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que disgustó mucho á Zadig virtud tan jactanciosa. Un amigo suyo, llamado Cador, era uno de los mozos que reputaba Azora por de mayor mérito y probidad que otros; Zadig le fió su secreto, afianzando, en quanto le fué posible, su fidelidad con quantiosas dádivas. Despues de haber pasado Azora dos dias en una quinta de una amiga suya, se volvió á su casa al tercero. Los criados le anunciáron llorando que aquella misma noche se habia caido muerto de repente su marido, que no se habian atrevido á llevarle tan mala noticia, y que acababan de enterrar á Zadig en el sepulcro de sus padres al cabo del jardin. Lloraba Azora, mesábase los cabellos, y juraba que no queria vivir. Aquella noche pidió Cador licencia para hablar con ella, y lloráron, ámbos. El siguiente dia lloráron ménos, y comiéron juntos. Fióle Cador que le habia dexado su amigo la mayor parte de su caudal, y le dió á entender que su mayor dicha seria poder partirle con ella. Lloró con esto la dama, enojóse, y se apaciguó luego; y como la cena fué mas larga que la comida, habláron ámbos con mas confianza. Hizo Azora el panegírico del difunto, confesando empero que adolecia de ciertos defectillos que en Cador no se hallaban.

      En mitad de la cena se quejó Cador de un vehemente dolor en el bazo, y la dama inquieta y asustada mandó le traxeran todas las esencias con que se sahumaba, para probar si alguna era un remedio contra los dolores de bazo; sintiendo mucho que se hubiera ido ya de Babilonia el sapientísimo Hermes, y dignándose hasta de tocar el lado donde sentia Cador tan fuertes dolores. ¿Suele daros este dolor tan cruel? le dixo compasiva. A dos dedos de la sepultura me pone á veces, le respondió Cador, y no hay mas que un remedio para aliviarme, que es aplicarme al costado las narices de un hombre que haya muerto el dia ántes. ¡Raro remedio! dixo Azora. No es mas raro, respondió Cador, que los cuernos de ciervo que ponen á los niños para preservarlos del mal de ojos. Esta última razon con el mucho mérito del mozo determináron al cabo á la Señora. Por fin, dixo, si las narices de mi marido son un poco mas cortas en la segunda vida que en la primera, no por eso le ha de impedir el paso el ángel Asrael, quando atraviese el puente Sebinavar, para transitar del mundo de ayer al de mañana. Diciendo esto, cogió una navaja, llegóse al sepulcro de su esposo bañándole en llanto, y se baxó para cortarle las narices; pero Zadig que estaba tendido en el sepulcro, agarrando con una mano sus narices, y desviando la navaja con la otra, se alzó de repente exclamando; Otra vez no digas tanto mal de Cosrúa, que la idea de cortarme las narices bien se las puede apostar á la de mudar la corriente de un arroyo.

      CAPITULO III

      El perro y el caballo.

      En breve experimentó Zadig que, como dice el libro de Zenda-Vesta, si el primer mes de matrimonio es la luna de miel, el segundo es la de acibar. Vióse muy presto precisado á repudiar á Azora, que se habia tornado inaguantable, y procuró ser feliz estudiando la naturaleza. No hay ser mas venturoso, decia, que el filósofo que estudia el gran libro abierto por Dios á los ojos de los hombres. Las verdades que descubre son propiedad suya: sustenta y enaltece su ánimo, y vive con sosiego, sin temor de los demas, y sin que venga su tierna esposa á cortarle las narices.

      Empapado en estas ideas, se retiró á una quinta á orillas del Eufrates, donde no se ocupaba en calcular quantas pulgadas de agua pasan cada segundo baxo los arcos de un puente, ni si el mes del raton llueve una línea cúbica de agua mas que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telarañas, ó porcelana con botellas quebradas; estudiaba, sí, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo grangeó una sagacidad que le hacia tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad veían.

      Paseándose un dia junto á un bosquecillo, vió venir corriendo un eunuco de la reyna, acompañado de varios empleados de palacio: todos parecian llenos de zozobra, y corrian á todas partes como locos que andan buscando lo mas precioso que han perdido. Mancebo, le dixo el principal eunuco, ¿vísteis al perro de la reyna? Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Teneis razon, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido poco ha, coxa del pié izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ¿Con que la habeis visto? dixo el primer eunuco fuera de sí. No por cierto, respondió Zadig; ni la he visto, ni sabia que la reyna tuviese perra ninguna.

      Aconteció que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de él el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no ménos premura que el primer eunuco tras de la perra, Dirigióse el caballerizo á Zadig, preguntándole si habia visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dixo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pesuña muy pequeña, la cola de vara y quarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ¿Y por donde ha ido? ¿donde está? preguntó el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oido nunca hablar de él.

      Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que habia robado Zadig el caballo del rey y la perra de la reyna; conduxeronle pues á la asamblea del gran Desterham, que le condenó á doscientos azotes y seis años de presidio. No bien hubiéron dado la sentencia, quando pareciéron el caballo y la perra, de suerte que se viéron los jueces en la dolorosa precision de anular su sentencia; condenaron empero á Zadig á una multa de quatrocientas onzas de oro, porque habia dicho queno habia visto habiendo visto. Primero pagó la multa, y luego se le permitió defender su pleyto ante el consejo del gran Desterliam, donde dixo así:

      Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, siéndome permítido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca ví ni la respetable perra de la reyna, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy á contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me diéron á conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que habia parido pocos dias hacia. Otros vestigios en otra direccion, que se dexaban ver siempre al ras de la arena al lado de los piés delanteros, me demostráron que tenia las orejas largas; y como las pisadas del un pié eran ménos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por conseqüencia que era, si soy osado á decirlo, algo coxa la perra de nuestra augusta reyna.

      En quanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas á igual distancia. Este caballo, dixe, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene mas de dos varas y media de ancho, estaba á izquierda y á derecha barrido el polvo en algunos parages. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y quarta, que con sus movimientos á derecha y á izquierda ha barrido este polvo. Debaxo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recien caidas las hojas de las ramas, y conocí que las habia dexado caer el caballo, que por tanto tenia dos yaras. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dexado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.

      Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reyna. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba mas que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de quatrocientas onzas de oro á que habia sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictámen de quemarle como hechicero. Fuéron con mucho aparato á su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, á llevarle sus quatrocientas onzas, sin guardar por las costas mas que trecientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidiéron una gratificacion.

      Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasion lo que hubiese visto, y la ocasion no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debaxo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaracion á este, no declaró nada; y habiéndole probado que se habia asomado al balcon, por tamaño delito fué condenado á pagar quinientas onzas do oro, y dió las gracias á los jueces por su mucha

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