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el siñor Martines prometía hacerle miedo al travieso pillete, y hasta le sermoneaba con la cara muy fosca, logrando que Tonet, al menos por un rato, permaneciese encogido y como aterrado por el uniforme de aquel hombre y el terrible fusil, que no se separaba nunca de sus manos.

      Estos pequeños servicios introducían á Martínez en la vida de familia, haciéndole intimar cada vez más con la siñá Tona. Allí le guisaban la comida; allí pasaba casi todo el día, y más de una vez la tabernera se prestó gustosa á zurcirle la ropa blanca y á pegarle botones en prendas interiores.

      ¡Pobre siñor Martines! ¿Qué sería de un joven tan fino sin una persona como ella? Iría roto y abandonado como un perdido, y esto, francamente, no podía consentirlo una persona de buen corazón.

      En las tardes del verano, cuando el sol caía de lleno sobre la desierta playa sacando reflejos de incendio de la tostada arena, bajo del sombrajo de cañas ocurría siempre la misma escena. Martínez, sentado en un taburete de esparto, cerca del mostrador, leía á su autor favorito, Pérez Escrich, en tomos abultados y mugrientos, con las puntas roídas, que habían corrido toda la costa, pasando de unos carabineros á otros.

      La siñá Tona no se equivocaba. De aquellos librotes, que la inspiraban el supersticioso respeto del que no sabe leer, era de donde sacaba Martínez las palabritas sonoras y rebuscadas, aquella filosofía moral que la conmovía.

      Y desde el otro lado del mostrador, cosiendo á tientas, sin saber lo que hacía, contemplaba fijamente á Martínez, dedicando media hora á su fino y rubio bigote y no menos tiempo á apreciar cómo tenía la nariz ó con qué exquisito gusto se abría la raya, aplanando en ambos lados el dorado cabello.

      Algunas veces, al volver la página, levantaba Martínez la cabeza, y sorprendiendo los negros ojazos de Tona fijos en él, ruborizábase y seguía leyendo.

      La tabernera reprendíase después por tales contemplaciones. ¿Pero qué era aquello?.. En la vida se le había ocurrido, viviendo su Pascual, mirarle detenidamente para apreciar cómo tenía la cara. Y ahora se estaba ella como una boba horas y más horas comprometiéndose con una contemplación de la que no podía librarse. ¿Qué diría la gente al saberlo?.. Indudablemente le tenia ley a aquel hombre… ¡Claro!.. ¡Era tan fino y tan guapo!.. ¡Hablaba tan bien!..

      Pero era un disparate todo aquello. Ella ya iba para los cuarenta; no se acordaba con exactitud, pero debía estar en los treinta y siete o cosa así; y él no pasaba de los veinticuatro… Pero ¡qué demonio! aunque le llevase algunos años, ella no estaba mal; encontrábase bien conservada, y si no, que lo dijera la gentuza de las barcas que tanto la importunaba. Además, aquel pensamiento no sería ningún disparate, ya que la gente se adelantaba suponiéndolo; y lo mismo los carabineros amigos de Martínez que las pescaderas que iban á la playa, daban á entender sus maliciosas suposiciones con indirectas demasiado directas.

      Al fin ocurrió lo que todos esperaban. La siñá Tona, para aturdirse, argüía a sus escrúpulos que sus hijos necesitaban un padre, y nadie mejor que Martínez; y la valerosa amazona, que aporreaba á los rudos pescadores á la menor audacia, se entregó voluntariamente, teniendo que vencer la cortedad de aquel muchachote tímido. De ella partió la iniciativa, y Martínez se dejó arrastrar con su sumisión de hombre superior que, pensando en cosas más altas, permite que en los asuntos terrenales le manejen como un autómata.

      El suceso se hizo público. La misma siñá Tona no se enojaba de ello; antes bien, deseaba que fuera bien sabido que la casa tenía amo. Cuando la llamaba al Cabañal alguna ocupación, dejaba la taberna al cuidado de Martínez, que, como en tiempos pasados, seguía sentado bajo el sombrajo mirando al mar con el fusil entre las rodillas.

      Hasta los dos chicos parecían enterados de la novedad, El Retor, al bajar á tierra, miraba á hurtadillas á su madre con cierto asombro y mostrábase tímido y vergonzoso en presencia del mocetón rubio y uniformado, al que encontraba siempre en la taberna; pero el otro muchacho, Tonet, delataba en su sonrisa maliciosa que todo aquel suceso había sido objeto de maliciosos comentarios en las reuniones de los pillos de la playa, y en vez de asustarse como antes con los sermones del carabinero, contestábale con muecas y se alejaba dando saltos y haciendo cabriolas sobre la arena, como en señal de desprecio.

      Aquella temporada fué para Tona una luna de miel en plena madurez de su vida. Parecíale ahora su matrimonio con Pascual una monótona servidumbre. Amaba con vehemencia al carabinero, con la explosión de cariño propia de una mujer que va hacia el ocaso; y cegada por esta pasión, hacia alarde de ella, sin importarle lo que murmurase la gente. ¿Y qué?.. Que dijesen lo que quisieran. Otras hacían peor que ella, y la que hablase sería por envidia, al ver que se llevaba un buen mozo.

      Martínez, siempre con su aire de soñador, dejábase mimar y acariciar como un hombre que todo lo merece; gozaba de gran prestigio entre sus compañeros y superiores, pues podía disponer del cajón de la taberna y hasta de aquella media repleta de duros que tantas veces se le clavaba en el costado al tenderse en el colchón del camarote.

      Por evitarse tal vez esta molestia, se dió prisa á vaciarla, sin que la siñá Tona protestase. ¿No había de ser su marido? Pues suyo era aquel dinero. Mientras la taberna marchase bien, ella no debía quejarse.

      Pero cuatro ó cinco meses después llegó un día en que la Tona se puso seria.

      Martínez, siñor Martines, baje usted de esa nebulosa altura en que vive su pensamiento. Dígnese escuchar á la Tona. ¿No la oye usted? Que es preciso arreglar la situación. Que las cosas no pueden quedar así. Que hay que justificar lo que venga, y una mujer honrada, madre de dos hijos, no puede serlo de tres sin un hombre que saque la cara diciendo: «Esta es mi obra.»

      Y Martínez contestó ¡bueno! á todo, aunque torciendo el gesto dolorosamente, como si acabase de sufrir un tremendo batacazo, cayendo de las alturas ideales en que se refugiaba como hombre no comprendido, para soñar en la probabilidad de ser general, jefe de Estado y otras muchas cosas, como los personajes de sus novelas favoritas.

      Pediría los papeles para el casamiento, pero tendrían que esperar, porque Huelva está lejos.

      Y Tona esperó, siempre con el pensamiento puesto en Huelva, tierra remota, que por su cuenta debía estar en los alrededores de Cuba ó Filipinas.

      Pero el tiempo pasaba y la cosa iba haciéndose urgente.

      Martínez, siñor Martines, que sólo faltan dos meses; que á la Tona le es imposible ocultar por más tiempo lo que viene, y la gente se va enterando. ¡Qué dirán los chicos al verse con un nuevo hermano!.. Pero Martínez protestaba. No era suya la culpa. Bien veía ella las muchas cartas que escribía para activar el envío de los papeles.

      Por fin, un día el carabinero declaró que iba á emprender el viaje á su tierra y traerse los malditos documentos, para lo cual tenía ya el permiso de sus jefes.

      Muy bien: aquella resolución le gustaba á la siñá Tona. Y para ayuda del viaje le entregó toda la plata que tenía en el cajón del mostrador, lo peinó por última vez, lloró un poco y ¡hasta la vista! ¡Buen viaje!

      La pobre Tona ya no vió más al siñor Martines. Entre los carabineros que pasaban la playa no faltó una buena alma que tuvo el gusto de decirla la verdad.

      No había tal viaje á Huelva. Las cartas que escribía Martínez iban á Madrid, pidiendo que lo trasladasen á un punto lejano, pues los aires de Valencia no le probaban. Y efectivamente, lo habían trasladado á la comandancia de la Coruña.

      La siñá Tona creyó volverse loca. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Miren el mosquita muerta!.. Fíese usted de esas personas de mucha labia. ¡Pagarle así á ella… á ella, que le hubiese dado hasta el último céntimo, y que le peinaba bajo el tinglado en las horas de siesta tan amorosamente como si fuese su madre!

      Pero toda la desesperación de la pobre mujer no impidió que saliese á luz lo que tan urgente hacía el matrimonio; y á los pocos meses la siñá Tona despachaba copas tras el mostrador, enseñando su pecho voluminoso de vaca rolliza, y agarrada al obscuro pezón una niña blanca, enteca, de ojos

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