Скачать книгу

de la infancia sana, los hijos de la salud y el amor.

      Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana de enero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabel y el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran la victoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.

      La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desde horas antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual han intervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientos de la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante es cuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo de dientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; la pasta dentífrica; el betún, etc., etc.

      Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac de Melchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano— según lo aconsejó burlescamente su hermana mayor,– por si se daba algún baile en el pueblo».

      – Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata que no me despido otra vez por no despertarlo, y escriban, ¡eh! y no se olviden del frac— y luego, dirigiéndose al cochero:– vamos a casa de Merrick, ¿sabes? en la avenida.

      – El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.

      – ¡Ah! entonces vamos allá.

      Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana al romper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si la regulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada de la lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor, que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedor de diarios que descendía de un tranvía:

      – Dame Nación y Prensa…

      – …No tengo cobre…

      – Déjalos, no más. ¡Vamos!

      Y la victoria continuó su marcha con Melchor, que acababa de iniciarse en el día como de costumbre: con un acto de relativa previsión y otro de generosidad.

      Cuando el carruaje llegó a casa de Lorenzo, éste y Merrick esperaban en la puerta de calle.

      – Estábamos haciendo votos por la prolongación de tu tardanza.

      – ¿Por qué?

      – Porque así podríamos perder el tren y desistir de este viaje, para nosotros estéril y para ti penoso.

      – ¡No sean pavos! Subo a saludar a la familia y despedirme, Lorenzo; bajo en seguida.

      – Están en el balcón; nosotros ya nos despedimos.

      – Ya las he visto— dijo Melchor, mientras subía «de a cuatro» la amplia escalera, al terminar la cual fue recibido por la familia de Lorenzo que en coro le hizo una de esas recepciones íntimas en que el deseo de reír y de llorar se mezclan.

      La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole:

      – Venga para acá… venga el santo… el bueno…

      – ¡Señora!– exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando:

      – Un abrazo… así… fuerte… ¡muy fuerte!– y rompió a llorar.

      Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio…

      – ¡Sólo usted… sólo usted es capaz de este sacrificio!

      – Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para mí un hermano.

      – Y usted es para mí un hijo desde hoy.

      – Bueno, señora; es decir: bueno, «mamita», dejémonos de llantos para los que no hay motivo y ya verán ustedes cómo dentro de poco vuelve Lorenzo hecho unas pascuas— dijo Melchor sonriendo al dominar la intensa, la profunda emoción que sentía.

      – ¡Dios lo oiga!

      – ¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios… así!…– repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó:

      – ¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós… «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!– dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco…

      – ¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa…

      – Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!– repuso Melchor con su jovialidad habitual.

      Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.

      – ¡Caramba, con tu despedida!

      – La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!

      – Al Once, ché— dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.

      – Vamos a tener un viaje espléndido… sin tierra… fresco…– decía Melchor,– ¡ya verán qué maravilla de vida vamos a pasar!… y ¿qué tal? Ricardo, ¿qué dices?

      – ¿Yo?… ¡nada! ¿qué quieres que diga?

      – ¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.

      – ¡Mi madre!…

      – Sí, tu madre, ¿pues qué?

      – Mi madre ha sido feliz toda su vida.

      – ¿Y tú, no?… ¡Qué rico tipo!… Mira, así— y reunía en un haz las yemas de sus dedos,– así, ¿ves?… así hay consuelos para cada dolor.

      – Es posible.

      – No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.

      – ¡Un juguete!…

      – ¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?– interrumpió Lorenzo.

      – A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».

      – ¿Y a la estancia?– insistió Lorenzo.

      – Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.

      – ¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!

      – No; se hace una parada para almorzar y… sestear en la posta del «Paso»… ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?

      – ¿El qué?…

      – ¡El qué!… ¿Estás dormido?

      – Estaba distraído.

      – Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.

      En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.

      – Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?… el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.

      – ¿Por qué?

      – No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.

      – Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?

      – Ahí viene con D. Ricardo.

      Por

Скачать книгу