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será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, soy perdida. Si no hubieran ahorcado á Panglós, dixo Candido, el nos daria consejo en este apuro, porque era eminente filósofo; pero pues el nos falta, consultemos con la vieja. Era esta muy discreta, y empezaba á decir su parecer, quando abriéron otra puertecilla. Era la una de la noche; habia ya principiado el domingo, dia que pertenecia al señor inquisidor. Al entrar este ve al azotado Candido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada, y la vieja dando consejos.

      En este instante le ocurriéron á Candido las siguientes ideas, y discurrió así: Si pide auxîlio este varon santo, infaliblemente me hará quemar, y otro tanto podrá hacer á Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi contrincante, y yo estoy de vena de matar; pues no hay que detenerse. Fué este discurso tan bien hilado como pronto; y sin dar tiempo á que se recobrase el inquisidor del primer susto, le pasó de parte á parte de una estocada, y le dexó tendido cabe el Judío. Buena la tenemos, dixo Cunegunda: ya no hay remision; estamos excomulgados, y es llegada nuestra última hora. ¿Cómo ha hecho vm., siendo de tan suave condicion, para matar en dos minutos á un prelado y á un Judío? Hermosa señorita, respondió, quando uno está enamorado, zeloso, y azotado por la inquisicion, no sabe lo que se hace.

      Rompió entónces la vieja el silencio, y dixo: En la caballeriza hay tres caballos andaluces con sus sillas y frenos; ensíllelos el esforzado Candido; esta señora tiene moyadores y diamantes; montemos á caballo, y vamos á Cadiz, puesto que yo no me puedo sentar mas que sobre una nalga. El tiempo está hermosísimo, y da contento caminar con el fresco de la noche.

      Ensilló volando Candido los tres caballos, y Cunegunda, él, y la vieja anduviéron diez y seis leguas sin parar. Miéntras que iban andando, vino á la casa de Cunegunda la santa hermandad, enterráron á Su Ilustrísima en una suntuosa iglesia, y á Isacar le tiráron á un muladar.

      Ya estaban Candido, Cunegunda y la vieja en la villa de Aracena, en mitad de los montes de Sierra-Morena, y decian lo que sigue en un meson.

      CAPITULO X

       De la triste situacion en que, se viéron Candido, Cunegunda y la vieja; de su arribo á Cadiz, y como se embarcáron para América.

      ¿Quién me habrá robado mis doblones y mis diamantes? decia llorando Cunegunda; ¿cómo hemos de vivir? ¿qué hemos de hacer? ¿donde he de hallar inquisidores y Judíos que me den otros? ¡Ay! dixo la vieja, mucho me sospecho de un reverendo padre Franciscano que ayer durmió en Badajoz en nuestra posada. Líbreme Dios de hacer juicios temerarios; pero él dos veces entró en nuestro quarto, y se fué mucho ántes que nosotros. Ha, dixo Candido, muchas veces me ha probado el buen Panglós que los bienes de la tierra son comunes de todos, y cada uno tiene igual derecho á su posesion. Conforme á estos principios, nos habia de haber dexado el padre para acabar nuestro camino. ¿Con que no te queda nada, hermosa Cunegunda? Ni un maravedí, respondió esta. ¿Y qué nos harémos? exclamó Candido. Vendamos uno de los caballos, dixo la vieja; yo montaré á las ancas de el de la señorita, puesto que no me puedo sentar mas que sobre una nalga, y así llegarémos á Cadiz.

      En el mismo meson habia un prior de Benitos, que compró barato el caballo. Candido, Cunegunda y la vieja atravesáron á Lucena, á Cilla, y á Lebrixa, y llegaron en fin á Cadiz, donde estaban armando una esquadra para poner en razon á los reverendos padres jesuitas del Paraguay, que habian excitado á uno de sus aduares de Indios contra los reyes de España y Portugal, cerca de la colonia del Sacramento. Candido, que habia servido en la tropa bulgara, hizo á presencia del general de aquel pequeño exército el exercicio á la bulgara con tanto donayre, ligereza, maña, agilidad y desembarazo, que le dió este el mando de una compañía de infantería. Hétele pues capitan; con esta graduacion se embarcó en compañía de su Cunegunda, de la vieja, de dos criados, y de los dos caballos andaluces que habian sido del señor inquisidor general de Portugal.

      En la travesía discurriéron largamente cerca de la filosofía del pobre Panglós. Vamos á otro mundo, decia Candido, y sin duda que en el es donde todo está bien; porque en este nuestro hemos de confesar que hay sus defectillos en lo físico y en lo moral. Yo te quiero con toda mi alma, decia Cunegunda; pero todavía llevo el corazon traspasado con lo que he visto, y lo que he padecido. Todo irá bien, replicó Candido; ya el mar de este nuevo mundo vale mas que nuestros mares de Europa, que es mas bonancible, y los vientos son mas constantes: no cabe duda de que el nuevo mundo es el mejor de los mundos posibles. Plega á Dios, dixo Cunegunda; pero tan horrorosas desgracias han pasado por mi en el mio, que apénas si queda en mi corazon resquicio de esperanza. Vms. se quejan, les dixo la vieja; pues sepan que no han experimentado desventuras como las mias. Sonrióse Cunegunda del disparate de la buena muger que se alababa de ser mas desdichada que ella. ¡Ay! le dixo, madre, á ménos que haya vm. sido violada por dos Bulgaros, que le hayan dado dos cuchilladas en la barriga, que hayan demolido dos de sus granjas, que hayan degollado en su presencia dos padres y dos madres de vm., y que haya visto á dos de sus amantes azotados en un auto de fe, no se como pueda haber corrido mayores borrascas: sin contar que he nacido baronesa con setenta y dos quarteles en mi escudo de armas, y he sido cocinera. Señorita, replicó la vieja, vm. no sabe qual ha sido mi cuna; y si le enseñara mi trasero, no hablaria del modo que habla, y suspenderia el juicio. Excitó esta réplica fuerte curiosidad en los ánimos de Candido y Cunegunda, y la vieja la satisfizo en las siguientes razones.

      CAPITULO XI

       Que cuenta la historia de la vieja.

      No siempre he tenido yo los ojos lagañosos y ribeteados de escarlata; no siempre se ha tocado mi barba con mis narices, ni he sido siempre criada de servicio. Soy hija del papa Urbano X y la princesa de Palestrina. Hasta que tuve catorce años, me criáron en un palacio al qual no hubieran podido servir de caballeriza todas las quintas de barones tudescos, y era mas rico uno de mis trages que todas las magnificencias de la Vesfalia. Crecia en gracia, en talento y beldad, en medio de gustos, respetos y esperanzas, y ya inspiraba amor. Formábase mi pecho; pero ¡qué pecho! blanco, duro, de la forma del de la ve nus de Medicis; ¡y qué ojos! ¡qué pestañas! ¡qué negras cejas! ¡qué llamas salian de las niñas de mis ojos, que eclipsaban el resplandor de los astros, segun decian los poetas de mi barrio! Las doncellas que me desnudaban y me vestian se quedaban absortas quando me contemplaban por detras y por delante; y todos los hombres se hubieran querido hallar en su lugar.

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