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que estaban, y acaso su nuevo amigo pudiera darle algún consejo que le sirviese de algo. Así es que en pocas palabras le explicó el caso: cómo el rey Polidectes necesitaba la cabeza de Medusa, con la cabellera de serpientes, para dársela como regalo de boda a la hermosa princesa Hipodamia, y cómo se había comprometido a ir a buscarla, pero temía verse convertido en piedra.

      –Y sería lástima—dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—. Es verdad que serías una estatua de mármol de muy buen ver, y que pasarían unos cuantos siglos antes de que el tiempo pudiera desmoronarte del todo; pero más vale ser joven unos pocos años, que estatua de piedra muchos.

      –¡Oh, mucho más!—exclamó Perseo con los ojos húmedos otra vez—. Y además, ¿qué sería de mi madre, si su hijo tan querido se convirtiese en piedra?

      –Esperemos que el asunto no tenga tan mal fin—repuso Azogue en tono animoso—. Precisamente soy la persona que acaso pueda ayudarte más eficazmente. Mi hermana y yo haremos todo lo posible por que salgas con bien de esta aventura, que ahora te parece tan desagradable.

      –¿Tu hermana?—repitió Perseo.

      –Sí, mi hermana—respondió el desconocido—. Es muy sabia, te lo aseguro; y en cuanto a mí, también suelo tener todo el talento que me hace falta. Si tú eres valeroso y prudente, y haces caso de nuestros consejos, no tienes que temer, por ahora, convertirte en estatua de piedra. Lo primero que has de hacer es pulir el escudo, hasta que puedas verte en él como en un espejo.

      Esto le pareció a Perseo un principio de aventura más bien extravagante, porque pensó que más importaría que el escudo fuera lo bastante fuerte para defenderle de las garras de bronce de la Gorgona, que el que estuviese bastante reluciente para poderse ver la cara en él. Pero pensando que Azogue sabía más que él, inmediatamente puso manos a la obra, y frotó el escudo con tal diligencia y buen deseo, que pronto brilló como la luna en el mes de Diciembre. Azogue le miró y sonrió, aprobando. Entonces, quitándose la espada corta y retorcida, se la colgó a Perseo del cinto, en vez de la que llevaba.

      –No hay espada en el mundo que pueda servir mejor al propósito que llevas—observó—. La hoja tiene temple excelente, y corta el hierro y el acero como un tallo tierno. Y ahora, en marcha: lo primero que tenemos que hacer es ir en busca de las Tres Mujeres Grises, que nos dirán dónde podemos encontrar a las Ninfas.

      –¡Las Tres Mujeres Grises!—exclamó Perseo, a quien esto parecía únicamente una dificultad más en la aventura—. ¿Quiénes son esas Tres Mujeres Grises? Nunca he oído hablar de ellas.

      –Son tres viejecitas muy raras—dijo Azogue, riendo—. No tienen más que un ojo para las tres, y un diente. Tendrás que encontrarlas a la luz de las estrellas o en las sombras de la noche, porque nunca se dejan ver cuando brillan el sol o la luna.

      –Pero—dijo Perseo—, ¿a qué gastar el tiempo con esas Tres Mujeres Grises? ¿No sería mejor ir desde luego en busca de las terribles Gorgonas?

      –No, no—respondió su amigo—. Hay bastantes cosas que hacer antes de encontrar el camino que te ha de llevar a las Gorgonas. No hay más remedio que ir a caza de esas tres señoras. Y cuando las hayamos encontrado, puedes estar seguro de que las Gorgonas no andarán muy lejos. De modo que vamos ligerito.

      Perseo tenía ya tanta confianza en la sagacidad de su acompañante, que no hizo más objeciones, y aseguró que estaba pronto para emprender inmediatamente la aventura. Empezaron a andar, y a buen paso. Tan ligero, que a Perseo le costaba trabajo seguir a su amigo Azogue. A decir verdad, se le ocurrió la peregrina idea de que Azogue llevaba un par de zapatos con alas, lo cual, naturalmente, le ayudaba a las mil maravillas. Y, además, al mirarle de reojo, porque no se atrevía a volver del todo la cabeza, le pareció que también tenía alas a los lados de la cabeza, aunque si le miraba de frente no se veían las alas, sino un gorro muy raro. Lo que sí era seguro es que el bastón trenzado le servía a Azogue de grandísima ayuda para caminar, y le hacía andar tan de prisa, que aunque Perseo era muchacho fuerte, ya empezaba a perder el aliento.

      –¡Vamos!—exclamó al fin Azogue, que de sobra sabía, vivo como era, el trabajo que a Perseo le costaba seguirle a su paso—; toma este bastoncito, que me parece que lo necesitas bastante más que yo. ¿No hay en la isla de Serifo mejores andarines que tú?

      –Mejor podría andar—dijo Perseo, mirando atrevidamente los pies de su compañero—, si tuviese un par de zapatos con alas.

      –Buscaremos un par para ti—respondió Azogue.

      Pero el bastón ayudaba de tal modo a Perseo, que no volvió a sentir el menor cansancio. Parecía estar vivo en su mano y comunicar algo de su vida a Perseo. Él y Azogue caminaban ahora al mismo paso, con la mayor facilidad, hablando amistosamente, y Azogue contaba historias tan divertidas sobre sus aventuras anteriores, y lo bien que su ingenio le había servido en muchas ocasiones, que Perseo empezó a considerarle como persona maravillosa. Evidentemente conocía el mundo, y nada es tan encantador para un joven como un amigo que posea esta clase de conocimiento. Perseo escuchaba con ansia, esperando aumentar su propio ingenio con todo lo que oía.

      Por fin recordó que Azogue había hablado de una hermana suya, que había de prestar ayuda en la aventura que tenían emprendida.

      –¿Dónde está?—preguntó—. ¿La encontraremos pronto?

      –En cuanto la necesitemos—dijo su compañero—. Pero debo advertirte que esta hermana mía tiene un genio completamente distinto del mío. Es muy seria y muy prudente; no sonríe casi nunca; no se ríe jamás, y tiene por regla no pronunciar ni una sola palabra cuando no tiene algo muy profundo que decir. Ni tampoco escucha conversación alguna que no sea absolutamente razonable.

      –¡Pobre de mí!—exclamó Perseo—. No me atreveré a pronunciar ni una sílaba delante de ella.

      –Es una persona instruidísima, te lo aseguro—continuó Azogue—, y tiene al dedillo todas las artes y las ciencias. En una palabra: es tan asombrosamente sabia, que muchas gentes la llaman la sabiduría personificada. Pero, para decirte la verdad, para mi gusto le falta viveza, y dudo que a ti te pareciese tan agradable como yo para compañera de viaje. Tiene cosas buenas, desde luego, y ya verás de cuánto te sirve para tu encuentro con las Gorgonas.

      Ya había anochecido casi por completo. Llegaron entonces a un sitio completamente desierto, silvestre, cubierto de malezas y zarzas, y tan solitario y silencioso, que parecía como si nunca nadie hubiese vivido en él ni hubiese pasado por allí. Todo estaba vacío y desolado en el crepúsculo gris, que a cada instante se hacía más obscuro. Perseo miró en derredor, más bien con desconsuelo, y preguntó si tenían que ir mucho más lejos.

      –Chiss, chiss…—susurró su compañero—. No hagas ruido. Precisamente éstos son el tiempo y el lugar propicios para encontrar a las Tres Mujeres Grises. Ten cuidado de que no te vean antes de que tú las hayas visto, porque aunque no tienen más que un ojo para las tres, es tan perspicaz como media docena de ojos vulgares.

      –Pero, ¿qué tengo que hacer—preguntó Perseo—cuando las encontremos?

      Azogue explicó a Perseo cómo se las arreglaban las Tres Mujeres Grises con su único ojo. Parece que tenían la costumbre de usarle por turno, como si hubiese sido un par de lentes o—cosa que les hubiese convenido mejor—un monóculo. Cuando una de las tres le había disfrutado durante algún tiempo, se le sacaba de la órbita y se le daba a otra de las hermanas, la cual inmediatamente se le ajustaba en la frente y gozaba un ratito de la vista del mundo. Fácil es de comprender por esto que sólo una de las mujeres veía, mientras las otras dos permanecían en la obscuridad, y además, en el instante en que el ojo estaba pasando de mano en mano, ninguna de las pobres señoras veía gota. He oído contar muchas cosas extrañas en mi vida y he visto bastantes; pero ninguna, a mi parecer, puede compararse con la rareza de estas Tres Mujeres Grises, todas mirando con un ojo solo.

      Esto mismo pensó Perseo, y estaba tan lleno de asombro, que llegó a figurarse que su compañero se estaba burlando de él y que no existían en el mundo semejantes mujeres.

      –Pronto te convencerás de si es verdad o no—observó Azogue—. Chiss, chiss, chiss… ¡Ya vienen!

      Perseo

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