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pasaron desapercibidos para su padre estos detalles, y los lamentó con todo su corazón.

      – Cuando en mi juventud – decía a su esposa – hacía yo la guerra en el Perú, también tuve algo de republicano, y por eso me vi tratado tan mal al volver a España. No son las ideas republicanas la mejor recomendación para hacer carrera en el ejército, pero más le quiero así que no carlista. Al fin, no desmiente la sangre.

      Con tal bagaje de ideas y ensueños, fué Esteban a hacer su aprendizaje militar, y ya vimos cómo al entrar en el colegio demostró que sus aficiones al estudio no habían amenguado la energía de su carácter ni enmohecido sus puños.

      II

      Alvarez y su asistente

      En 1856 recibió el alférez Alvarez su bautismo de sangre. Recién salido del colegio acababa de incorporarse a un regimiento de guarnición en Madrid, cuando a O’Donnell se le ocurrió dar fin al famoso bienio progresista nacido del alzamiento de Vicálvaro, llevando a cabo el golpe de Estado que equivalía a una repugnante traición contra su compañero Espartero.

      La Milicia Nacional, mandada por Sixto Cámara y otros revolucionarios, resistió valerosamente aquella violación de las leyes que O’Donnell llevara a cabo, pero una vez más venció la fuerza al derecho, y la legalidad cayó al suelo herida por la espada de un ambicioso.

      El alférez Alvarez se batió como un valiente en la plazuela de Santo Domingo. Al comenzar el combate, el joven tenía sus dudas y hacía depender su conducta de la actitud que tomase Espartero. Si el antiguo amigo de su padre se decidía en favor de la causa popular y echaba su espada en la balanza de la revolución, él iría a ponerse al lado de los bravos milicianos aun conociendo que comprometía su porvenir; pero el duque de la Victoria permaneció quieto, negándose a auxiliar a los que combatían en nombre de la Constitución violada, y el alférez, acallando los impulsos de su corazón que le empujaban hacia los insurrectos, permaneció fiel a la ordenanza y se batió tan bien como el primero, en defensa de una causa que odiaba.

      Una bala le produjo un ligero rasguño, y esto bastó para que el Gobierno de O’Donnell, interesado en crearse simpatías en el ejército y que derramaba los ascensos con prodigalidad, le diese el grado de teniente.

      Desde 1856, Alvarez arrastró esa vida sedentaria y monótona, propia de los soldados en tiempo de paz. Trasladado de una a otra guarnición, fué corriendo media España, y los ocios de esa vida insustancial y lánguida que se arrastra en las pequeñas guarniciones, los empleó dedicándose al estudio y poniendo a contribución cuantas bibliotecas encontraba.

      De este modo fué Alvarez adquiriendo una vasta ilustración, y pronto pudo pasar como muy versado no sólo en materias militares, sino literarias y científicas.

      En el regimiento le consideraban como un oráculo, y todos los oficiales reconocían la justicia con que sus compañeros de la Academia de Toledo, que muchas veces sustituían los apellidos por chuscos motes, le habían puesto el apodo de Séneca.

      Alvarez era un buen oficial que cumplía todos sus deberes con exactitud solemne, y esto, unido a su ilustración, le hacía ser apreciado por sus superiores y sus iguales, y le valía que en el cuarto de banderas reinase un profundo silencio siempre que él abría la boca para dictaminar sobre alguna cuestión.

      El coronel, antiguo soldado que apenas sabía leer, pero que tenía sus pretensiones de elocuencia, le hacía corregir sus arengas conmemorativas antes de insertarlas en la orden del día; en las conferencias de oficiales deslumbraba con sus disertaciones, y no había alférez que dejase de presentarle, solicitando una concienzuda corrección, los versos escritos en honor de alguna romántica novia.

      El teniente Alvarez era, en una palabra, el hombre importante del regimiento, el genio cuya gloria se encargaban de pregonar todos, desde el coronel al último corneta; pero tan inmensa popularidad no satisfacía al agraciado ni lograba impedir que a menudo se entregase a sus ensueños ambiciosos.

      Los galones de teniente le desesperaban, la paz le producía náuseas y casi se sentía próximo a llorar de rabia cada vez que pensaba que a fines del pasado siglo había en Francia generales de su misma edad que se hacían inmortales.

      Al enviar el Gobierno la expedición a Cochinchina, solicitó el teniente formar parte de ella con el deseo de adquirir gloria en tan lejanas tierras, pero su proposición fué desatendida, lo que le produjo hondo despecho.

      La fortuna, aquella deidad tan ensalzada por su padre, le volvía la espalda, y él, tan ansioso de gloria y tan dispuesto a realizar las mayores heroicidades, veíase obligado a vegetar en una guarnición, olvidado, casi embrutecido, y teniendo por único consuelo la mezquina popularidad que gozaba en su regimiento.

      Cuando más agitado estaba por sus decepciones, recibió la noticia del fallecimiento de su padre, a consecuencia de lesiones internas producidas por una bala que los cirujanos del Perú no supieron extraerle.

      Esta noticia aumentó aún más la tristeza del joven militar, que cuando soñaba en un porvenir glorioso, colocaba siempre en primer término a su padre, conmovido por la alegría, y lloraba como un niño al ver a su descendiente elevado a los primeros puestos del Estado.

      ¡Oh, maldita imaginación! ¡Ilusiones engañosas! El nunca llegaría a ser nada, y gracias si al retirarse podía alcanzar, como su padre, el empleo de coronel. Además, aun cuando sus sueños se realizasen, Esteban no se consideraría feliz, pues le faltaría la inmensa satisfacción producida por la alegría de su padre.

      Doña Balbina, que vivía en Valencia únicamente por el cariño que a dicha ciudad tenía su esposo, al morir éste trasladóse a Burgos, donde su hijo estaba de guarnición, complaciéndose en hacer la misma existencia nómada que en su juventud, aunque sin el aliciente para ella de las aventuras y terribles incidentes de la guerra.

      Transcurrieron tres años de este modo viviendo Esteban con su madre y ejerciendo ésta tal superioridad sobre las esposas de todos los militares como su hijo en el regimiento.

      La viuda del coronel Alvarez hablaba con los oficiales viejos de las operaciones de la guerra civil con tanta autoridad como si dentro de ella estuviese el general Zarco del Valle, y con las “militaras” disertaba sobre las condiciones que debe reunir un buen asistente y la influencia que las mujeres pueden ejercer sobre los valientes llamados a dar su sangre por la patria.

      Cuando el Gobierno español declaró la guerra al Imperio de Marruecos, el regimiento al que pertenecía Esteban, y que se hallaba en aquel entonces de guarnición en Zaragoza, recibió la orden de salir inmediatamente para Valencia, donde debía embarcarse con rumbo a Africa, formando parte de la división de reserva que mandaba el valiente general Prim.

      Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica; pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.

      Doña Balbina fuése a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.

      Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro, que miraba al “señorito” con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.

      En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.

      Entre el teniente Alvarez y su asistente Perico, apenas si mediaban al día media docena de palabras, y, sin embargo, todo se hacía a gusto del primero, sin que tuviera el menor

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