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es que Kernok había tratado de desviar al capitán difunto del tráfico de los negros, no por filantropía, ¡no!, sino por un motivo bastante más poderoso a los ojos de un hombre razonable.

      – Capitán – le decía continuamente – , usted hace adelantos que le producen todo lo más un trescientos por ciento; yo en su lugar ganaría lo mismo, o más, sin desembolsar un céntimo. Su brick marcha como una dorada; ármelo en corso, yo respondo de la tripulación; déjeme hacer, y a cada presa oirá usted la canción del corsario.

      Pero la elocuencia de Kernok no había quebrantado jamás la voluntad del capitán, porque él sabía perfectamente que los que abrazan tan noble profesión acaban tarde o temprano por balancearse al extremo de una verga; y el inexorable capitán había caído al mar por accidente.

      Apenas Kernok se vio dueño del buque, retornó a Nantes para reclutar una tripulación conveniente, armar su nave y poner en práctica su proyecto favorito.

      Y para que digáis que no hay una Providencia, apenas llegado a Francia se entera de que los ingleses nos han declarado la guerra, obtiene la autorización competente, sale, da caza a un buque mercante y entra con su presa en Saint-Pol de León.

      ¿Qué más diré? La suerte favoreció siempre a Kernok, porque el Cielo es justo: hizo numerosas presas a los ingleses. El dinero que obtenía se liquidaba rápidamente en las tabernas de Saint-Pol; y es en el momento de disponerse a embarcarse de nuevo para fabricar moneda, como él decía en su ingenuo lenguaje, cuando le vemos llamar a la puerta de la respetable familia del desollador.

      – Pero, ¡voto al diablo!, abrid de una vez – repitió sacudiendo vigorosamente la puerta – . ¿O es que queréis quedaros agazapados como las gaviotas en el hueco de una roca?

      Por fin abrieron.

      III

      LA BUENA VENTURA

      La bruja dijo al pirata:

      «Buen capitán, en verdad,

      No seré yo tan ingrata,

      Y tendréis vuestra beldad.»

      Víctor Hugo, «Cromwell».

      Entró, se quitó su capote impermeable que chorreaba agua, lo extendió cerca de la lumbre, sacudió su ancho sombrero de cuero barnizado, y se dejó caer sobre una silla vieja.

      Kernok podría tener treinta años; su ancha cintura y busto cuadrado que anunciaba un vigor atlético, sus facciones bronceadas, su negra cabellera, sus espesas patillas, le daban un aire duro y salvaje. Sin embargo, su rostro hubiera pasado por hermoso a no ser por la constante movilidad de sus pobladas cejas que se unían o se separaban, según la impresión del momento.

      Su traje no le distinguía en nada de un simple marinero; solamente llevaba dos áncoras de oro bordadas en el cuello de su grosera chaqueta, y un ancho puñal encorvado pendía de su cintura por un cordón de seda roja.

      Los habitantes de la cabaña examinaban al recién llegado con una expresión de temor y de recelo y esperaban pacientemente que el singular personaje hiciera conocer el objeto de su visita.

      Pero él no parecía ocupado más que en una cosa, en calentarse, y arrojó al fuego con desparpajo algunos trozos de madera en los que se veían aún aplicaciones de hierro.

      – Perros – dijo entre dientes – , ésos son los restos de un buque que ellos habrán atraído y hecho naufragar. ¡Ah! si alguna vez El Gavilán

      – ¿Qué quiere usted? – dijo Ivona cansada del silencio del desconocido.

      Este levantó la cabeza, sonrió desdeñosamente, no pronunció una sola palabra, extendió sus piernas sobre la lumbre, y después de haberse acomodado lo mejor posible, es decir, con la espalda apoyada contra la pared y los pies sobre los morillos.

      – Usted es Pen-Hap el desollador, ¿no es cierto, buen hombre? – dijo por fin Kernok que, con su bastón herrado atizaba el fuego con tanta fruición como si se hubiese encontrado en el rincón de la chimenea de alguna excelente posada de Saint-Pol – , ¿y usted la bruja de la costa de Pempoul? – añadió mirando a Ivona con aire interrogativo.

      Después, midiendo al idiota con la vista, con disgusto:

      – En cuanto a ese monstruo, si lo llevaseis al aquelarre, causaría miedo al mismo Satanás; por lo demás, se parece a usted, vieja mía, y si yo pusiera esa cara en el mascarón de mi brick, los bonitos, asustados, no vendrían más a jugar ni a saltar bajo la proa.

      Aquí Ivona hizo una mueca de cólera.

      – Vamos, vamos, bella patrona, cálmese usted y no abra el pico como una gaviota que va a dejarse caer sobre un banco de sardinas. He aquí lo que la apaciguará – dijo Kernok haciendo sonar algunos escudos – ; tengo necesidad de usted y del… señor.

      Este discurso, y la palabra señor sobre todo, fueron pronunciados con un aire tan evidentemente burlón, que fue preciso la vista de una bolsa bien repleta y el respeto que inspiraban los anchos hombros y el bastón herrado de Kernok, para impedir que la digna pareja no estallase en una cólera demasiado largo tiempo contenida.

      – Y no es – añadió el corsario – que yo crea en vuestras brujerías. Antes, en mi infancia, ya era otra cosa. Entonces, como los demás, yo temblaba durante la velada oyendo esos bellos relatos, y ahora, hermosa patrona, hago tanto caso de ellos como de un remo roto. Pero ella ha querido que viniese a hacerme decir la buena ventura antes de hacerme a la mar. En fin, vamos a empezar; ¿está usted dispuesta, señora?

      Este señora arrancó a Ivona una mueca horrible.

      – ¡Yo no me quedo aquí! – exclamó el desollador, pálido y trémulo – . Hoy es el día de los muertos; mujer, mujer, tú nos perderás; ¡el fuego del Cielo abrasará esta morada!

      Y salió cerrando la puerta con violencia.

      – ¿Qué mosca le ha picado? Corre a buscarle, viejo mochuelo; él conoce la costa mejor que un piloto de la isla de Batz, y yo le necesito. ¡Ve, pues, bruja maldita!

      Diciendo esto, Kernok la empujó hacia la puerta…

      Pero Ivona, soltándose de las manos del pirata, repuso:

      – ¿Vienes para insultar a los que te sirven? Calla, calla, o no sabrás nada de mí.

      Kernok se encogió de hombros con un aire de indiferencia y de incredulidad.

      – En fin, ¿qué quieres?

      – Saber el pasado y el porvenir, nada más que eso, mi digna madre; eso es tan fácil como hacer diez nudos con el viento en popa – respondió Kernok jugando con los cordones de su puñal.

      – ¿Tu mano?

      – Ahí va; y me atrevo a decir que no hay otra más fuerte ni más ágil. ¡A ver, pues, lo que lees en ella, vieja hada! Pero creo tanto en eso como en las predicciones de nuestro piloto que, quemando sal y pólvora de cañón, se imagina adivinar el tiempo que hará por el color de la llama. ¡Tonterías! yo no creo más que en la hoja de mi puñal o en el gatillo de mi pistola, y cuando digo a mi enemigo: «¡Morirás!» el hierro o el plomo cumplen mejor mi profecía que todas las…

      – ¡Silencio! – dijo Ivona.

      Mientras que Kernok expresaba tan libremente su escepticismo, la vieja había estudiado las líneas que cruzaban la palma de su mano.

      Entonces fijó sobre él sus ojos grises y penetrantes, después aproximó su dedo descarnado a la frente de Kernok, que se estremeció sintiendo la uña de la bruja pasearse sobre las arrugas que se dibujaban entre sus cejas.

      – ¡Hola! – dijo ella con una sonrisa repugnante – ; ¡hola! ¡tú, tan fuerte, y tiemblas!

      – Tiemblo… tiemblo… Si crees que es posible sentir tu garra sobre mi piel, te equivocas. Pero, si en lugar de ese cuero negro y curtido se tratase de una mano blanca y regordeta, ya verías entonces si Kernok…

      Y

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