de decir:

      –En aquel palco te han saludado.

      Ello fue que Mochi se volvió con rapidísimo gesto, vio a Reyes y se deshizo en cortesías....

      En el palco todos envidiaron aquello, hasta el brigadier Gobernador militar de la provincia; y más envidiaron la sonrisa con que la dama de la capota se atrevió a acompañar el saludo de Mochi, muy satisfecha, al parecer, de haberle advertido su distracción.

      Reyes encontró en sus ojos la mirada de la Gorgheggi—que no era otra la dama—y muchas veces, muchas, pensando después en aquel momento solemne de su vida, tuvo que confesarse que impresión más dulce ni tan fuerte no la había experimentado en toda su juventud, tan romántica por dentro.

      «Una mirada así—se dijo en aquel instante—, sólo puede tenerla una extranjera que sea además artista. ¡Qué modestia en el atrevimiento, qué castidad en la osadía! ¡Qué inocente descaro, qué cándida coquetería!…».

      De las sonrisas y los saludos poco se tardó en pasar a las buenas palabras: Bonifacio y otros señores de su palco reían discretamente los chistes con que Mochi se

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