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pero que me contentaré simplemente con bosquejar, porque mis oportunidades para estudiarla no han sido muchas. Me refiero á nuestro Administrador, al bizarro y antiguo general Miller quien, después de sus brillantes servicios militares y de haber gobernado por algún tiempo uno de los incultos territorios del Oeste, había venido, hacía veinte años, á pasar en Salem el resto de su honorable y agitada vida. El valiente soldado contaba ya unos setenta años de edad, y estaba abrumado de achaques que ni aun su marcial espíritu, ni los recuerdos de sus altos hechos podían mitigar. Solo con el auxilio de un sirviente, y asiéndose del pasamanos de hierro, podía subir lenta y dolorosamente las escaleras de la Aduana; y luego, arrastrándose con harto trabajo, llegar á su asiento de costumbre junto á la chimenea. Allí permanecía observando con sereno semblante á los que entraban y salían, en medio del rumor causado por la discusión de los negocios, la charla de la oficina, el crujir de los papeles, etc., todo lo cual parecía no influir en manera alguna en sus sentidos, ni mucho menos penetrar, perturbándola, en la esfera de sus contemplaciones. Su rostro, cuando el General se hallaba en semejante estado de quietud, era benévolo y afable. Si alguno se le acercaba en demanda de algo, iluminaba sus facciones una expresión de cortesía y de interés, que bien á las claras demostraba que aun ardía interiormente el fuego sagrado, y que sólo la corteza exterior se oponía al libre paso de su luz intelectual. Cuanto más de cerca se le trataba, tanto más sana se revelaba su inteligencia. Cuando no se veía como forzado á hablar ó á prestar atención á lo que se le decía, pues ambas operaciones le costaban evidentemente un esfuerzo, su rostro volvía á revestirse de la tranquila placidez de costumbre. Debo agregar que su aspecto no dejaba en el ánimo del que le contemplaba ninguna impresión penosa, pues nada acusaba en él la decadencia intelectual propia de la vejez. Su armazón corpórea, de suyo fuerte y maciza, no se estaba todavía desmoronando.

      Bajo condiciones tan poco favorables, era difícil estudiar su verdadero carácter y definirlo, como lo sería, por ejemplo, reconstruir, por medio de la imaginación, una antigua fortaleza como la de Ticonderoga, teniendo á la vista sólo sus ruinas. Aquí y acullá tal vez se encuentre un paño de muralla casi completo; pero en lo general se vé únicamente una masa informe, oprimida por su mismo peso, y á la que largos años de paz y de abandono han cubierto de hierbas y abrojos.

      Sin embargo, contemplando al viejo guerrero con afecto, – pues á pesar de nuestro poco trato mutuo, los sentimientos que hacia él abrigaba, como acontecía con cuantos le conocieron, no podían menos de ser afectuosos, – pude discernir los rasgos principales de su carácter. Descollaban en él las nobles y heroicas cualidades que ponían de manifiesto que el nombre distinguido de que disfrutaba, no lo había alcanzado por un mero capricho de la fortuna, sino con toda justicia. Su actividad no fué hija de un espíritu inquieto, sino que necesitó siempre algún motivo poderoso que le imprimiera el impulso; pero una vez puesta en movimiento, y habiendo obstáculos que vencer, y un resultado valioso que alcanzar, no fué hombre que cediera ni fracasara. El fuego que le animó un tiempo, y que aún no estaba extinguido sino entibiado, no era de esas llamaradas que toman cuerpo rápidamente, brillan y se apagan al punto, sino una llama intensa y rojiza, como la de un hierro candente. Solidez, firmeza, y peso: tal es lo que expresaba el reposado continente del General en la época á que me refiero, aun en medio de la decadencia que prematuramente se iba enseñoreando de su naturaleza; si bien puedo imaginarme que, en circunstancias excepcionales, cuando se hallase agitado por un sentimiento vivo que despertara su energía, que sólo estaba adormecida, era capaz de despojarse de sus achaques, como un enfermo de la ropa que le cubre, y arrojando á un lado el báculo de la vejez, empuñar de nuevo el sable de batalla, y ser el guerrero de otros tiempos. Y aun entonces su aspecto habría revelado calma.

      Semejante exhibición de sus facultades físicas es solo para concebirse con la fantasía, y no fuera de desearse que se realizara. Lo que ví en él – fueron los rasgos de una tenaz y decidida perseverancia, que en su juventud pudiera haber sido obstinación; una integridad que, como la mayor parte de sus otras cualidades, era maciza, sólida, tan poco dúctil y tan inmanejable como una tonelada de mineral de hierro; y una benevolencia que, á pesar del impetuoso ardor con que al frente de sus soldados mandó las cargas á la bayoneta en Chippewa ó el Fuerte Erie, era tan genuina y verdadera como la que pueda mover á cualquier filántropo de nuestro siglo. Más de un enemigo, en el campo de batalla, perdió la vida al filo de su acero; y ciertamente que muchos y muchos quedaron allí tendidos, como en el prado la hierba segada por la guadaña, á impulsos de aquellas cargas á que su espíritu comunicó su triunfante energía. Pero de todos modos, nunca hubo en su corazón crueldad bastante para poder ni aun despojar á una mariposa del polvo brillante de sus alas. No conozco á otro hombre en cuya innata bondad tanto pudiera yo confiar.

      Muchas de las cualidades características del General, – especialmente las que habrían contribuído en sumo grado á que el bosquejo que voy trazando se pareciese al original, – debían de haberse desvanecido ó debilitado antes de que yo le hubiera visto por primera vez. Sabido es que los atributos más delicados son también los que más pronto desaparecen; ni tiene la naturaleza por costumbre adornar las ruinas humanas con las flores de una nueva hermosura cuyas raíces yacen en las grietas y hendeduras de los escombros de donde sacan su sustento, como las que brotan en las arruinadas murallas de la fortaleza de Ticonderoga; y sin embargo, en lo que toca á gracia y belleza, había en él algo digno de atención. De vez en cuando iluminaba su rostro, de agradable manera, un rayo de buen humor socarrón; mientras que también podía notarse un rasgo de elegancia y gusto delicado natural, que no siempre se vé en las almas viriles pasada la primera juventud, en el placer que causaban al General la vista y fragancia de las flores. Es de suponerse que un viejo guerrero estima, antes que todo, el sangriento laurel para sus sienes; pero aquí se daba el ejemplo de un soldado que participaba de las preferencias de una joven muchacha hacia las bellas producciones de Flora.

      Allí, junto á la chimenea, acostumbraba sentarse el anciano y valiente General; mientras el Inspector, que si podía evitarlo, raras veces tomaba sobre sí la difícil tarea de entablar con él una conversación, se complacía en quedarse á cierta distancia observando aquel apacible rostro, casi en un estado de semi-somnolencia. Parecía como si estuviera en otro mundo distinto del nuestro, aunque le veíamos á unas cuantas varas de nosotros; remoto, aunque pasábamos junto á su sillón; inaccesible, aunque podríamos alargar las manos y estrechar las suyas. Era muy posible que allá, en las profundidades de sus pensamientos, viviera una vida más real que no en medio de la atmósfera que le rodeaba en la poco adecuada oficina de un Administrador de Aduana. Las evoluciones de las maniobras militares; el tumulto y fragor de la batalla; los bélicos sonidos de antigua y heroica música oída hacía treinta años, – tales eran quizá las escenas y armonías que llenaban su espíritu y se desplegaban en su imaginación. Entre tanto, los comerciantes y los capitanes de buques, los dependientes de almacén y los rudos marineros entraban y salían: en torno suyo continuaba el mezquino ruido que producía la vida comercial y la vida de la Aduana: pero ni con los hombres, ni con los asuntos que les preocupaban, parecía que tuviera la más remota relación. Allí, en la Aduana, estaba tan fuera de su lugar, como una antigua espada, ya enmohecida, después de haber fulgurado en cien combates, pero conservando aun algún brillo en la hoja, lo estaría en medio de las plumas, tinteros, pisapapeles y reglas de caoba del bufete de uno de los empleados subalternos.

      Había especialmente una circunstancia que me ayudó mucho en la tarea de reanimar y reconstruir la figura del vigoroso soldado que peleó en las fronteras del Canadá, cerca del Niágara, del hombre de energía sencilla y verdadera. Era el recuerdo de aquellas memorables palabras suyas – "¡Lo probaré, señor!" – pronunciadas en los momentos mismos de llevar á cabo una empresa tan heroica cuanto desesperada, y que respiraban el indomable espíritu de la Nueva Inglaterra. Si en nuestro país se premiase el valor con títulos de nobleza, esa frase, – que parece tan fácil de emitir, pero que solamente él, ante el peligro y la gloria que le esperaban, ha llegado á pronunciar, – esa frase, repito, sería el mote mejor, y el más apropiado, para el escudo de armas del General.

      Mucho contribuye á la educación moral é intelectual de un hombre hallarse en contacto diario con individuos de hábitos no parecidos á los suyos, que no tienen interés alguno en sus ideas y ocupaciones, y que nos fuerzan en cierto modo á salir de nosotros mismos, para poder penetrar en la

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