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Marisol.

      Como la joven estaba muy apenada y no podía tranquilizarse de ninguna manera, decidió que al día siguiente iría a visitar la casa de Elena para aclarar todo.

      Por la mañana tenía el ensayo del coro en la Catedral.

      Se puso uno de sus mejores vestidos y se peinó muy cuidadosamente. Terminado el ensayo, pidió al cochero que la llevara a la casa de la familia Rodríguez. No le había hecho saber nada a su madre de esta visita.

      Marisol se acercó en el coche a la entrada de la casa, se bajó y pidió que avisaran (anunciaran) a la señorita Rodríguez de su visita, pero el conserje le dijo que Elena no estaba en casa, que había salido muy temprano con unas amigas a algún sitio.

      Quería preguntarle al conserje, si estaba el joven señor Rodríguez, pero en aquel momento, éste de súbito apareció delante de la chica, saliendo detrás de la puerta. Se veía que tenía prisa.

      Enrique se quedó desconcertado al verla; era evidente que no esperaba este encuentro.

      – Hola Enrique! – le saludó la chica con una alegría fingida – he venido para visitar a tu hermana ¡pero me alegra mucho verle!

      – Hola Marisol – le contestó el muchacho evitando mirar su ojos – también me alegro de nuestro encuentro.

      Marisol le observaba con una mirada interrogadora, pero era obvio que Enrique no estaba dispuesto a continuar la conversación.

      – 

      Perdóname, tengo mucha prisa – farfulló – no tengo tiempo, y con estas palabras se montó de un salto en su caballo que le estaba esperando cerca de la entrada, y desapareció de la vista tras doblar la esquina.

      Marisol se sintió como si le hubieran dado una bofetada; callada, se subió al coche y volvió a casa.

      Al verla llegar, Doña Encarnación se alarmó por notar como estaba, en tal estado de ánimo.

      – Mamá, acabo de ver a Enrique – le dijo la chica a su madre en voz baja, pero no se puso alegre por verme, ni siquiera tuvo ganas de hablar conmigo y apenas si me saludó.

      Doña Encarnación suspiró dolorosamente.

      – Bueno, quizás así sea mejor, hija mía, ya ves que no tiene ningún sentimiento hacia ti. Te has liberado de tus ilusiones. Enrique es un joven calavera. Ten en cuenta, que su familia no es rica, así que quizá sólo por eso él tuviera un interés hacia ti, o tal vez le hizo perder la cabeza una señorita liviana. Intentaré saber algo de ella, conocer algo, lo que sea, ya veré. Su hermana es igual, le gusta estar en el centro de atención de todos y enamorar a los demás de ella.

      Doña Encarnación se quedó callada un rato.

      – Lo que sientes, es penoso y doloroso, pero se te pasará, mi hijita – dijo cariñosamente a la chica – ahora te das cuenta quien es realmente Enrique Rodríguez Guanatosig. No es tu pareja, olvídate, ni siquiera vale lo que vale tu meñique, aún eres joven, estoy segura que ya encontrarás a un buen hombre de quien te enamorarás, con quien te casarás y tendrás una buena familia.

      Marisol entonces se acordó, de que ya había oído de su madre estas palabras hace dos años, cuando estaba enamorada del cantante del coro de iglesia. Se puso a sollozar, y Doña Encarnación la abrazó intentando consolarla.

      – Mamá ¿me permites que me vaya a Andalucía, a nuestra finca? – le preguntó la chica, al cesar de llorar – allí me sentiré mejor.

      – Claro que sí, mi hijita – le contestó la madre – pero quiero recordarte que pronto se celebrará un baile en la casa de nuestro alcalde que se organiza por motivo de la boda de su hija. Las mejores familias de Madrid han sido invitadas, así pues, tenemos que asistir. Quizás, en este baile encuentres a un hombre decente de quien te enamores.

      – Está bien, mamá – le dijo Marisol con voz baja. – pero luego me iré inmediatamente ¿vale?

      Capítulo 8

      Faltaba sólo un día para el baile de la ciudad, y en la casa de la Fuente se realizaban preparaciones a toda marcha, para este acontecimiento. Marisol e Isabel estaban probándose nuevos vestidos y adornos.

      Roberto, su hermano mayor, que había venido a casa para el fin de semana, también iba con todos. Los sirvientes estaban limpiando su capa y traje de ceremonia.

      Marisol protestaba y se auto-regañaba probándose el vestido de corsé con rudas varillas en la espalda, arcos en las caderas y el duro collarín ondulado de algodón que le apretaba el pescuezo. Así era la moda en aquella época, y todas las damas nobles tenían que seguirla. .

      – ¿Quién inventó todas estas varillas y arcos? – decía la chica, muy molesta, – ¿acaso no se puede llevar la ropa, sin que tenga todas estas cosas?

      – Así es costumbre, mi hija, – le decía Doña Encarnación tratando de tranquilizarla – pertenecemos a la alta sociedad y debemos cumplir sus requisitos.

      – No me gusta nada esta sociedad, son todos tan falsos y envidiosos, todos fingen pretendiendo ser lo que realmente no son, pero por sus adentros quieren humillarte o hacerte daño y de esta manera destacarse y llamar la atención.

      – Marisol ¡qué cosas dices! – exclamó Doña Encarnación asustada – ojalá nadie te oiga! Sé que eres lista, distinta de los demás, pero ¡ten cuidado! ¡No atraigas la atención hacia tu persona!, cumple por lo menos, las principales reglas de urbanidad. Los espías de la Inquisición se encuentran por todos lados buscando a quien más mandar al fuego, y además hay muchas personas envidiosas que en cuanto puedan, aprovechan tus palabras para calumniarte ¡no sabes cuánto me preocupo por ti, Marisol!

      – Está bien mamá, intentaré parecer así como se debe, aguantar estas miradas y cortejos hipócritas ¡ojalá pronto se termine todo para que yo pueda retirarme a nuestra finca cerca de Córdoba! Allí me siento bien, – refunfuñaba Marisol – no hace falta llevar estos horribles vestidos de corsé, peinarse de la misma manera, igual que los demás, sonreír y adular a todos incluso cuando alguien te parezca antipático!.

      – Ay mi hija, mi hija – le contestó Doña Encarnación suspirando – ¡ten cuidado, mi niña, te lo ruego!

      – Pues estoy de acuerdo con Marisol – se metió en su conversación Isabel – ¡eso es justo lo que dice mi hermana!

      – Vaya, ¡tú también! – exclamó la madre de las chicas – !cállate por Dios!

      La hermana menor de Marisol aún no había experimentado decepciones de amor; estaba muy contenta con el hecho de que se la hubieran llevado del monasterio para vivir las vacaciones. Y el baile le parecía una aventura divertida.

      Al día siguiente, el coche que llevaba toda la familia Echevería de la Fuente – menos al hijo menor, quien se había quedado en casa con su abuela – llegó al Palacio del alcalde.

      Aquí, cerca de la entrada, reinaba un bullicio increíble. A cada rato venían coches nuevos de donde se bajaba la gente, todos emperifollados aparatosamente, riéndose, charlando, saludando y dando reverencias a los demás.

      El mismo alcalde recibía a sus huéspedes enfrente de su casa, al verlos saludó con alegría a toda la familia Echevería de la Fuente; estos entraron al palacio dirigiéndose a la sala principal, decorada con terciopelo azul, donde ya se había reunido mucha gente. Al lado, se encontraba otra sala, más pequeña, en donde sobre las mesas grandes para los invitados habían sido servidos varios aperitivos a los invitados, para su agasajo.

      Roberta llevaba a su madre tomándola del brazo. Marisol e Isabel se mantenían juntas.

      En la sala Doña Encarnación enseguida encontró a unas amigas, con quienes entabló una conversación. Roberto, que también descubrió por allí a muchas personas conocidas, desapareció por algún sitio. Y mientras tanto, Marisol e Isabel observaban a los visitantes.

      En la parte opuesta de la sala, la chica vio a la familia Rodríguez: Don Luis, Elena y Enrique. Elena, vestida

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