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vengo de parte de su señor tío para que, si gusta de ir conmigo a las Brañas, lo haga con toda satisfacción. Tengo en la cuadra dos caballerías…

      El enviado del cura mantenía suspendido el sombrero sobre la cabeza, sin quitárselo por entero ni acabar de encajárselo.

      – ¡Ah! ¿Viene usted de parte de mi tío? ¡Cuánto me alegro!… Pero póngase, por Dios, el sombrero… No esperaba yo esa atención… Pues cuando usted guste… Lo peor es el baúl… no sé cómo lo hemos de llevar…

      – Que se lo traiga un mozo hasta la posada, y de allí podrá marchar en un carro… El carretero es de satisfacción.

      – Perfectamente… Vamos allá.

      Ambos se emparejaron, entrando en la industriosa villa como dos antiguos conocidos.

      – Vaya, vaya… pues la verdad, no esperaba yo que mi tío me enviase caballo… No le decía categóricamente el día en que había de llegar.

      – Tampoco me lo dio él como seguro. Yo tenía asuntejos que arreglar aquí, en Lada, y pensando venir hoy, se lo dije… Entonces me dijo:– Hombre, Celesto, mañana puede ser que venga un sobrino mío en el tren de la tarde: ¿quieres llevar mi caballo por si acaso?…– Oro molido que fuera, señor cura… ¡Vaya, que no faltaba más!

      – Pero lo raro es que usted me haya conocido tan pronto.

      Celesto hizo una mueca horrorosa con su nariz multicolora. Porque es tiempo de manifestar que la nariz del mensajero no era bermeja, como a primera vista le había parecido a Andrés, sino que, dominando este color notablemente, todavía dejaba que otros matices, tirando a amarillo, verde y morado, se ofreciesen con más o menos franqueza entre los muchos altibajos y quebraduras que la surcaban. En verdad que era digna de examen aquella nariz. Un geólogo hubiese encontrado en ella ejemplares de todos los terrenos volcánicos.

      – ¡Ca, no señor, no es raro! El señor cura tuvo cuidado de decirme:– Mira, mi sobrino viene muy delicadito, casi hético el pobrecito; de modo que no te será difícil conocerlo… Y efectivamente…

      No dijo más porque comprendió que no debía decirlo. Andrés se puso triste repentinamente, y caminaron en silencio hasta llegar a la posada, que estaba a la salida de la villa. Fueron a la cuadra, enjaezó Celeste los caballos, sacáronlos fuera. ¡En marcha, en marcha!… No; todavía no. Celesto no se siente bien del estómago, y se hace servir una copa de ginebra, que bebe de un trago, como quien vierte el contenido en otra vasija. Andrés quedó pasmado de tal limpieza y facilidad. Ahora sí; en marcha: ¡Arre, caballo!

      Los rucios emprendieron por la carretera un trote cochinero. Las vísceras todas del joven cortesano protestaron enseguida de aquel nefando traqueteo, y a cosa de un kilómetro clamaron de tal suerte, que se vio obligado a tirar de las riendas del caballo.

      – ¿Sabe usted, amigo, que el trote de este jamelgo es un poco duro? Si usted tuviese la bondad de ir más despacio…

      – Sí, señor; con mucho gusto. Pues no le oí nunca quejarse al señor cura de su caballo. Antes dice que es una alhaja…

      – Como yo no estoy acostumbrado a esta clase de montura…

      – Eso será… Aunque vayamos con calma, hemos de llegar al oscurecer a casa.

      Y ambos se emparejaron y se pusieron a caminar al paso, unas veces vivo, otras muerto, de sus cabalgaduras.

      Conforme se alejaban de la villa industrial, el paisaje iba siendo más ameno. La carretera bordaba las márgenes de un río de aguas cristalinas, y era llana y guarnecida de árboles. El polvo y el humo de carbón de piedra que invadían la villa y sus contornos, ensuciándolos y entristeciéndolos, iban desapareciendo del paisaje. La vegetación se ostentaba limpia y briosa: sólo de vez en cuando, en tal o cual raro paraje, se veía el agujero de una mina, y delante algunos escombros que manchaban de negro el hermoso verde del campo.

      – ¿Y de qué padece usted, señor de Heredia, del pecho?

      – No, señor; más bien del estómago.

      – ¿No tiene usted ganas de comer?

      – Pocas.

      – ¡Hombre, le compadezco de veras! Debe de ser fuerte cosa eso de sentarse delante de un plato de jamón con tomate y no poder meterle el diente. No he padecido nunca de ese mal… Bien es verdad que tampoco usted padecería si se hubiera pasado cinco años en el seminario comiendo judías con sal, y arroz averiado: saldría usted de allí comiéndose las correas de los zapatos, como este cura…

      – ¿Es usted cura?

      – No, señor; es un decir: estudio para ello.

      – ¡Ya me parecía!

      – No tengo tomadas más que las órdenes menores… Verá usted: cuando entré en el seminario fue con la intención de seguir la carrera lata; pero se murió mi padre hace cosa de seis meses, y no he aprobado más que un año de teología. La pobre de mi madre no puede sostenerme tanto tiempo en el seminario ni en posada tampoco: es necesario abreviar la carrera y ordenarse cuanto antes… Si no puedo ser teólogo, seré cura de misa y olla… ¿Y qué importa?… De todos modos, la curapería anda perdida; ¿verdad, D. Andrés?

      – No me parece tan mala carrera.

      – Se asegura el garbanceo y nada más. Ya sabe usted que hasta se están vendiendo los mansos de las parroquias…

      – ¿Y cómo está usted ahora aquí, en la aldea?

      – Desde el fallecimiento de mi padre (que en gloria esté) vivo en casa: los negocios no han quedado muy bien, y costará todavía algún tiempo el arreglarlos. A pesar de todo cuento, Dios mediante, cantar misa de aquí a dos años… Ea, bajémonos un poco a estirar las piernas y a tomar un piscolabis… ¿No quiere usted echar un cuarterón o una copita, D. Andrés?

      Se hallaban delante de una casucha solitaria, sobre cuya puerta tremolaba una banderita blanca y encarnada, dando testimonio de que allí se rendía culto a Baco.

      – No tomo nada, pero bajaré a acompañarle a usted. Me está lastimando el diablo de la silla.

      – No perderá usted el tiempo— dijo Celesto acercándose a tenerle el estribo y bajando cuanto pudo la voz.– Va usted a ver una de las mejores mozas del partido, más derecha que un pino, bien armada y bien plantada… Se chupará usted los dedos…

      Las muecas que el seminarista hizo al proferir tales palabras no son para descritas. Sus ojos acuosos brillaron como diamantes brasileños y la volcánica nariz se estremeció de júbilo.

      – Vamos, Amalia, sandunguera, échame una copa de bala rasa y a este señor lo que guste. ¡Así pudieras echarte tú en la copa, salerosa, y beberte yo con toda satisfacción, mas que reventase después como una granada!

      – ¿Tan mal estómago te haría, capellán?

      – No lo sé, cielo estrellado; lo único que puedo decirte es que me alborotarías mucho los nervios.

      – Pues tila, querido, tila. ¿Qué quiere usted tomar, caballero? (dirigiéndose a Andrés).

      – Un vaso de agua.

      Mientras Amalia lavaba el vaso en un barreño colocado al extremo del mostrador, Andrés la examinó a su talante.

      Los datos de Celesto le parecieron exactos. Era una moza de arrogante figura y buenos ojos, de brazos rollizos y amoratados; gorda y colorada en demasía. Cuando abría la boca para reír, enseñaba unos dientes blancos y sanos, aunque nada menudos.

      – Échame otra, cara de rosa, que cuando te veo se me seca el gaznate… Vamos, D. Andrés, ¿no se la llevaría para casa de buena gana?

      – ¿Y para qué me había de querer este señor en su casa?– preguntó riendo maliciosamente la joven.

      – Para darte confites, princesa;– ¿no es verdad, D. Andrés?

      – ¡Vaya!

      – No

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