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acaba por casarse.

      – La conozco – contestó el príncipe – ; pero no acostumbro á ajustar mi vida á las comedias, ni creo en sus enseñanzas. Puedo asegurarte que no me casaré, aunque con ello desmienta á Shakespeare y al rey francés de cuya crónica sacó el argumento de su obra.

      – Pero lo que pretendes es absurdo – prosiguió Castro – . Yo no sé lo que pensarán los demás, ¡pero impedirme á mí que…!

      Y con el gesto completó su protesta.

      Después, al ver que el príncipe había quedado pensativo, añadió:

      – ¡Cómo se conoce que estás harto!.. Has conseguido en tu vida cuanto deseaste, y ahora quieres imponernos…

      El príncipe, como si no le hubiese escuchado durante su ensimismamiento, le interrumpió:

      – Ya que no puedes vivir sin eso… ¡sea! No tengo empeño en martirizarte. Continúa siendo esclavo de una necesidad que es obra más de la imaginación que del deseo. Ahora que conozco verdaderamente la vida, me asombro de que los hombres hagan tantas necedades por el descubrimiento y posesión de treinta centímetros de piel oculta. Puedes satisfacer tu fantasía cuando gustes… pero ¡nada de mujeres!

      Los tres oyentes se miraron con asombro, y hasta el coronel, que se mantenía impasible siempre que hablaba su señor, mostró en sus ojos cierta sorpresa. ¿Qué quería decir el príncipe?..

      – Tú no ignoras, Atilio, lo que es una mujer. En la mayor parte de los pueblos de la tierra sólo existen hembras: jóvenes y viejas, pero no hay mujeres. La mujer, la verdadera mujer, es un producto artificial de las civilizaciones maduras, algo como las flores de invernadero, de una belleza complicada y perversa. Sólo en las grandes ciudades que llegan á ser decadentes, porque no pueden ir más allá, se encuentra á la mujer. No siendo madre, como lo son las pobres hembras, da todo su tiempo al amor, prolonga maravillosamente su juventud y piensa en inspirar pasiones á la edad en que las otras viven como abuelas. ¡A esa es á la que yo temo! Si entra aquí, se acabó nuestra sociedad, nuestra vida tranquila y dulce.

      Se levantó de la mesa el príncipe, y todos hicieron lo mismo. El almuerzo había terminado y pasaron al hall inmediato, donde estaba servido el café. Miró el coronel en torno con inquietud, examinando las cajas de habanos, la enorme licorera con sus frascos de diversos colores puestos en fila.

      Mientras cortaba la punta de un cigarro, Lubimoff continuó, dirigiéndose siempre á Castro:

      – Cuando desees… eso, te bastará con elegir en los alrededores del Casino. Cien francos ó doscientos; y luego, ¡adiós!.. ¡Pero las otras! ¡Las mujeres! Esas penetran en nuestra existencia, acaban por dominarnos, quieren que nuestra vida se moldee en la suya. Su amor por nosotros no es en el fondo mas que una vanidad igual á la del conquistador que ama la tierra que ha hecho suya con violencia. Todas ellas han leído (casi siempre á tontas y á locas, pero han leído), y las tales lecturas dejan en su voluntad un residuo de deseos indefinidos, de caprichos absurdos, que sirven para esclavizarnos á nosotros, que también nos movemos á impulsos de viejas lecturas… Las conozco. He encontrado demasiadas en mi vida. Si entran aquí mujeres de nuestro mundo, se acabó la paz. Me buscarán á mí por curiosidad y por codicia, pensando en mi historia y mi fortuna; os perturbarán entablando rivalidades entre vosotros; será imposible la vida que yo deseo… Además, somos pobres.

      Atilio protestó sonriendo: «¡Oh! ¡pobres!»

      – Pobres para hacer las locuras de antes – continuó el príncipe – ; y para el amor se necesita dinero. Eso del amor desinteresado es una invención de las pobres gentes, que se consuelan con embustes. La moneda brilla en el fondo de todo amor. Al principio no se piensa en tal cosa: el deseo nos ciega; sólo vemos lo inmediato, la dominación de la persona dulcemente adversaria. Pero en todo amor que se prolonga, se acaba por dar dinero ó por tomarlo.

      – ¡Tomar dinero de una mujer!.. ¡Nunca! – dijo Castro, perdiendo su sonrisa irónica.

      – Acabarás por tomarlo si andas entre mujeres, siendo pobre. Las de nuestra época no tienen otra preocupación que el dinero. Cuando su amante es un hombre rico, se lo piden aunque posean una gran fortuna. Creerían valer menos si no lo hiciesen. Y si les gusta un pobre, le fuerzan á que reciba sus dádivas. Lo dominan mejor envileciéndolo: sienten con ello la satisfacción egoísta del que hace una limosna. La mujer, eterna mendiga del hombre, experimenta el mayor de los orgullos, se cree un ser extraordinario, una heroína, cuando á su vez puede dar dinero á uno del sexo que la ha mantenido siempre.

      Novoa, con una taza en la mano, escuchó atentamente al príncipe. Hablaba de un mundo desconocido para él. Spadoni, con los ojos vagos, pensaba en algo distante mientras sorbía su café.

      – Ya lo sabes, Atilio – continuó Lubimoff – : ¡nada de mujeres!.. Así llevaremos la gran vida. La mañana libre; sólo nos veremos á la hora del almuerzo. Abajo, en nuestro puertecito, quedan varios botes. Pescaremos á las horas de sol, remaremos. En las tardes, irás á tu Casino; tal vez salga yo también para asistir á algún concierto. Se acerca la primavera. Por las noches, sentados en una terraza, bajo las estrellas, el amigo Novoa, sabio de nuestro convento, nos explicará las melodías del cielo; y Spadoni, nuestro músico, se sentará al piano para deleitarnos con la música terrestre.

      – ¡Magnífico! – dijo Castro – . Casi eres un poeta al describir nuestra vida futura. Me has convencido. Vamos á ser felices. Pero no olvido tu permiso para la hembra y tu prohibición de la mujer. ¡Nada de faldas en Villa-Sirena! Hombres nada más, monjes con pantalones, egoístas y tolerantes, que se reunen para vivir dulcemente mientras arde el mundo.

      Atilio se mantuvo pensativo unos instantes, y continuó:

      – Nos falta un nombre: nuestra comunidad debe tener un título. Nos llamaremos… nos llamaremos «Los enemigos de la mujer».

      Miguel sonrió.

      – Que el título quede entre nosotros. Si lo saben fuera de aquí, podrían creer otra cosa.

      Novoa, animado por su reciente confianza con unos hombres tan distintos á los que había tratado hasta entonces, aceptó el título con aplauso.

      – Yo confieso, señores, que, según la distinción hecha por el príncipe, no he conocido jamás á una mujer. ¡Pobres hembras… y pocas! Pero me gusta el título, y acepto ser uno de «los enemigos de la mujer», aunque la tal mujer no se pondrá nunca ante mi paso.

      Spadoni, como si despertase de pronto, se encaró con Castro, continuando en alta voz sus pensamientos.

      – …Es una martingala que inventó un lord ya difunto y que le hizo ganar millones. Ayer me lo explicaron. Primeramente, pone usted…

      – ¡Ah, no, pianista del demonio! – clamó Atilio – . Ya me explicará eso en el Casino, si es que tengo la curiosidad de oirle. Me ha hecho usted perder mucho con sus martingalas. Mejor es que siga con su número 5.

      El coronel, que había escuchado en silencio la conversación sobre las mujeres, pareció ligar dos ideas cuando Castro mencionó el juego.

      – Ayer tarde – dijo al príncipe con un tono algo misterioso – encontré en el Casino á la duquesa…

      Un gesto de muda interrogación cortó sus palabras. «¿Qué duquesa?»

      – Haces bien en preguntarle, Miguel – dijo Atilio – . Tu «chambelán» es el hombre mejor relacionado de la Costa Azul. Conoce duquesas y princesas á docenas. Lo he visto comiendo en el Hotel de París con toda la vieja nobleza de Francia que viene á Monte-Carlo para consolarse de lo que tardan en volver sus antiguos reyes. En las salas privadas del Casino besa manos llenas de arrugas y hace reverencias ante una porción de momias horribles con nombres antiguos y famosos. Unas le llaman simplemente «coronel»; otras se lo presentan con el título de «ayudante de campo del príncipe Lubimoff».

      Don Marcos se irguió, ofendido por el tono zumbón con que se hablaba de su gloria, y dijo altivamente:

      – Señor de Castro, soy un viejo soldado de la legitimidad,

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