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      Fiebre de amor (Dominique)

      I

      – Ciertamente, no tengo por qué quejarme – me decía aquel cuyas confidencias referiré en el relato muy sencillo y muy poco novelesco que voy a hacer, – porque, a Dios gracias, no soy ya nada, en el supuesto de que alguna vez fui algo, y a muchos ambiciosos les deseo que acaben de la misma manera. He encontrado la certidumbre y el reposo, que valen mucho más que todas las hipótesis. Me he puesto de acuerdo conmigo mismo, que cifro la mayor victoria que podemos lograr sobre lo imposible. En fin, de inútil para todos llego a ser útil para algunos, y he realizado en mi vida, que no podía dar nada de lo que de ella se esperaba, el único acto que, probablemente, no era esperado, un acto de modestia, de prudencia y de razón. No tengo, pues, por qué quejarme. Mi vida está hecha, y bien hecha, según mis deseos y mis méritos. Es rústica, lo cual no deja de cuadrarle bien: como los árboles de corto crecimiento la he cortado por la copa; tiene menos alcance y menos gracia, menos relieve; se la ve sólo de cerca, mas no por eso tendrá raíces someras ni dejará de proyectar más sombra en torno de ella. Existen ahora tres seres a quienes me debo y que me obligan por deberes bien definidos, por responsabilidades muy graves, pero que no me pesan, por vínculos libres de errores y de añoranzas. La misión es sencilla y me bastaré para cumplirla. Y si es verdad que el objeto de toda existencia humana se cifra más bien en la transmisión que en la evolución personal, si la dicha consiste en la igualdad de los demás y de las fuerzas, marcho lo más derechamente posible por la senda de la prudencia y podrá usted afirmar que ha visto un hombre feliz.

      Aunque no era positivamente tan vulgar como pretendía y antes de relegarse a la oscuridad de su provincia hubiera alcanzado un comienzo de celebridad, gustaba confundirse entre la multitud de desconocidos que llamaba cantidades negativas. A los que le hablaban de su juventud y le recordaban los resplandores bastante vivos que durante ella había lanzado, les replicaba que era sin duda una ilusión de los demás y suya propia, que en realidad él no era nadie, y lo demostraba el que en lo presente se parecía a todo el mundo, resultado de absoluta equidad, que aplaudía considerándolo como una restitución legítima a la opinión pública. Con este motivo repetía que son muy pocos los que merecen ser considerados como excepción, que el papel de privilegiado es muy ridículo, el menos excusable y el más vano cuando no está justificado por dones superiores: que el deseo audaz de distinguirse entre el común de las gentes no es, por lo general, más que una falsía cometida en contra de la sociedad y una imperdonable injuria a todas las personas modestas que no son nada: que atribuirse lustre al cual no se tiene derecho es usurpar títulos de otro y correr el riesgo de hacerse tomar, más tarde o más temprano, en flagrante delito de pillaje en el tesoro público de la fama.

      Quizás se deprimía él así para explicar su retirada y para alejar el más leve pretexto de reincidencia en las propias añoranzas y en las de los amigos. ¿Era sincero? Muchas veces me lo he preguntado, y algunas he llegado a dudar que un espíritu como el suyo, tendiente al perfeccionamiento, estuviera tan completamente resignado con la derrota. ¡Pero son tan variados los matices de la sinceridad más leal! ¡Hay tantas maneras de decir la verdad sin expresarla por entero! El absoluto desprendimiento de ciertas cosas, ¿no permitiría alguna mirada sobre las lejanías de lo que no se confiesa? ¿Y cuál será el corazón bastante seguro de sí mismo para responder de que nunca se deslizará un recuerdo penoso entre la resignación, que depende de uno mismo, y el olvido, que sólo llega al cabo del tiempo?

      Como quiera que fuese este juicio sobre lo pasado – que no se concordaba muy bien con la vida presente, – en la época a que me refiero por lo menos había llegado a un punto tal de negación de sí mismo y de oscuridad, que parecían darle la razón más completa. Así, pues, no hago más que tomarle por su palabra, al tratarle casi como a un desconocido. Si algo le distinguía de un gran número de hombres que en él deberían ver la propia imagen, era que por rara excepción había tenido el valor – bastante raro – de examinarse en lo íntimo con frecuencia y la severidad – más rara aún – de estimarse mediocre.

      Era el otoño la primera vez que le encontré. La casualidad me le hizo conocer en esa época del año que le es gratísima, de la cual hablé frecuentemente, acaso porque ella resume bastante bien toda existencia moderada que se desenvuelve o se acaba en un cuadro natural de serenidad, de silencio y de recuerdos. «Soy un ejemplo – me dijo muchas veces – de ciertas afinidades desgraciadas que nunca se logra ver conjuradas por completo. He hecho lo imposible por no ser un melancólico, porque nada hay más ridículo que eso, en cualquier edad, pero sobre todo en la mía; pero hay en el alma de ciertos hombres no sé yo qué especie de bruma elegíaca siempre dispuesta a condensarse en lluvia sobre las ideas. ¡Tanto peor para quienes nacieron entre las nieblas de octubre! – añadió sonriendo a la vez por lo pretencioso de la metáfora y por lo que en el fondo le humillaba aquella enfermedad congénita.»

      Aquel día cazaba yo en los alrededores del pueblo en donde él habita. Había llegado el día anterior y no tenía en la localidad más conocimientos que el doctor ***, avecindado allí tan sólo desde pocos años antes. En el punto de salir nosotros del poblado otro cazador apareció sobre una pendiente plantada de viña que limita el horizonte de Villanueva por levante. Caminaba con lentitud más bien como quien pasea, acompañado de dos hermosos perros de muestra, el uno épagneul de lana color leonado y el otro braque de pelo negro que recorrían el viñedo en torno de su amo. Ordinariamente – según supe luego, – eran los únicos compañeros que admitía cuando realizaba sus expediciones, casi diarias, en las cuales la caza no era más que pretexto para gozar otros placeres: el de vivir al aire libre y sobre todo el de satisfacer la necesidad de estar solo.

      – He ahí al señor Domingo que caza – exclamó el doctor, reconociendo a lo lejos a su vecino.

      A poco resonó un disparo de escopeta y el doctor me dijo:

      – El señor Domingo ha tirado.

      El cazador aquel describía en torno de Villanueva análoga evolución que nosotros, determinada por la dirección del viento que soplaba del este y por las querencias, bastante seguras y conocidas de la caza.

      Durante todo el resto del día le tuvimos a la vista, y aunque separados por algunos centenares de metros, podíamos seguir la misma ruta que él como él podía seguir la nuestra. El terreno era llano, el ambiente en calma, y los ruidos alcanzaban tan lejos en aquella estación del año que, aun después de haberle perdido de vista, continuábamos oyendo cada detonación de su escopeta y hasta el eco de su voz cuando azuzaba a sus perros o los llamaba. Pero fuera por discreción o porque, según se desprendía de una frase del doctor, era poco aficionado a ceder su compañía, aquel a quien su compañero llamaba el señor Domingo no se nos acercó hasta muy entrada la tarde; y la cordial amistad que después nos unió debía tener fundamento aquel día en un hecho de los más vulgares.

      Nos separaba apenas medio tiro de escopeta cuando mi perro movió una perdiz. Estaba él a mi izquierda y la pieza voló hacia él.

      – ¡Ahí le va, señor! – le grité.

      En el breve tiempo que empleó en echarse la escopeta a la cara pude advertir que nos miró y apreció si el doctor y yo estábamos bastante cerca para tirar, y sólo luego de convencerse que era pieza perdida si él no tiraba apuntó y disparó. El pájaro cayó como fulminado y rebotó con sordo ruido sobre la seca tierra de la viña.

      Era un magnífico macho de perdiz, de color vivo, rojos y duros como el coral el pico y las patas, armado de espolones como un gallo, casi tan ancha la pechuga como la de un pollo cebado.

      – Caballero – me dijo el señor Domingo adelantando en dirección a nosotros, – excuse el haber tirado sobre la muestra de su perro. Pero me creí obligado a sustituirle a usted para no perder una hermosa pieza, rara en este terreno. Le pertenece por derecho. No me permito, pues, ofrecérsela: se la devuelvo.

      Añadió algunas frases más para obligarme y acepté el obsequio del señor Domingo como deuda de galantería dispuesto a pagarla.

      Era hombre en apariencia joven todavía, aunque había ya cumplido los cuarenta años; bastante alto; la tez morena, la fisonomía agradable, palabra grave y andar lento, con cierta dejadez, y en todo su aspecto cierta severidad elegante. Vestía blusa y llevaba polainas al estilo de los campesinos cazadores. Su rica escopeta, tan sólo, revelaba al hombre acomodado. Los dos perros llevaban anchos collares y en ellos cada uno

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