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ser la esposa de un futuro héroe.

      Ella, en su carácter de aristócrata de nacimiento, no comprendía bien aquello de morir por el pueblo, que en su limitado concepto era una masa de gentes desharrapadas y sin educación; no sabía lo que significaba la palabra democracia, que tantas veces repetía Esteban; pero, en cambio, le parecía muy bien que él fuese general dentro de breve plazo, y le lisonjeaba mucho la ilusión de que algún día podría presentarse en los salones del brazo del hombre amado, convertido ya en personaje ilustre, excitando la envidia de las mismas amigas, que ahora tanto murmurarían contra ella, al saber que había abandonado su casa para ir en busca de su amante.

      Aquellas risueñas ilusiones sobre el porvenir, que aún aumentaba Alvarez con sus optimismos revolucionarios, contribuyeron a que Enriqueta comenzase a olvidarse de las tristes ideas que la obsesionaban momentos antes.

      A los veinte años, y sintiendo un verdadero amor, se desechan con pasmosa facilidad los pensamientos fúnebres.

      Enriqueta, acariciada por aquella sinfonía de amorosas ilusiones, fué entrando en un período de restablecimiento moral. Sus ojos, amortiguados por el llanto, volvían a recobrar su hermosa brillantez, y sus mejillas se teñían nuevamente de un carmín pálido.

      La momentánea alegría parecía devolverle algo de su vigor, y como si con esto se diera cuenta de las necesidades de su estómago, mojaba bizcochos en el Jerez que le servía su amante.

      La conversación resultaba interminable, pues los dos se enfrascaban cada vez más en embellecer su porvenir, presagiando la felicidad que les esperaba.

      Así transcurrió veloz el tiempo, sin que el capitán pensara en retirarse, como lo había prometido, ni Enriqueta se lo exigiera.

      Era ya la una; en la solitaria calle sólo sonaba la estridente voz de algún vecino trasnochador llamando al sereno, para que le abriera la puerta, y dentro de la casa se había extinguido ya todo ruido, pues la mayoría de los huéspedes acababan de entregarse al sueño.

      Aquel silencio absoluto envolvía a los dos amantes en un misterio que les complacía, por dar a sus palabras cierto tono de solemnidad.

      Enriqueta, después de las continuas crisis de dolor que había sufrido en pocas horas, se encontraba ahora decaída, y cierta plácida languidez se posesionaba de todo su cuerpo.

      Tenía los ojos abiertos y el rostro animado, pero las impresiones sufridas en aquel día dormitaban ya; sentía su cerebro embargado por un dulce sopor, y, a través de un velo de color de rosa, veía a su amante, que seguía hablando con creciente apasionamiento.

      El amor, la hora y aquel misterioso silencio que les rodeaba, contribuía a que la joven fuese perdiendo lentamente su dolorosa preocupación y olvidase qué serie de terribles acontecimientos la había arrastrado hasta aquel lugar.

      Ella misma era la que, soñolienta, inconsciente y sin preocuparse de lo que hacía, había apoyado un brazo en los hombros de Alvarez, e inclinaba hacia él su encantadora cabeza, como atraída por el brillo viril de sus ojos, y deseosa de oír sus palabras de más cerca.

      Aquella situación iba tomando el aspecto de una noche de bodas, y ya no parecía la tranquila conversación de dos amantes a los que separaban recientes tristezas y un juramento de respeto.

      Esteban, agitado por el contacto del brazo robusto y tibio, cuya satinada piel se notaba a través de la ropa, y embriagado por aquella atmósfera de sana y atrayente belleza que envolvía a su amada, sentía desvanecerse la fuerza de voluntad que poco antes poseía, y como un niño, poco a poco, sin que se aperciba la madre, va acercándose a la golosina que acaricia, iba lentamente, y sin cesar de hablar, llevando a sus labios aquella mano pequeña y suave, que al fin rozó con ligeros besos.

      Enriqueta sonreía. Aquello la parecía natural. ¡Besos en las manos! Esto era lo mismo que ocurría en aquella novela de Joaquinito Quirós, que, por tener un epílogo moral, y ser el autor amigo de la casa, era el único libro profano que le dejaba leer la baronesa de Carrillo.

      La joven no hizo la menor resistencia, antes al contrario, sintióse halagada por el homenaje, y se creyó toda una heroína de novela, al estilo de aquella Eulalia que, ojerosa, pálida y siempre vestida de blanco, ejercía de protagonista en el soporífero libro de Quirós.

      Aquel silencioso consentimiento de la joven, y su languidez marcada, excitaron la pasión de Alvarez, que se mostró cada vez más audaz.

      ¡Adiós tristes ideas y formal juramento de respeto! El fuego de la juventud, el ardor de los cuerpos exuberantes de vida derrite las más firmes promesas.

      Enriqueta no supo cómo fué aquello, pero despertó de aquel ensueño de amor que la acariciaba despierta, al sentir en sus labios una impresión ardiente.

      Esteban la estrechaba entre sus brazos; Esteban la besaba en la boca con interminable frenesí.

      Enriqueta se revolvió como una fiera herida, y librándose de aquellos brazos, que la oprimían cariñosamente, irguióse pálida, altiva, y llevando en sus ojos la llamarada de la indignación.

      Pero esta impresión no duró mucho tiempo. Vió casi a sus pies al capitán, que parecía avergonzado y confuso, por su arranque, y se sintió conmovida.

      – ¡Márchate! ¡Sal de aquí inmediatamente! – había gritado en el primer arranque; pero al ver a Esteban en aquella actitud humilde, y como pidiéndole perdón, se conmovió, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

      Lloraba una decepción sufrida, la pérdida de una ilusión.

      Ella había creído a Esteban un hombre diferente a todos, un ser incapaz de dejarse dominar por la pasión y firme hasta el punto de domar la carne y cumplir sus juramentos caballerescos, y ahora encontraba que era semejante a la vulgaridad de su sexo; un organismo que se sublevaba, ebrio de pasión, al sentir el contacto de un brazo femenil.

      Enriqueta creía encontrarse con un ángel, y se hallaba al lado de un hombre.

      Desalentada por aquella decepción, profundamente ofendida por lo que creía un abuso de su situación, y llorando con el desconsuelo de ver que el protector sólo era un amante, se dirigió al fondo del cuarto, sin saber lo que hacía, y se dobló, dejando caer su hermoso busto sobre la cama de Esteban.

      Su hermoso rostro chocó con aquellas ropas, e inmediatamente sintió algo que la conmovió de pies a cabeza. Parecía como que sus músculos y sus venas estallaban, abriendo infinitos orificios por donde entraba algo extraño, punzante y embriagador, como esos licores fuertes que abrasan en la garganta, pero que provocan una feliz locura en el cerebro.

      Era el olor del macho. Su organismo virgen, pero robusto y sanguíneo, abríase como la rosa que hace estallar sus rojos pétalos a las caricias del ardiente sol.

      El sexo se revelaba en ella con una fuerza incontrastable, y parecía que de aquella cama surgía un vapor venenoso, que se esparcía por sus venas como torrente de fuego.

      Enriqueta se irguió loca y llevando en sus ojos una extraña luz. Parecía una mujer fenicia, poseída de la lujuriosa demencia de las fiestas de Adonis.

      Alvarez seguía en el fondo de la habitación, en actitud suplicante.

      La voz trémula de Enriqueta le sacó de tal situación.

      – Ven, alma mía. ¿Para qué resistir?.. Ya que el mundo ha de hablar, que sea verdad.

      Esteban corrió a ella.

      ¡Descansad en paz, juramentos de respeto! Ahora podían hablar ya las lenguas maldicientes, seguras de que, por mucho que dijeran, ni Enriqueta ni Esteban las desmentirían.

      XXIX

      Los planes de Quirós

      A las diez de la noche salió Joaquinito Quirós del Ministerio de la Gobernación.

      Había esperado al ministro más de dos horas, por estar éste reunido con sus compañeros en Palacio, y cuando al fin llegó, retuvo al joven escritor católico otra hora larga, haciéndole que repitiera varias veces la delación, como si temiera que algún detalle importante quedase olvidado.

      El alto

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