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con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la cara.

      Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se había declarado por sí mismo.

      Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:

      – Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.

      Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco.

      Jacinto no era tan afortunado en sus amores. La vivaracha Flora le hacía sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa; rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le prodigaba.

      – Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado tarde— manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste.

      – Tú lo has dicho. Á mí me parece que habéis llegado demasiado pronto. Toda la tarde me han picado las moscas.

      – ¿Es que yo soy una mosca, Flora?

      – No, tú eres un moscón; no picas pero zumbas, zumbas sin cesar y me mareas.

      – ¿Quieres entonces que me esté callado?

      – Sí, estate calladito y no me digas las simplezas que me ensartaste el día pasado en Rivota.

      Jacinto bajó la cabeza y permaneció en pie y silencioso. Su rostro terso de adolescente expresaba profunda tristeza. Ambos, callados y taciturnos, contemplaron largamente la hoguera que Linón atizaba pausadamente.

      Pero la morenita concluyó por impacientarse de este silencio.

      – ¿Por qué no bailas, Jacinto?

      – Porque á mí sólo me apetece bailar contigo.

      – Pues entonces puedes sentarte y esperar, porque va para largo.

      – ¿No me quieres por pareja?

      – Sí, pero más tarde… el día en que principies á afeitarte.

      – ¡Qué picante eres, Flora!– exclamó el zagal poniéndose colorado.

      – ¿No ves, querido— manifestó la muchacha soltando una carcajada,– que con esa carita tan blanca y sonrosada va á parecer que bailo con otra mujer disfrazada?

      El mancebo se sintió herido en lo profundo del alma y guardó silencio. Al cabo de un rato Flora le clavó una mirada entre compasiva y maliciosa y dijo sacando de la faltriquera un puñado de avellanas tostadas y ofreciéndoselas:

      – Toma: come esas avellanas, á ver si se te quita el enfado.

      Jacinto las rechazó con digno ademán.

      – ¿No las quieres?… Bien, pues harás que coja un empacho, porque llevo ya comido un celemín de ellas.

      Y se puso á cascarlas con sus blancos y menudos dientes.

      – No sé por qué te enfadas— prosiguió al cabo de un instante.– Ya debías estar acostumbrado á mis cosas… Tú, Jacinto, te empeñas en comer los higos cuando están verdes y ¡claro! no tiene más remedio que saberte agrios.

      – ¡Eres tan despreciativa, Flora!

      – ¡Mejor que mejor! ¿No has oído cantar á los ciegos esta copla:

      Morena tiene que ser

      la tierra para claveles,

      y la mujer para el hombre

      morenita y con desdenes?

      Y riendo como una loca se puso á charlar con su amiga Demetria, dejando al buen Jacinto afligido y hechizado al mismo tiempo.

      Las horas se iban deslizando. Algunas familias de Canzana comenzaron á desfilar. La tía Felicia vino á proponer á Demetria la marcha porque ya era tarde y además le parecía que no tardaría en haber bulla. Al cabo de un instante también se presentó D.ª Robustiana, el ama de gobierno del capitán, con la misma canción, que iba á haber bulla. Y se llevó apresuradamente á Flora.

      ¿Por qué iba á haber bulla? Por lo de siempre, por la iniciativa de los más ruines y cobardes. Jamás se diera el caso de que Firmo de Rivota, ni Toribión de Lorío, ni Nolo de la Braña ni Celso de Canzana, ninguno, en fin, de los héroes gloriosos que brillaban en los combates provocase la pelea. Esta odiosa misión parecía encomendada á algún chicuelo insolente, á algún despreciable zagal que después de prender fuego á la mecha solía desaparecer como si le hubiese tragado la tierra.

      Y esto sucedió entonces. Un mancebillo de Rivota saltó al cabo por encima de la hoguera y después de saltar gritó con voz recia: «¡Viva Lorío!»

      Un estremecimiento de susto corrió por toda la plazoleta. La inquietud y el malestar se pintaron en todos los semblantes.

      Otro chicuelo de Canzana hizo inmediatamente lo mismo y gritó con voz más recia aún: «¡Viva Entralgo!»

      – ¡Vámonos! ¡vámonos!– exclamó Felicia cogiendo á su hija por el brazo.

      El tío Goro ya estaba allí también.

      – Adiós, Nolo, hasta mañana.

      – No: yo voy acompañándoles un rato hasta Canzana.

      Y seguido de sus compañeros se alejó del campo y fué dándoles escolta por la empinada cuesta que conducía al lugar. Demetria se alegró vivamente, se felicitó de que su amante estuviese picado con los de Entralgo.

      En un instante no quedó mujer alguna delante de la casa del capitán.

      De nuevo saltó el mancebillo de Rivota gritando: «¡Viva Lorío!» Y otra vez le siguió el de Canzana contestando impetuosamente: «¡Viva Entralgo!»

      Entonces de las filas espesas y amenazadoras de Lorío salió una voz varonil que dijo secamente: «¡Muera!»

      Fué la señal. Más de cien garrotes se levantaron al mismo tiempo para caer inmediatamente sobre otras tantas cabezas. Y el ruido que hicieron al caer semejaba al chasquido de los guijarros del río cuando éste en una de sus furiosas avenidas los remueve, los sacude contra las peñas de la orilla.

      Peñas eran sin duda los cráneos de aquellos jóvenes valerosos cuando no se quebraron ni se abollaron siquiera. Ni uno solo vino á tierra. Como si tales garrotazos fuesen solamente toquecitos de llamada para despertarlos de su letargo, se irguieron todos bravamente y comenzaron á vibrar sus palos nudosos. La pelea se generalizó. Los guerreros de Lorío se lanzaron sobre los de Entralgo con furiosos gritos. Éstos, aunque menos en número, resistieron el choque á pie firme sin pensar en huir. Crujía el aire con la violencia de los palos; restallaban éstos y se quebraban algunas veces en las manos de los héroes; sonaban los golpes de unos y de otros con fragor en el silencio de la noche: escuchábanse gritos, lamentos, amenazas: todo formaba infernal algarabía de muerte. Los resplandores de la hoguera alumbraban aquella lucha en que por ambas partes se peleaba con furia insaciable.

      Sin embargo, el magnánimo Quino, fértil en astucias, temiendo que la ventaja del número diese rápidamente la victoria á los de Lorío, con algunos de sus compañeros rodeó la casa del capitán para sorprender á aquéllos por la retaguardia. Y en efecto llevó á cabo la maniobra con habilidad y presteza. Cayó de improviso sobre las filas de los enemigos, causando en ellas crueles estragos, produciendo gran confusión y alarma. Pero fué momentánea. Repuestos prontamente, se lanzaron sobre él más de treinta mozos

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