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que entona Wolfram, el grave trovador, contemplando el astro del atardecer.

      Vichy es la ciudad de la música. Los viajeros que ocupan los hoteles inmediatos al Parque, despiertan, apenas comenzada la mañana, arrullados por el primer concierto del día. El Sigur, de Reyer, lanza sus bélicos apóstrofes, ó la Thais, de Massenet, se entrega á su mística meditación, arrepintiéndose de sus desórdenes de cortesana, mientras el viajero se viste y se lava y va á beber el primer vaso del día en la fuente de la Grand Grille. Luego, á las once, empieza otro concierto en el café de la Restauración, con aditamento de cantantes, y á éste sigue el grande de la tarde, en pleno Parque, que dura hasta las cinco, sin que entre las piezas existan otros intermedios que brevísimos instantes de descanso, como si la orquesta se avergonzase de su inacción y Vichy no pudiese vivir sin una melodía interminable vibrando en su ambiente. Y á las siete, después de la comida, empiezan á la vez, para durar hasta media noche, tres grandes conciertos en los tres casinos importantes, á más de una representación de ópera en el Gran Teatro y los innumerables concertistas que actúan en los cafés y music-halls.

      Parece como que todos los instrumentistas de Francia vengan á Vichy, durante la temporada termal, para entretener el ocio del público cosmopolita, que digiere las famosas aguas al arrullo de las orquestas. Toda la música del mundo es devorada por el enorme consumo melódico de esta población, que llaman orgullosamente los franceses la Reine des Villes d'Eaux. Desde el Fuego encantado, de Wágner, hasta la Jota Aragonesa y la Marcha Real, la música de todos los tiempos y de todos los países halaga los oídos de la muchedumbre extranjera, tropel de aves de paso que llena Vichy durante algunas semanas; y tan pronto suenan las graves notas de una composición de Bach, como se desarrollan picarescos y juguetones los cantos del género chico español, y se contonea chulescamente el diabólico tango, haciendo murmurar á los graves señores condecorados: Ollé, ollé! y moverse los pies de las señoras, que exclaman: Comme c'est joli!

      Música y aguas á todo pasto. ¿Y los enfermos?.. Los enfermos no se ven en ninguna parte. Á Vichy se viene á descansar. Además, la mayor parte de las enfermedades que curan estas aguas son de «larga espera»: males de estómago, diabetes, etc., y los dolientes no se diferencian, en su aspecto exterior ni en su gesto, de los sanos. De vez en cuando se ve un señor que, escuchando el concierto, deposita un pie hinchado, enorme, elefantíaco, sobre la silla que tiene delante; pero las bandas de franela y la pantufla son lo único que revela su enfermedad al contrastar con el otro pie calzado de charol. Pasan algunas señoras sentadas en sillones de ruedas, de los que tiran mozos de cordel; pero van pintadas y compuestas como las demás mujeres, con tal estiramiento elegante en su enfermedad y tal respeto de sí mismas, que hacen pensar si en Vichy morirá la gente vistiendo traje de soirée al arrullo del último vals de moda.

      En los bailes del Gran Casino se ven jóvenes con muletas, ó muchachas que cojean ligeramente, esforzándose por ocultar la flojedad de sus huesos, triste herencia de las diversiones de sus progenitores; pero el frac de los unos y las toilettes escotadas de las otras, parecen borrar la gravedad de sus dolencias, y todos sonríen, con un deseo vehemente de divertirse. Cuando suena la orquesta, el que puede bailar, baila, y el que se ve imposibilitado de hacer esto, se mete en la sala de juego.

      Vichy se divierte: los enfermos malhumorados, que alborotan en sus casas y llevan á mal traer á los suyos, sonríen aquí, y á las seis de la tarde visten su traje de ceremonia. Venir á tomar estas aguas sin traer un smoking en la maleta equivale á un sacrilegio.

      Hay que descansar, y aunque una gran parte de los que llegan á Vichy son favoritos de la fortuna, que no conocen la rudeza del trabajo, descansan y descansan, bebiendo dos vasos de agua por día y charlando durante el curso de tres ó cuatro conciertos diarios.

      Las buenas relaciones entre Francia y España, su acción común en Marruecos, han influído para dar mayor boga á nuestra música. Los mismos compositores de segundo orden, que hace algunos años escribían danzas rusas y melodías moscovitas en honor de la Doble Alianza, producen ahora la Marche des gitanos, la Marche des Aficionados y otras obras de no menos color, con fragmentos de la Marcha Real en sordina, repiqueteo de castañuelas, tintineo de triángulo y golpes de pandero.

      La música del género chico, tangos dislocantes, pasacalles alegres, dúos de ligera pasión y jotas alborozadas, al alternar con las obras de los maestros más famosos, alcanza un éxito que no consiguen éstos muchas veces.

      Yo respeto y admiro el llamado género chico. De sus libretos, dramas comprimidos ó sainetes coloristas, apenas si me acuerdo una semana después de haberlos visto. Pero la música de esas obras es una de las manifestaciones artísticas más respetables y más grandes de la España actual. Se ha hablado mucho de la necesidad de una ópera española. ¿Para qué? España ya tiene su música, que no puede ser más suya. Á los pueblos no hay que forzarlos para que produzcan artísticamente en determinada dirección, sino aceptar lo que den espontáneamente y celebrarlo, siempre que tenga una individualidad marcada.

      El ilustre maestro Bretón se ha pasado gran parte de su vida batallando y penando por crear y afirmar la ópera española. Yo he viajado por varios países de Europa sin oir en ninguna parte fragmentos de sus óperas, que pudiéramos llamar solemnes ó grandes, y en cambio, he escuchado y he visto aplaudir en Francia y en Italia La verbena de la Paloma, y la he oído canturrear á gentes de los Estados Unidos.

      En Nápoles (país de los concursos de romanzas, que cada año da al mundo una canción de moda) los músicos callejeros y las orquestas de los cafés no tienen otra música amada que la de Caballero, Chapí, Chueca y otros españoles.

      En Venecia, la de las serenatas románticas, he visto las góndolas cargadas de cantores y orladas de luces, navegar por el Gran Canal, bajo las ventanas de los hoteles, poblando el silencio de la noche con la «Marcha de los marineritos» de La Gran Vía.

      Cada país debe alegrarse por lo que tiene, sin detenerse á desentrañar y aquilatar su mérito, pues peor es no poseer nada y no despertar la atención más allá de las fronteras.

      La fama de hermosura y gracia de la mujer española la sostienen hoy, desde París á San Petersburgo, todas esas muchachas que, con apodos más ó menos extraños, bailan ó cantan «cosas de la tierra». Sólo cuando aparece en la escena un mantón con flecos y un pavero ladeado sobre un moño con claveles se acuerda el gran público de que existe España. Cuando las orquestas acarician los nervios de la muchedumbre con la música fácil, alegre y bizarra del llamado género chico, se enteran en Europa de que existe un arte español y de que en la Península nos dedicamos á algo más que á matar toros.

      Á muchos les parecerá un sacrilegio lo que voy á decir, pero no por esto es menos cierto. La música de La Gran Vía la tocan más en el mundo y es más conocida que la de El anillo del Nibelungo. Ya sabemos que Chueca no es Wágner. Pero la inmensa mayoría de los que escuchan conciertos en el extranjero, aunque fingen por snobismo una admiración de personas correctas hacia las obras consagradas, prefieren en su interior el «Caballero de Gracia» á todos los caballeros del Santo Graal.

      III

      Las mesas verdes

      El Casino de Vichy es una construcción enorme y blanca, con adornos serpenteantes de «arte nuevo». Contiene un teatro espléndido, en el que todas las noches se cantan óperas ó actúan las «estrellas» de la Comedia Francesa y del Odeón, que hacen su tournée anual: sala de conciertos, grandes salones de baile, gabinete de lectura, una rotonda con espejos colosales, y el oro chorreando por todas las tallas y adornos de los muros… Es, en fin, á modo de una catedral moderna, dedicada á toda clase de diversiones.

      De día se forman elegantes grupos de claros colores, bajo las marquesinas de sus terrazas ó á la sombra de los plátanos de sus jardines; de noche brilla como un palacio de leyenda, marcando con innumerables bombillas eléctricas, sobre la lobreguez del espacio, las líneas de sus cornisas, la esbeltez de sus columnas y las armónicas curvas de su cúpula central.

      En este santuario de las diversiones, al que acude todo Vichy, existe como capilla predilecta un salón blanco,

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