Скачать книгу

el señor Manolo – ; hay tormenta en la atmósfera metálica: la gente tiene pocas ganas de papel.

      Cuando vendía un periódico nuevo, decía con énfasis:

      – Hoy he tenido un éxito extramuros. Los redactores debían votarme un mensaje de gracias, a pesar de que no me llamaron para darme voz y voto. Yo soy el sentido práctico, y les hubiera presentado una moción y consumido un turno para demostrarles que deben sacar el periódico dos horas más tarde. Pero como uno no es letrado, le ojetan el argumento, y el cuarto estado que se roa.

      Su entusiasmo federalista excitaba el regocijo de Isidro, miserable unitario, incapaz de comprender ciertas cosas. Para el señor Manolo, estaba España dividida en catorce Estados, porque así lo habían dispuesto los correligionarios por medio de solemnes y libérrimos pactos. El era ciudadano de Castilla la Nueva; pero quería vivir en paz y fraternidad con los extranjeros de los otros Estados españoles, así fuesen aristócratas, como del «cuarto estado».

      – ¿Es usted de Reus? – exclamaba en la oficina al contestar a un transeúnte – . Pues el Estado catalán ha pactado con el de Castilla. Vamos a beber unas tintas, como buenos ciudadanos confederados.

      Las comidas del domingo en casa del Mosco eran tranquilas y plácidas. Feliciana, la hija, del cazador, servía la mesa o permanecía inmóvil junto a la pared, con los ojos fijos en Maltrana. Si éste hablaba, parecía beber ella sus palabras, con una expresión admirativa en los ojos, como si la subyugase la cultura del joven, que aún adquiría mayor realce entre sus rústicos compañeros.

      Isidro la miraba algunas veces. ¡Hermosa era la hija del Mosco! Cada vez la encontraba más guapa. Adivinaba su admiración, pero aquellos ojos negros fijos en él sólo le inspiraban un vago agradecimiento. Jamás se le había ocurrido la posibilidad de perder el tiempo con una mujer. Eso quedaba para los hartos, para los felices.

      El señor Manolo comía con entusiasmo, alabando la carne tierna de los animales de El Pardo. Olía a tomillo, a romero, a todos los perfumes del bosque.

      Los domingos eran para él días de descanso y plácido aislamiento. No tenía periódicos; apenas si al amanecer repartía un poco de papel a la chusma haraposa que le traía loco. Sin embargo, las preocupaciones de la profesión lo asaltaban en medio de su descanso, e interrumpía la comida para preguntar al Mosco y a Maltrana:

      – ¿Por dónde andará ahora la partida grande?..

      Los interpelados levantaban los hombros con indiferencia. La «partida grande» era un grupo de vendedores de voz de trompeta, que sabían sacarse del magín atractivos pregones: la aristocracia del oficio, ocupada únicamente en lanzar periódicos nuevos y ofrecer libros faltos de compradores, con enorme rebaja…

      El señor Manolo, después de larga reflexión, informaba a sus amigos sobre el paradero de la tal partida.

      –Debe de andar por Zaragoza, vendiendo un papel nuevo, el del último crimen, que interesa mucho al cuarto estado.

      Isidro, al visitar la casa del Mosco, ya no se detenía en la vivienda de su abuela. Esta había alquilado la casucha, yéndose a vivir con el señor Polo, que tenía su cabaña en lo más alto de un cerrillo, desde el cual se veía Madrid.

      Por fin, la señora Eusebia había decidido casarse, sin la ayuda de la Iglesia ni del Estado, con aquel consocio que la cortejaba desde su viudez, y esperando el momento de que se ablandase, había contraído matrimonio con varias comadres del barrio.

      Los traperos celebraron con gran algazara la unión de estos dos «comerciantes», los más antiguos de la busca. ¡Vaya un par de carroñas! Pero nadie osó realizar los proyectos de cencerrada y otras bromas molestas con que algunos intentaron obsequiarles. Merecían respeto: eran los industriales más importantes del barrio, y habían hecho bien uniéndose en una sola razón social.

      Maltrana y el señor Manolo, en fuerza de oír hablar al Mosco de sus expediciones nocturnas, sintieron el deseo de asistir a una de ellas. Una nada más, ¿eh? Con verlo bastaba. No era cosa de exponerse a recibir un balazo por simple curiosidad. De vez en cuando, las noticias que el cazador ingería en sus relatos enfriaban el entusiasmo de los oyentes, haciéndoles retrasar la expedición para mejores tiempos.

      – Anoche, en el cuartel de Somontes, le largaron una perdigonada al Bonifa, un pobre muchacho que no sabe huir el bulto… Hace una semana, pillaron en El Goloso al Bastián y al Paleto, les dieron una paliza de muerte, y ahora están en la cárcel de El Escorial… En el cuartel de Caños Quebrados hay un puñalero guarda que primero hace fuego y después da el alto. En Navachescas hay otro ladrón que lleva muertos dos dañadores, y, según dicen, tiene ganas de verme delante de su escopeta.

      Isidro y el vendedor de periódicos cruzaban una mirada de inteligencia. Era cosa convenida: lo dejarían para más adelante. Pero el Mosco, de pronto, como si quisiera divertirse con su pavor, mostró empeño en llevarles a una expedición; y los dos amigos, por amor propio y que no se burlara de ellos, aceptaron la propuesta.

      ¡Adelante con la cacería! No iban a tener tan mala suerte que tropezasen con los guardas por ir al bosque una sola noche, cuando el Mosco llevaba meses y aun años sin verles.

      Se citaron para el anochecer del día siguiente en el «Ventorro de las Latas», y al caer la tarde reuniéronse en la glorieta de los Cuatro Caminos el señor Manolo y Maltrana.

      Iban con sus peores ropas – aunque ninguno de los dos sabía ciertamente cuáles podían llamarse mejores – , con viejas boinas echadas sobre los ojos, y un aspecto recatado y misterioso de conspiradores convencidos de lo pavoroso de su misión. El capataz de periódicos guiaba, como conocedor del punto de la cita. Abandonaron la carretera en Bellasvistas, y anduvieron por un camino hondo, entre tejares y tapias de huerta, junto a las cuales pasaban, espumosas y susurrantes, las aguas de un canal.

      Comenzaba a anochecer. El cielo era de color violeta; las lomas obscuras que cerraban el horizonte hacían resaltar sobre una faja de oro mortecino los negros bullones de la arboleda de sus cimas. Una estrella nadaba con lácteo fulgor en la bruma suave del crepúsculo. Sonaban lentas y melancólicas las esquilas de invisibles rebaños; ladraban al borde del camino los perrillos de las huertas; chirriaban a lo lejos los carros; comenzaban a iluminarse las ventanas de las casas rústicas esparcidas en aquellas tierras de labor que alternaban con los solares.

      Encontraron al Mosco sentado en un pedrusco cercano a la venta.

      – Quedaos por ahí – dijo en voz baja – . Entrad a tomar una copa, y no me habléis hasta que os llame.

      Los dos amigos se sentaron bajo un emparrado, a la puerta de la venta. Era una cabaña de techo bajo, ahumada por dentro, sin otros respiraderos que la puerta y dos ventanucos. Estaba construida con botes viejos de conservas, que reemplazaban a los ladrillos; el techo era de latas de petróleo enrojecidas y oxidadas por la lluvia. Unos tablones carcomidos empotrados en la pared exterior servían de bancos. El «Ventorro de las Latas» era el punto de reunión de los dañadores antes de emprender la marcha.

      Comenzó a cerrar la noche. Maltrana, a la escasa luz que aún quedaba en el ambiente, vio llegar a los cazadores. Reconocía su organización recordando los relatos del Mosco. Cada pareja de hombres era una «cuadrilla»; compañeros de vida y muerte, que no se abandonaban en el peligro, que al huir en distintas direcciones sabían por instinto dónde encontrarse, partiéndose con fraternal equidad el producto de la caza.

      Eran mocetones que por su aspecto parecían trabajadores de los tejares. A pesar del frío, marchaban ligeros de ropa y sin manta; algunos de ellos con la boina en la faja, como hombres que habían de emprender largas caminatas y sudar mucho en el curso de la noche. Algunas cuadrillas llevaban como refuerzo un muchacho cargado con la aguja, pesada barra de hierro puntiaguda por un lado y rematada por el opuesto con una anilla. Estos aprendices de dañador traían la barra pendiente del hombro por medio de una cuerda, como si fuese un fusil, y se pavoneaban entre los grupos con cierto orgullo, satisfechos de participar de los peligros y aventuras de los hombres.

      Cada cuadrilla llegaba con un grupo de perros. Los canes, después de olisquear a Maltrana y su compañero,

Скачать книгу