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en situación tal que yo pueda verla, hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás… ¡Cómo rabiaría doña María si llegara a comprender…! Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se opusiera a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luego nos marcharíamos los tres a Inglaterra, lejos, lejos de aquí, a un país donde yo no viera pariente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para permitir que una mujer católica se casara con un hombre hereje.

      – Creo que usted verá satisfechos sus deseos.

      – ¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte de su gran mérito es bastante raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos noticias de él por indicios primero y después por pruebas irrecusables obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.

      – Inés lo habrá revelado a usted.

      – No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué desesperación! Las tres muchachas no salen de casa, sino custodiadas por la autoridad de doña María. Aquí doña Flora y yo hemos trabajado lo que no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras, y nos lo revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto como un avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la murmuración de algunas, muy pocas personas de las que van a la casa. No hay duda de que es cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos des un disgusto. Cuidado con el suicidio.

      – ¿Yo? – dije afectando indiferencia.

      – Toma, toma aire, que te incendias por todos lados – me dijo agitando delante de mí su abanico. – Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo que este general en agraz.

      Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre. Doña Flora dijo:

      – Pase usted milord, que aquí está la condesa.

      – Mírale… verás – me dijo Amaranta con crueldad – y juzgarás por ti mismo si la niña ha tenido mal gusto.

      Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el gusto de la época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía exceder de treinta o treinta y tres años. Era grave y triste pero sin la pesadez acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la gente inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, dorado por el sol, desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como la de una mujer, y sus facciones realzadas por la luz del Mediodía dábanle el aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años después me hizo recordar a lord Gray.

      Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú, y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse. Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía además los sellos de dos relojes. Su figura en general era simpática. Yo le miré y observé ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ¡ay!, no le encontré ninguna. Mas me disgustó oírle hablar con rara corrección el castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos ridículos y con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero consolome la esperanza de que soltase algunas tonterías. Sin embargo no dijo ninguna.

      Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que impertinentemente había tocado doña Flora al entrar.

      – Querida amiga – dijo la vieja, – lord Gray nos va a contar algo de sus amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y África.

      Amaranta me presentó gravemente a él, diciéndole que yo era un gran militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y que había estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos heroicos a españoles y franceses. El extranjero pareció oír con suma complacencia mi elogio, y me dijo después de hacerme varias preguntas sobre la guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi amigo. Sus refinadas cortesanías me tenían frita la sangre por la violencia y fingimiento con que me veía precisado a responder a ellas. La maligna Amaranta reíase a hurtadillas de mi embarazo, y más atizaba con sus artificiosas palabras la inclinación y repentino afecto del inglés hacia mi persona.

      – Hoy – dijo lord Gray – hay en Cádiz gran cuestión entre españoles e ingleses.

      – No sabía nada – exclamó Amaranta. – ¿En esto ha venido a parar la alianza?

      – No será nada, señora. Nosotros somos algo rudos, y los españoles un poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas, casi siempre con razón.

      – Los franceses están sobre Cádiz – dijo doña Flora, – y ahora salimos con que no hay aquí bastante gente para defender la plaza.

      – Así parece. Pero Wellesley – añadió el inglés – ha pedido permiso a la Junta para que desembarque la marinería de nuestros buques y defienda algunos castillos.

      – Que desembarquen; si vienen, que vengan – exclamó Amaranta. – ¿No crees lo mismo, Gabriel?

      – Esa es la cuestión que no se puede resolver – dijo lord Gray, – porque las autoridades españolas se oponen a que nuestra gente les ayude. Toda persona que conozca la guerra ha de convenir conmigo en que los ingleses deben desembarcar. Seguro estoy de que este señor militar que me oye es de la misma opinión.

      – Oh, no señor; precisamente soy de la opinión contraria – repuse con la mayor viveza, anhelando que la disconformidad de pareceres alejase de mí la intolerable y odiosísima amistad que quería manifestarme el inglés. – Creo que las autoridades españolas hacen bien en no consentir que desembarquen los ingleses. En Cádiz hay guarnición suficiente para defender la plaza.

      – ¿Lo cree usted? – me preguntó.

      – Lo creo – respondí procurando quitar a mis palabras la dureza y sequedad que quería infundirles el corazón. – Nosotros agradecemos el auxilio que nos están dando nuestros aliados, más por odio al común enemigo que por amor a nosotros; esa es la verdad. Juntos pelean ambos ejércitos; pero si en las acciones campales es necesaria esta alianza, porque carecemos de tropas regulares que oponer a las de Napoleón, en la defensa de plazas fuertes harto se ha probado que no necesitamos ayuda. Además, las plazas fuertes que como esta son al mismo tiempo magníficas plazas comerciales, no deben entregarse nunca a un aliado por leal que sea; y como los paisanos de usted son tan comerciantes, quizás gustarían demasiado de esta ciudad, que no es más que un buque anclado a vista de tierra. Gibraltar casi nos está oyendo y lo puede decir.

      Al decir esto, observaba atentamente al inglés, suponiéndole próximo a dar rienda suelta al furor, provocado por mi irreverente censura; pero con gran sorpresa mía, lejos de ver encendida en sus ojos la ira, noté en su sonrisa no sólo benevolencia, sino conformidad con mis opiniones.

      – Caballero – dijo tomándome la mano, – ¿me permitirá usted que le importune repitiéndole que deseo mucho su amistad?

      Yo estaba absorto, señores.

      – Pero milord – preguntó doña Flora; – ¿en qué consiste que aborrece usted tanto a sus paisanos?

      – Señora – dijo lord Gray, – desgraciadamente he nacido con un carácter que si en algunos puntos concuerda con el de la generalidad de mis compatriotas, en otros es tan diferente como lo es un griego de un noruego. Aborrezco el comercio, aborrezco a Londres, mostrador nauseabundo de las drogas de todo el mundo; y cuando oigo decir que todas las altas instituciones de la vieja Inglaterra, el régimen colonial y nuestra gran marina tienen por objeto el sostenimiento del comercio y la protección de la sórdida avaricia de los negociantes que bañan sus cabezas redondas como quesos con el agua negra

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