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hizo un gesto de extrañeza.

      – Reverendo padre – dijo – , no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.

      – Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.

      El joven jesuíta reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:

      – Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.

      – Te engañas, infeliz; tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.

      Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente, como el que se ve calumniado y ansía justificarse; así es que se apresuró a contestar:

      – Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…

      – ¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.

      Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:

      – Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiera darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.

      – ¡Ah, infeliz! ¡Cuan alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan grande fortuna, faltas al voto de pobreza.

      Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.

      Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:

      – Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!

      El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna, cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.

      – No tan aprisa, querido hijo; alabo ese santo desprendimiento, ese deseo de arrojar lejos de ti la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.

      – Haré lo que me mande vuestra paternidad.

      – Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años, en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entre tanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que a haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.

      Y el redomado jesuíta fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.

      Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.

      A Ricardito le faltaba poco para romper a llorar.

      – ¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza, sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.

      – No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.

      Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.

      – ¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?

      El ladino jesuíta fingía meditar profundamente, y por fin dijo con expresión victoriosa:

      – Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayoría de edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos los que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.

      – Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En qué forma he de comprometerme a ceder mis bienes?

      – Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.

      – ¿A favor de los pobres?

      – No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.

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