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no se tiene particular amor, sólo se lo hace por tratarse de un ministro y magistrado del príncipe. Los ejemplos de estas dos clases de gobierno se hallan hoy en el Turco y en el rey de Francia. Toda Turquía está gobernada por un solo señor, del cual los demás habitantes son siervos; un señor que divide su reino en sanjacados, nombra sus administradores y los cambia y reemplaza a su antojo. En cambio, el rey de Francia está rodeado por una multitud de antiguos nobles que tienen sus prerrogativas, que son reconocidos y amados por sus súbditos y que son dueños de un Estado que el rey no puede arrebatarles sin exponerse. Así, si se examina uno y otro gobierno, se verá que hay, en efecto, dificultad para conquistar el Estado del Turco, pero que, una vez conquistado, es muy fácil conservarlo. Las razones de la dificultad para apoderarse del reino del Turco residen en que no se puede esperar ser llamado por los príncipes del Estado, ni confiar en que su rebelión facilitará la empresa. Porque, siendo esclavos y deudores del príncipe, no es nada fácil sobornarlos; y aunque se lo consiguiese, de poca utilidad sería, ya que, por las razones enumeradas, los traidores no podrían arrastrar consigo al pueblo. De donde quien piense en atacar al Turco reflexione antes en que hallará el Estado unido, y confíe más en sus propias fuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una vez vencido y derrotado en campo abierto de manera que no pueda rehacer sus ejércitos, ya no hay que temer sino a la familia del príncipe; y extinguida ésta, no queda nadie que signifique peligro, pues nadie goza decrédito en el pueblo; y como antes de la victoria el vencedor no podía esperar nada de los ministros del príncipe, nada debe temer después de ella.

      Lo contrario sucede en los reinos organizados como el de Francia, donde, si te traes a algunos de los nobles, que siempre existen descontentos y amigos de las mudanzas, fácil te será entrar. Estos, por las razones ya dichas, pueden abrirte el camino y facilitarte la conquista; pero si quieres mantenerla, tropezarás después con infinitas dificultades y tendrás que luchar contra los que te han ayudado y contra los que has oprimido.No bastará que extermines la raza del príncipe: quedarán los nobles, que se harán cabecillas de los nuevos movimientos, y como no podrás conformarlos ni matarlos a todos perderás el Estado en la primera oportunidad que se les presente.

      Ahora, si se medita sobre la naturaleza del gobierno de Darío, se advertirá que se parecía mucho al del Turco. Por eso fue preciso que Alejandro lo derrotará completamente y le cortara la campaña. Después de la victoria, y muerto Darío, Alejandro quedó dueño tranquilo del Estado, por las razones discurridas. Y si los sucesores hubiesen permanecido unidos, habrían podido gozar en paz de la conquista, porque no hubo en el reino otros tumultos que los que ellos mismos suscitaron. Pero es imposible conservar con tanta seguridad un Estado organizado como el de Francia. Por ejemplo, los numerosos principados que había en España, Italia y Grecia explican las recuentes revueltas contra los romanos y mientras perduró el recuerdo de su existencia, los romanos nunca estuvieron seguros de su conquista; pero una vez el recuerdo borrado, se convirtieron, gracias a la duración y al poder del imperio, en sus seguros dominadores. Y así después pudieron, peleándose entre sí, sacar la parte que les fue posible en aquellas provincias, de acuerdo con la autoridad que tenían en ellas; porque, habiéndose extinguido la familia de sus antiguos señores, no se reconocían otros dueños que los romanos. Considerando, pues, estas cosas, no se asombrará nadie de la facilidad con que Alejandro conservó el Estado de Asia, y de la dificultad con que los otros conservaron lo adquirido como Pirro y muchos otros. Lo que no depende de la poca o mucha virtud del conquistador, sino de la naturaleza de lo conquistado.

      Capítulo 5 De qué modo hay que gobernar las ciudades o principados que, antes de ser ocupados, se regían por sus propias leyes

      Hay tres modos de conservar un Estado que, antes de ser adquirido, estaba acostumbrado a regirse por sus propias leyes y a vivir en libertad: primero, destruirlo; después, radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número de personas, para que se encargue de velar por la conquista. Como ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder del príncipe, no ha de reparar en medios para conservarle el Estado. Porque nada hay mejor para conservar -si se la quiere conservar- una ciudad acostumbrada a vivir libre que hacerla gobernar por sus mismos ciudadanos.

      Ahí están los espartanos y romanos como ejemplo de ello. Los espartanos ocuparon a Atenas y Tebas, dejaron en ambas ciudades un gobierno oligárquico, y, sin embargo, las perdieron. Los romanos, para conservar a Capua, Cartago y Numancia, las arrasaron, y no las perdieron. Quisieron conservar a Grecia como lo habían hecho los espartanos, dejándole sus leyes y su libertad, y no tuvieron éxito: de modo que se vieron obligados a destruir muchas ciudades de aquella provincia para no perderla. Porque, en verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por baluarte el nombre de libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el tiempo ni los beneficios. Por mucho que se haga y se prevea, si los habitantes no se separan ni se dispersan, nadie se olvida de aquel nombre ni de aquellos estatutos, y a ellos inmediatamente recurren en cualquier contingencias, como hizo Pisa luego de estar un siglo bajo el yugo florentino. Pero cuando las ciudades o provincias están acostumbradas a vivir bajo un príncipe, y por la extinción de éste y su linaje queda vacante el gobierno, como por un lado los habitantes están habituados a obedecer y por otro no tienen a quién, y no se ponen de acuerdo para elegir a uno de entre ellos, ni saben vivir en libertad, y por último tampoco se deciden a tomar las armas contra el invasor, un príncipe puede fácilmente conquistarlas y retenerlas. En las repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias de venganza. El recuerdo de su antigua libertad no les concede, no puede concederles un solo momento de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es destruirlas o radicarse en ellas.

      Capítulo 6 De los principados nuevos que se adquieren con las armas propias y el talento personal

      Nadie se asombre de que, al hablar de los principados de nueva creación y de aquellos en los que sólo es nuevo el príncipe, traiga yo a colación ejemplos ilustres. Los hombres siguen casi siempre el camino abierto por otros y se empeñan en imitar las acciones de los demás. Y aunque no es posible seguir exactamente el mismo camino ni alcanzar la perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar en el camino seguido por los grandes e imitar a los que han sido excelsos, para que, si no los iguala en virtud, por lo menos se les acerque; y hacer como los arqueros experimentados, que, cuando tienen que dar en blanco muy lejano, y dado que conocen el alcance de su arma, apuntan por sobre él, no para llegar a tanta altura, sino para acertar donde se lo proponían con la ayuda de mira tan elevada.

      Los principados de nueva creación, donde hay un príncipe nuevo, son más o menos difíciles de conservar según que sea más o menos hábil el príncipe que los adquiere. Y dado que el hecho de que un hombre se convierta de la nada en príncipe presupone necesariamente talento o suerte, es de creer que una u otra de estas dos cosas allana, en parte, muchas dificultades. Sin embargo, el que menos ha confiado en el azar es siempre el que más tiempo se ha conservado en su conquista. También facilita enormemente las cosas el que un príncipe, al no poseer otros Estados, se vea obligado a establecerse en el que ha adquirido. Pero quiero referirme a aquellos que no se convirtieron en príncipes por el azar, sino por sus virtudes. Y digo entonces que, entre ellos, loa más ilustres han sido Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros no menos grandes. Y aunque Moisés sólo fue un simple agente de la voluntad de Dios, merece, sin embargo, nuestra admiración, siquiera sea por la gracia que lo hacia digno de hablar con Dios. Pero también son admirables Ciro y todos los demás que han adquirido o fundado reinos; y si juzgamos sus hechos y su gobierno, hallaremos que no deslucen ante los de Moisés, que tuvo tan gran preceptor. Y si nos detenemos a estudiar su vida y sus obras, descubriremos que no deben a la fortuna sino el haberles proporcionado la ocasión propicia, que fue el material al que ellos dieron la forma conveniente. Verdad es que, sin esa ocasión, sus méritos de nada hubieran valido; pero también es cierto que, sin sus méritos, era inútil que la ocasión se presentara. Fue, pues,. necesario que Moisés hallara al pueblo de Israel esclavo y oprimido por los egipcios para que ese pueblo, ansioso de salir de su sojuzgamiento, se dispusiera

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