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Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podría competir con las primeras contraltos.

      Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estar fijas sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermoso semblante de María. Acercose a doña Gertrudis y le dijo al oído:

      – Mamá, me duele muchísimo la cabeza.

      – ¡Ay, hija de mi alma, te compadezco! A mí se me está partiendo también de dolor.

      – Quisiera irme a acostar.

      – Pues ve, hija mía, ve; yo diré que te has sentido un poco indispuesta.

      – Adiós, mamaíta. Que pases buena noche.

      María besó a su madre en la frente, y poco a poco, procurando no ser notada, salió del salón por la puerta del comedor. Se detuvo en él a beber un vaso de agua azucarada y quedó un instante inmóvil con la mirada puesta en el vacío. La sombra de tristeza había obscurecido mucho más su semblante.

      Salió del comedor y atravesó un largo pasillo bastante obscuro. Al final había una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenas hubo subido cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por el brazo y dejó escapar un grito de susto. Al volverse percibió con dificultad el rostro pálido y angustiado de su novio.

      – ¡Ricardo! ¿Qué haces aquí?

      – Vi que salías del comedor y te he seguido.

      – ¿Para qué?

      – Para oír otra vez de tus labios la palabra infame que me has dicho en el salón. ¿Crees, por ventura, que no vale la pena de repetirse? ¿Crees que puedo renunciar a todo un pasado de amor, a todo un porvenir de dicha, a todos los sueños gratos de mi vida sin llamarte infame, cien veces infame, mil veces infame, ahora aquí entre los dos, después en plena tertulia, después ante el mundo entero?… ¡Ven, ven, miserable!… ¡Ven, a que te lo llame delante de todo el mundo!…

      Y Ricardo, pálido y trémulo como el jugador que pone junto a una carta las últimas monedas que le quedan, trataba de arrastrar a su novia hacia la sala, sujetándola fuertemente por la muñeca.

      María inclinó la cabeza y no dijo una palabra. Se dejó arrastrar sin oponer resistencia, bajando los cuatro o cinco peldaños de la escalera. Mas al llegar al pasillo, Ricardo sintió en la mejilla un beso cálido que le hizo soltar su presa y retroceder con espanto. Inmediatamente los brazos de María se anudaron a su cuello y sintió en los labios la presión de otros labios.

      – ¡Ricardo mío, por Dios, no me martirices más!

      Estas palabras, dichas al oído con acento apasionado, fueron acompañadas de una nube de caricias. El joven la estrechó fuertemente contra su pecho sin contestar, porque la emoción le tenía embargado. Cuando estuvo un poco más sereno, le preguntó con voz débil:

      – ¿Me quieres?

      – Con toda mi alma.

      – ¿No fue más que un instante de mal humor?

      – Nada más.

      – ¡Oh, qué rato tan amargo me has hecho pasar! Por todo el oro del mundo no lo pasaría otra vez.

      – ¿No quedas bien pagado, di?

      – Sí, hermosa.

      – Suelta. Me voy a acostar. ¡Tengo un dolor de cabeza tan fuerte!…

      – Espera un poco… Déjame darte un beso en la frente… Ahora otro en los ojos… Ahora otro en los labios… Ahora en las manos…

      – Adiós.

      – Adiós.

      – Suelta, Ricardo, suelta…

      El joven la tenía sujeta aún por las manos, riendo de felicidad. María forcejeaba por desasirse, riendo también.

      – Vamos, déjame marchar; no seas tonto.

      – Porque no soy tonto no te dejo marchar.

      – Mira que me duele la cabeza.

      – Bien, pues te dejo.

      – Hasta mañana. ¡Cuidado con bailar ahora!

      – No tengas cuidado. Me voy a marchar en seguida. Hasta mañana.

      María se escapó corriendo, Ricardo trató de alcanzarla otra vez saltando por la obscura escalera; pero no pudo. La joven le dio las buenas noches con una alegre carcajada desde arriba.

      Al penetrar de nuevo en el salón, Ricardo sonreía como un bienaventurado. El brillo de la araña le trastornó un poco y se apresuró a sentarse.

      El gabinete de María, al llegar a él su dueña, estaba sumido en las tinieblas. Buscó a tientas las cerillas y encendió una lámpara de bomba esmerilada. Estaba decorado con lujo y con un gusto que rara vez suele verse en los pueblos secundarios. Los muebles vestidos de raso azul; las cortinas y el papel de las paredes, del mismo color. En el hueco de dos ventanas había un armario de caoba con espejo de cuerpo entero. El tocador, abrumado bajo el peso de los frascos, arrimado a la pared opuesta. La alfombra era blanca con flores azules. El esmero exquisito con que todos los objetos se hallaban colocados en sus puestos, la elegancia y coquetería de los muebles y el perfume delicado que al entrar se percibía, bien claramente anunciaban el sexo y la calidad de la persona que lo habitaba.

      Cuando María dio luz a la lámpara se encontraron sus ojos con los de una imagen del Redentor que ocupaba el centro de la mesa donde la luz ardía. Era de madera primorosamente tallada y pintada y con cierta expresión triste y apacible en el rostro que había sido la que moviera la joven a comprarla. Al tropezar con la mirada dulce pero glacial de la imagen, se apagó la sonrisa feliz que aun vagaba por sus labios, quedando inmóvil y hondamente pensativa. Poco a poco y a influjo sin duda de las ideas que la embargaron, su rostro perdió la expresión habitual y fue adquiriendo otra dolorida y humilde como la de una Magdalena. En aquel momento los acordes del piano subieron vibrando por la obscura escalera, señalando los primeros compases de un insinuante rigodón. Dejose caer de rodillas y dobló la cabeza. Al poco tiempo sollozaba. Sus labios se apretaron convulsos contra los desnudos pies del Salvador murmurando palabras ininteligibles.

      Después de un largo rato alzó la cara bañada en lágrimas y exclamó con acento de dolor:

      – ¡Jesús mío, cuánta traición, cuánta traición!… ¡Qué mal os pago el amor que me tenéis!… ¡Castígame, Señor, para que pueda tener sosiego!

      Levantose del suelo, tomó la lámpara en una mano y penetró en su alcoba. Era pequeñita y tibia como un nido y estaba adornada con profusión de estampas de Jesús y de la Virgen. El lecho, cubierto con pabellón de gasa, blanco y risueño como el altar de un bautizo. Dejó la luz sobre la mesa de noche y con semblante más tranquilo se desnudó en breves instantes.

      Después tomó una manta de viaje del ropero, se envolvió con ella, apagó la lámpara, hizo repetidas veces la señal de la cruz sobre la frente, sobre la boca y sobre el pecho, y se acostó en el suelo. El blanco lecho cubierto de seda y batista, tierno y perfumado y henchido de sensuales caricias, la estuvo reclamando en vano toda la noche. Así permaneció extendida sobre el pavimento hasta que la luz del día rayaba.

      III.

      LA NOVENA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

      Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente del suelo. Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibió el sonido de las campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños. Se había equivocado; todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, y saliendo al gabinete se puso a orar humildemente postrada frente a la imagen de Jesús. Como no tenía puesta más que una fina camisa de batista, el frío la traspasó en seguida y empezó a tiritar; pero no quiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes chocaron fuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar la postura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanas del gabinete y apagó la luz.

      Una escasísima claridad triste y fría invadió la

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