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Pero el torero torcía el gesto. Poquitas bromas, ¿eh?… Cuando menos se hablase de Carmen sería mejor.

      Por las noches, al conversar con ella al través de una reja, contemplando su rostro de mora entre matas de flores, presentábase el mozo de una taberna cercana llevando por delante una gran batea de cañas de manzanilla. Era el enviado que llegaba a «cobrar el piso»: la costumbre tradicional de Sevilla con los novios que hablan por la reja.

      El torero bebía una caña, ofrecía otra a la novia, y decía al muchacho:

      – Di a esos señores que muchas grasias y que pasaré por la tienda en cuanto acabe… Dile también al Montañés que no cobre, que Juan Gallardo lo paga too.

      Y así que acababa su charla con la novia, metíase en la tienda de bebidas, donde le esperaban los obsequiantes, unas veces amigos entusiastas, otras desconocidos que deseaban beberse unas cañas con el torero.

      Al regreso de su primera correría como matador de cartel pasó las noches del invierno junto a la reja de Carmen, envuelto en su capa de corta esclavina y graciosa ampulosidad, de un paño verdoso, con pámpanos y arabescos bordados en seda negra.

      – Me han dicho que bebes mucho— suspiraba Carmen pegando su cara a los hierros.

      – ¡Pamplina!… Orsequios de los amigos que hay que degolver, y na más. Ya ve: un torero es… un torero, y no va a viví como un fraile de la Mersé.

      – Me han dicho que vas con mujeres malas.

      – ¡Mentira!… Eso era en otros tiempos, cuando no te conosía… ¡Hombre! ¡Mardita sea! Quisiera yo conosé al hijo de cabra que te yeva esos soplos…

      – ¿Y cuándo nos casamos?– continuaba ella, cortando con esta pregunta la indignación del novio.

      – En cuanto se acabe la casa, y ¡ojalá sea mañana! El mamarracho de mi cuñao no acaba nunca. Se conose que le va bien, y se duerme en la suerte.

      – Yo pondré orden, Juaniyo, cuando nos casemos. Ya verás qué bien marcha too. Verás cómo me quiere tu mare.

      Y así continuaban sus diálogos, esperando el momento de aquella boda, de la que se hablaba en toda Sevilla. Los tíos de Carmen y la señora Angustias trataban del asunto siempre que se veían; pero a pesar de esto, el torero apenas entraba en casa de la novia, como si le cerrase el camino una terrible prohibición. Preferían los dos verse por la reja, siguiendo la costumbre.

      Transcurrió el invierno. Gallardo montaba a caballo e iba de caza a los cotos de algunos señores que le tuteaban con aire protector. Había que conservar la agilidad del cuerpo con un continuo ejercicio, para cuando llegase la temporada de corridas. Sentía miedo de perder sus «facultades» de fuerza y ligereza.

      El propagandista más incansable de su gloria era don José, un señor que hacía oficios de apoderado y le llamaba siempre «su matador». Intervenía en todos los actos de Gallardo, no reconociendo mayores derechos ni aun a la misma familia. Vivía de sus rentas, sin otra ocupación que hablar de toros y toreros. Para él, las corridas eran lo único interesante del mundo, y dividía a los pueblos en dos castas: la de los elegidos, que tienen plazas de toros, y la muchedumbre de naciones tristes, en las que no hay sol, ni alegría, ni buena manzanilla, a pesar de lo cual se creen poderosas y felices, cuando no han visto ni una mala corrida de novillos.

      Llevaba a su afición la energía de un guerrero y la fe de un inquisidor. Gordo, todavía joven, calvo y con barba rubia, este padre de familia, alegre y zumbón en la vida ordinaria, era feroz e irreductible en el graderío de una plaza cuando los vecinos mostraban opiniones diversas a las suyas. Sentíase capaz de pelear con todo el público por defender a un torero amigo, y alteraba las ovaciones con extemporáneas protestas cuando aquéllas iban dirigidas a un lidiador que no merecía su afecto.

      Había sido oficial de caballería, más por afición a los caballos que a la guerra. Su gordura y su entusiasmo por los toros le habían hecho retirarse del servicio, y pasaba el verano viendo corridas y el invierno hablando de ellas… ¡Ser el guía, el mentor, el apoderado de una espada!… Cuando sintió este deseo todos los maestros tenían ya el suyo, y fue para él una fortuna la aparición de Gallardo. La menor duda sobre los méritos de éste poníale rojo de cólera, acabando por convertir la disputa taurina en cuestión personal. Contaba como gloriosa acción de guerra haber andado a bastonazos en un café con dos malos aficionados que censuraban a «su matador» por ser demasiado guapo.

      Parecíale poco el papel impreso para propalar la gloria de Gallardo, y en las mañanas de invierno iba a colocarse en una esquina tocada por un rayo de sol, a la entrada de la calle de las Sierpes, por donde pasaban sus amigos.

      – ¡Na: que no hay mas que un hombre!…– decía en voz alta, como si hablase con él mismo, fingiendo no ver a los que se aproximaban— . ¡El primer hombre del mundo! ¡Y el que crea lo contrario que hable!… ¡El único!

      – ¿Quién?– preguntaban los amigos burlonamente, aparentando no comprenderle.

      – ¿Quién ha de ser?… Juan.

      – ¿Qué Juan?…

      Aquí un gesto de indignación y de asombro.

      – ¿Qué Juan ha de ser?… ¡Como si hubiese muchos Juanes!… Juan Gallardo.

      – ¡Pero hombre!– le decían algunos— . ¡Ni que os acostaseis juntos!… ¿Eres tú, acaso, el que va a casarse con él?

      – Porque no querrá— contestaba rotundamente don José, con un fervor de idólatra.

      Y al ver que se aproximaban otros amigos, olvidaba a los burlones y seguía repitiendo:

      – ¡Na; que no hoy mas que un hombre!… ¡El primero del mundo! ¡Y el que no lo crea que abra el pico… que aquí estoy yo!

      La boda de Gallardo fue un gran suceso. Con ello se inauguró la casa nueva, de la que estaba orgulloso el talabartero, mostrando el patio, las columnas y los azulejos, como si todo fuese obra de sus manos.

      Se casaron en San Gil, ante la Virgen de la Esperanza, llamada de la Macarena. A la salida de la iglesia brillaron al sol las flores exóticas y los pintarrajeados pájaros de centenares de pañolones chinescos en que iban envueltas las amigas de la novia. Un diputado fue el padrino. Sobre los fieltros blancos y negros de la mayoría de los convidados destacábanse los brillantes sombreros de copa del apoderado y otros señores entusiastas de Gallardo. Todos ellos sonreían satisfechos de la caricia de popularidad que les alcanzaba yendo al lado del torero.

      En la puerta de la casa hubo durante el día reparto de limosnas. Llegaron pobres hasta de los pueblos, atraídos por la fama de esta boda estrepitosa.

      En el patio hubo gran comilona. Algunos fotógrafos sacaron instantáneas para los periódicos de Madrid. La boda de Gallardo era un acontecimiento nacional. Hasta bien entrada la noche sonaron las guitarras con melancólico quejido, acompañadas de palmoteo y repique de palillos. Las muchachas, los brazos en alto, golpeaban el mármol con sus menudos pies, arremolinándose las faldas y el pañolón en torno de su cuerpo gentil, movido por el ritmo de las «sevillanas». Destapábanse a docenas las botellas de ricos vinos andaluces; circulaban de mano en mano las cañas de ardiente Jerez, de bravío Montilla y de manzanilla de Sanlúcar, pálida y perfumada. Todos estaban borrachos; pero su embriaguez era dulce, sosegada y triste, sin otra manifestación que el suspiro y el canto, lanzándose varios a un mismo tiempo a entonar canciones melancólicas que hablaban de presidios, de muertes y de la pobre mare, eterna musa del canto popular de Andalucía.

      A media noche se fueron los últimos convidados, y los novios quedaron en la casa con la señora Angustias. El talabartero, al salir con su mujer, tuvo un gesto de desesperación. Iba ebrio y furioso porque ninguno había reparado en su persona durante el día. ¡Como si no fuese nadie! ¡Como si no existiese la familia!…

      – Nos echan, Encarnación. Esa niña, con su carita de Virgen de la Esperanza, va a ser el ama de too, y no queará ni tanto así pa nosotros. Vas a ve cómo se llenan de hijos.

      Y el prolífico varón se indignaba al pensar en la futura prole del espada,

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