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reproducidos por el pincel de Van Dyck; un cuerpo delgado, siempre en movimiento, saltando sobre la silla en sus rápidos momentos de descanso. Oídlo, porque es difícil hablar con él, y bien tonto es el que lo pretende, cuando tiene la incomparable suerte de ver desenvolverse en la charla del poeta el más maravilloso kaleidoscopio que los ojos de la inteligencia puedan contemplar… hasta que el reloj da la hora y el visionario, el poeta, el inimitable colorista, baja de un salto de la nube dorada donde estaba a punto de creerse rey, y toma lastimosamente su Ollendorff para ir a dar su clase de inglés, en la Universidad, en tres o cuatro colegios y qué se yo dónde más…»

      El que eso ha escrito no es sólo un estilista, un Vanderbilt del idioma, es más aún; es un humorista, legítimo discípulo de Sterne, lector asiduo quizá del Tristam Shandy. Esa fácil ironía, ese buen humor inagotable, esa fuerza superior de sarcasmo, por momentos alegre, sonriente, burlón, en una palabra «esa rapidez de impresiones y esos contrastes siempre nuevos, son el secreto del humorista».

      Y cuando pinta a Rufino Cuervo, el sapientísimo autor de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, «trabajando con tranquilidad, sin interrumpirse sino para despachar un cajón de cerveza…», – porque Cuervo no es ni más ni menos que cervecero. «Yo mismo he embotellado y tapado, me decía Rufino» agrega el señor Cané…

      Hablando de Carlos Holguín, dice que «…y esto sea dicho aquí entre nosotros, Holguín fue uno de los cachacos más queridos de Bogotá, que le ha conservado siempre el viejo cariño». Ahora bien, ¿quiere saberse lo que es un cachaco? El autor se encarga de explicarlo, y lo hace con exquisita claridad. «El cachaco es el calavera de buen tono, decidor, con entusiasmo comunicativo, capaz de hacer bailar a diez esfinges egipcias, organizador de cuadrillas de a caballo en la plaza, el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo a un balcón para alcanzar una sonrisa; jugador de altura, dejando hasta el último peso en una mesa de juego, a propósito de una rifa; pronto a tomarse a tiros con el que le busque, bravo hasta la temeridad…» Y aplíquese esa retrato al respetable señor Holguín!

      De don José María Samper, trae un rápido boceto: «ha escrito, dice, 6 u 8 tomos de historia, 3 o 4 de versos, 10 o 12 de novelas, otros tantos de viajes, de discursos, estudios políticos, memorias, polémicas… qué sé yo!.. Naturalmente en esa mole de libros sería inútil buscar el pulimento del artista, la corrección de líneas y de tonos. Es un río americano que corre tumultuoso, arrastrando troncos, detritus, arenas y peñascos…».

      En fin, largo sería seguir al autor en estos retratos, género literario en que evidentemente descuella. Me he detenido en este punto, porque parece que ahí se revela una nueva faz del talento del señor Cané. Tiene el don de daguerreotipar a una personalidad en pocas líneas, presenta la luz, la sombra, el claro oscuro que iluminan el retrato, poniendo de relieve su lado serio y su lado cómico. Busca siempre el efecto del contraste. Y esto es lo que me mueve a decir que tiene tendencias a ser un verdadero humorista.

      ¿Qué es efectivamente el humour? Un crítico célebre lo ha definido magistralmente. Es, dice, el ímpetu de un espíritu dotado de la aptitud más exquisita para sentir, comprender y explicar todo; es el movimiento libre, irregular y audaz de un pensamiento siempre dispuesto, que ama esas trampas tan temidas de los retóricos; las digresiones, y que se abandona con gracia a ellas cuando por casualidad encuentra un misterio del corazón para aclararlo, una contradicción de nuestra naturaleza para estudiarla, una verdad despreciada para enaltecerla: un pensamiento al cual atrae lo desconocido por un secreto magnetismo, y que, bajo apariencias ligeras, penetra en las más oscuras sinuosidades del mundo moral, da a todo lo que inventa, a todo lo que reproduce, el colorido del capricho, y crea por el poder de la fantasía, una imagen móvil de la realidad, más móvil aún.

      Ahora bien; léase con atención el último libro del señor Cané y se encontrará confirmada la exactitud de esa pintura en muchos y repetidos pasajes. Y casi me atrevería a asegurar que es justamente en los pasajes en que el autor se ha abandonado con más naturalidad a esa tendencia, que el lector con más justicia se complace.

      Edmundo De Amicis, en algunos de sus libros afortunados, ha hablado de la página magistral, la página clásica, la página estupenda que todo escritor debe tener conciencia de haber escrito o poder escribir, para poder así llegar a la posteridad. Una de esas páginas, por ejemplo, es la que se refiere a la «riña de gallos» en el libro sobre España. En aquellas 5 o 6 páginas, dice un crítico, se hallan reunidas, amalgamadas hasta la cuarta potencia, todas las cualidades de De Amicis: la sutileza del observador, el vigor del colorido, la elegancia del estilista, y, junto con todo esto, aquella variedad, abundancia y riqueza archimillonaria del idioma, por lo cual es verdaderamente descollante.

      ¿Pueden aplicarse estas palabras de Barrili al señor Cané? ¿El autor de En viaje ha condensado ya todas sus cualidades, ha dado su nota más alta? En cada libro que escribe el señor Cané, se revela una faz distinta de su espíritu: esto hace difícil en extremo la tarea del crítico severo, fácil a lo sumo la del benévolo, pues en justicia hay tanto que alabar!

      Por eso, una crítica justa – a pesar de que el señor Cané ha dicho que es la «que más difícilmente se perdona, como los palos que más se sienten son los que caen donde duele» – en este caso, puede con leal imparcialidad tributar cumplido elogio al escritor que se ha revelado humorista de buena ley, confirmando su vieja reputación de estilista brillante.

* * *

      Y es lástima grande que con tan brillantes cualidades, no sea el señor Cané más que un dilettante en las letras. Se nota que aquel autor no siente en sí la vocación del escritor; escribe como un pis aller. Dotado como pocos para ello, jamás ha considerado a las letras sino como un accesorio, y en el fondo se me ocurre que es el hombre más desprovisto de vanidad literaria. Las letras son para él queridas pasajeras, que se toman y se dejan rehuyendo compromisos, y a las que no se pide sino el placer del momento, sin la preocupación del mañana. Su temperamento, sus más vehementes inclinaciones, lo llevan a la vida política, a la acción; es hombre de parlamento, orador nato, a quien el ejercicio del poder, sea en ministerios o a la cabeza de cualquier administración, parece producir una satisfacción que degenera en dulce embriaguez. Es un literato que desdeña las letras, y a quien la política, como Minotauro implacable, ha devorado sin remedio. Escribirá aún de vez en cuando, quizá, pero lo hará con la sonrisa de escepticismo en los labios, y como calaverada de gran señor.

      La política es la gran culpable en la vida americana: fascina a los talentos jóvenes, los seduce y los esteriliza para la producción intelectual serena y elevada; los embriaga con la acción efímera, los gasta y los deja desencantados, imposibilitándolos para volver al culto de las letras, y esclavizados por la fascinación de la vida pública. Sacrifican así, esos espíritus escogidos, una gloria seria y permanente, por una gloria inconsistente y del momento.

      Cané principió por dejarse seducir por el diarismo político y derrochó un espléndido talento en escribir artículos de combate que, deslumbradores fuegos de artificio, vivieron lo que viven las rosas, el espacio de unas horas. ¿Quién se acuerda hoy de ellos? Su propio autor los ha olvidado quizá, y con razón, porque son producciones condenadas de antemano a muerte prematura.

      Pero, si bien se explica que un hombre de ese temple sacrifique las letras por la política, no se comprende cómo sacrifica la vida pública activa por la tranquilidad del ocio diplomático. Puede que el temperamento un tanto epicúreo del autor de En Viaje algo haya influido en este súbito cambio de frente; pero renunciar a la vida parlamentaria, a la prensa política, al gobierno activo, para refugiarse en un retiro diplomático, cuando se encontraba en plena juventud, sin haber llegado siquiera a la mitad de la vida, lleno de vigor, de aspiraciones, de sangre bullidora…! Misterio! La vida diplomática tiene, es cierto, nobilísima esfera de acción, pero para un hombre de esas condiciones se asemeja a un suicidio moral. Porque si las funciones diplomáticas permiten disponer de ocios, es preciso llenarlos, y si no se les llena con la labor literaria, un temperamento demasiado activo corre peligro de emplearlos en apurar hasta las heces el cáliz de Capua, – y ese cáliz es fatal.

      Me hace acordar el señor Cané a la figura tan simpática y tan análoga de aquel brillantísimo espíritu francés

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