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empleado muerto. «Esto es un gran país, señor – me decía el cochero – ; el mejor del mundo. Aquí todos viven, siempre que sepan ser discretos y no tengan mala cabeza…» Y discretos lo son todos. Además, se vigilan entre ellos y tienen miedo á que los denuncie su mejor amigo si hablan del escándalo último ó de un suicidio de jugador. Para el extranjero, ninguno de ellos sabe nada.

      – ¿Y cuando alguien habla? – preguntó Novoa – . ¿Y si alguna es de mala cabeza?

      – Lo destierran. Este es un despotismo paternal que no se atreve á mayores castigos. La policía del príncipe le hace atravesar media calle y lo pone en la acera francesa… No se ría usted: esta pena es cruel. Los desterrados de otros países acaban por acostumbrarse á su desgracia, porque viven lejos y sólo ven á su patria con el pensamiento, pero el de aquí casi puede tocarla con la mano: no tiene mas que atravesar el ancho de una calle. Como todo está en pendiente, contempla su casa unos cuantos tejados más allá. De la chimenea sale el humo del almuerzo, y él no puede ir á sentarse á su mesa; la familia está en las ventanas, y tiene que hablarla por señas. Además, y esto es lo peor, ve cómo los demás que fueron prudentes siguen su vida dulce á la sombra del Casino, y el tiene que buscar una nueva profesión, un trabajo mas duro… Tan intolerable resulta este martirio, que acaba por huir á una ciudad lejana, para que transcurran unos cuantos años y le perdonen.

      Don Marcos volvió á hacer el elogio de Monte-Carlo. Las gentes que perdían su dinero en el Casino guardaban un mal recuerdo; pero ¿dónde encontrar una ciudad más tranquila, plácida y limpia, con su temperatura primaveral en pleno invierno?..

      – Todo el mundo pasa por aquí: mucho pillo, pero también se ven gentes ilustres y puede uno gozar de una sociedad distinguida… Yo apenas juego, y por esto aprecio la hermosura del país. Es más: siento á veces la satisfacción del que disfruta gratis las cosas; y cuando contemplo los paseos hermosos, cuando asisto á los conciertos y á las óperas y gozo la dulce paz de una ciudad en la que no hay miseria ni revolucionarios desesperados, me digo: «Esto lo pagan los jugadores y yo lo disfruto. Ellos pierden para que yo viva bien.»

      Mientras Novoa sonreía otra vez, el coronel insistió en su admiración.

      – ¡Parece imposible que la ruleta haga tantos milagros!.. Y sólo podemos hablar de lo que esta á la vista. El juego ha costeado ese puerto de La Condamine tan bonito: un puerto de yates, con sus muelles elegantes que son paseos. Debe haber intervenido igualmente en la restauración del castillo de los príncipes. Hasta contribuye al fomento de la vida espiritual y al prestigio de la religión. Antes de la ruleta no había mas que simples curas en Mónaco; desde que triunfó el Casino existe un obispo y canónigos, y se ha levantado una hermosa catedral bizantina que sólo necesita, según dice Castro, que el tiempo la ennegrezca un poco. La misa de los domingos figura entre las grandes diversiones del principado. Los diarios de Niza publican el programa de lo que cantará la capilla junto con el programa del concierto en el Casino: canto llano de los maestros mas célebres, de Palestina ó de nuestro Vitoria…

      Novoa le interrumpió:

      – Hay, además, el Museo Oceanográfico. El solo basta para justificar y purificar todo el dinero procedente del Casino.

      Dijo esto con la voz dulce y el gesto algo desmayado que lo eran habituales, pero había en sus palabras la firmeza mística del creyente.

      El coronel asintió. El Museo que entusiasmaba al profesor era obra del príncipe soberano; y él sentía un profundo respeto por «Alberto», como le llamaba familiarmente. Había sido oficial en la Armada española; había navegado como teniente de navío por las costas de Cuba; elogiaba en sus libros á los viejos marinos españoles, sus primeros maestros en el arte de navegar. ¿Qué más para que lo venerase don Marcos?..

      – Siempre que asiste á una ceremonia en su principado viste el uniforme de almirante español… Y es un hombre de ciencia: eso lo sabe usted mejor que yo…

      Dejó hablar á Novoa. Tres cuartas partes del planeta estaban cubiertas por los mares, y la humanidad había permanecido siglos y siglos sin deseos de conocer la misteriosa vida oculta en el abismo de las aguas. Los navegantes, al deslizarse por su superficie, iban guiados por la rutina ó por experiencias fragmentarias, sin llegar á abarcar las leyes fijas y regulares de las corrientes de la atmósfera y las corrientes marinas. La ciencia, que lleva realizados tantos descubrimientos en solo un siglo de existencia, se detenía desalentada ante las orillas del Océano. Los sabios, en sus laboratorios, sólo necesitaban para sus trabajos aparatos fáciles de adquirir; ¡pero estudiar los mares, vivir en ellos años y años!.. Para esto era preciso disponer de buques, fabricar un material costoso y nuevo, mandar hombres, gastar millones, errar pacientemente por los desiertos oceánicos, sin ambición, sin prisa, esperando que el «gran azul» librase sus secretos casualmente; exponer muchísimo para conseguir muy poco. Sólo un soberano, un rey, podía hacer esto; y el antiguo oficial de la marina española, llegado á príncipe, lo había hecho.

      – Gracias á él – prosiguió Novoa – , la oceanografía, que apenas era nada, aparece hoy como un estudio serio. Sus yates han sido laboratorios flotantes, cruceros de la ciencia, que poco á poco han realizado las primeras conquistas de la profundidad. Con sus flotadores errantes ha afirmado de un modo cierto los viajes circulares de las corrientes atlánticas; con sus sondajes minuciosos reveló los misterios de la vida submarina en los diversos pisos de la masa oceánica. Los sabios han podido navegar y estudiar sin apremios de economía gracias á él. Por su munificencia se han publicado hermosos libros, se han abierto museos, se han hecho excavaciones en la tierra que aclaran el origen del hombre.

      – Y todo eso – interrumpió el coronel, persistiendo en su anterior admiración – con dinero del Casino. El juego costea los cruceros científicos, el carbón y el personal de las lejanas expediciones, la impresión de libros y revistas, las subvenciones á los jóvenes que desean perfeccionar sus estudios, el Instituto Oceanográfico de París, el Museo Oceanográfico de Mónaco donde usted trabaja, el Museo Antropológico… Y hay que contar que todo esto no es mas que una propina que abandonan los accionistas… ¡Lo que produce ese palacio que muchos encuentran horrible!..

      – Nada importa la procedencia de las cosas cuando resultan útiles – dijo el profesor con dureza – . Nadie pregunta á los gobiernos, al recibir su ayuda para una obra benéfica, cuál es el origen del dinero. Muchas veces lo han extraído con más crueldad y violencia que lo sacan en este lugar, adonde todos acuden voluntariamente. Bueno es que el dinero de los ambiciosos, de los ilusos, de los que sienten un vacío en su vida que no saben cómo llenar, sirva por primera vez para algo grande y humano. Fíjese en lo que lleva hecho por la ciencia en pocos años este príncipe de un Estado minúsculo. ¡Si los grandes emperadores dedicasen á empresas semejantes la inmensa fuerza de que disponen! ¡Si Guillermo hubiese hecho lo mismo, en vez de preparar la guerra toda su vida!.. ¡Lo que tendría adelantado la humanidad!

      El coronel, por considerarse hombre de guerra, sólo admitió á medias estas palabras del profesor. La espada, la gloria militar, eran algo: el mundo resultaría feo sin ellas… Pero se calló, no atreviéndose á turbar el entusiasmo de su amigo.

      – Todos los pecados de un lado se redimen al otro.

      Novoa, al decir esto, señalaba la masa del Casino irguiendo sus cúpulas y torrecillas policromas sobre la meseta de Monte-Carlo. Luego su índice trazaba una raya en el aire pasando por encima del puerto, é iba á apuntar sobre la eminencia de la izquierda, ó sea el peñón de Mónaco, un edificio cuadrado y enorme que descendía sus muros hasta las olas, un palacio nuevo, cuya piedra guardaba aún la blancura de la estearina en esta atmósfera pocas veces rayada por la lluvia: el Museo Oceanográfico.

      Don Marcos sonrió ante este contraste.

      – Lo mismo que don Atilio. Cada vez que contempla desde aquí el panorama, se fija en esos dos palacios separados por la boca del puerto y que ocupan los dos promontorios. Dice que el uno justifica al otro, y añade que son… ¿cómo dice él? ¿una antítesis?.. No: es otra cosa.

      A través de los árboles llegó desde Villa-Sirena el mugido metálico de un gong llamando á los huéspedes, esparcidos en el parque ú ocultos todavía en sus habitaciones.

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