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de cheques expedido por la sucursal del banco Cox en Charing Cross; pero estaba sin usar y no ayuda nada. Al parecer, solo poseía allí una pequeña cuenta corriente, que le servía muy bien para cuando venía a Inglaterra. Casi todos los cheques son al portador, con algunos expedidos a hoteles y sastres.

      – ¿Algún libro de cuentas?

      – Yo creo que todos sus papeles importantes están en París. Allí tiene un piso, en alguna parte cerca del río. Nos hemos puesto en contacto con la Policía parisiense. Tiene una habitación alquilada en el Albany, de Londres. Les he dicho que la cerraran con llave hasta que yo llegara. Tengo pensado ir mañana.

      – Harás bien. ¿No tenía cartera?

      – Sí. Aquí la tienes. Contiene treinta libras en billetes de diferentes clases, la tarjeta de un vinatero y una factura de unos pantalones de montar.

      – ¿Ninguna carta?

      – Ni una línea.

      – Me imagino que era de esos hombres que no guardan sus cartas – dijo Wimsey —. Instinto de conservación bastante bueno.

      – Pregunté a los criados sobre sus cartas. Al parecer, recibía muchas, pero nunca las dejaba por ahí. No han podido decirme nada de las que él escribía, porque todas las cartas se echan en un saco-correo que llevan a la estafeta o se entrega al cartero si viene, lo cual es raro. La impresión general es que no escribía mucho. La doncella dijo que nunca encontró nada importante en el cesto de los papeles.

      – Esa es una gran ayuda. ¡Espera un momento! Aquí está su pluma estilográfica. ¡Una Onato toda de oro!.. Mira: está completamente vacía. ¿Qué sacamos en consecuencia? No lo sé, exactamente. A propósito, no veo ningún lápiz por aquí. Me inclino a creer que estás equivocado al suponer que escribía cartas.

      – Yo no supuse nada – dijo Parker, suavemente —. Creo que tienes razón.

      Lord Peter se separó del tocador, examinó el contenido del armario y miró los títulos de algunos libros que se hallaban sobre la mesilla de noche.

      – El figón de la reina Patoja, South Wind (libro que confirma lo que pensábamos de nuestro joven amigo), Crónica de un cadete de Coutras (vaya, vaya, Charles), Manon Lescaut (¡hum!). ¿No hay nada más en esta habitación que deba mirar?

      – No creo. ¿Adónde quieres que vayamos ahora?

      – Al piso bajo. Espera un momento. ¿Quienes ocupaban las otras habitaciones?.. ¡Ah, sí! He aquí la de Gerald… Helen está en la iglesia. Entremos. Naturalmente, ha sido limpiada y quitado el polvo, y han destruido todo cuanto podía merecer nuestra atención, ¿no?

      – Así lo temo. Apenas me ha sido imposible tener a la duquesa alejada de su dormitorio.

      – Evidentemente. Aquí está la ventana por la que Gerald gritó. ¡Hum! Nada en la chimenea, naturalmente… El fuego ha sido encendido después. Me gustaría saber dónde puso Gerald esa carta…, la de Freeborn quiero decir.

      – Nadie ha sido capaz de sacarle una palabra sobre ese tema – dijo Parker —. El anciano míster Murbles pasó una hora terrible con él. El duque insiste, sencillamente, en que la destruyó. Míster Murbles dice que eso es absurdo, y tiene razón. Si iba a lanzar esa clase de acusación contra el prometido de su hermana, necesitaba alguna prueba para justificarla, ¿no es cierto? ¿O es que Gerald era uno de esos hermanos romanos que dicen simplemente: “Como cabeza de familia, prohíbo las amonestaciones y no hay más que hablar”?

      – Gerald es un muchacho educado en nuestras grandes universidades, bueno, leal, honrado… pero un completo asno. Mas no creo que sea tan medieval como eso.

      – Si tiene la carta, ¿por qué no la presenta?

      – ¿Por qué? Las cartas que los antiguos amigos nos escriben de Egipto no son, en general, comprometedoras.

      – ¿No crees tú que ese míster Freeborn hiciera alusión en su carta a algún viejo… ejem… lío que tu hermano no quisiera que llegara a oídos de la duquesa? – sugirió Parker.

      Lord Peter, que examinaba distraídamente una hilera de zapatos, se detuvo.

      – Es una idea – respondió —. Se le han presentado muchas ocasiones, nada en serio, claro está…, pero la duquesa haría un mundo de la más inocente. -Se puso a silbar con aire pensativo —. De todas formas, cuando uno corre el riesgo de ser colgado…

      – ¿Crees tú, Wimsey, que tu hermano piensa de verdad que puede ser colgado? – preguntó Parker.

      – Me figuro que Murbles se lo habrá dicho claramente.

      – Sí; pero, ¿se da cuenta positivamente… con su imaginación… que es posible ahorcar a un par de Inglaterra fundándose en pruebas indirectas?

      Lord Peter consideró el asunto.

      – La imaginación no es el punto fuerte de Gerald – admitió —. ¿Supongo yo que ahorcan a los pares?.. ¿No se los decapita más bien en Tower Hill o algo parecido?

      – Me informaré – dijo Parker —. Pero lo que sí es cierto es que ahorcaron al conde Ferrers en mil setecientos sesenta.

      – ¿De verdad? – preguntó lord Peter —. Digamos como el viejo pagano decía de los Evangelios que “como hacía mucho tiempo que fueron escritos, a lo mejor no eran verdad”.

      – Es verdad y bien verdad – respondió Parker —, y fue despedazado y anatomizado después. Pero esa parte del tratamiento está anticuada.

      – Bueno, le contaremos a Gerald todo eso – dijo lord Peter – y le convenceremos para que tome el asunto en serio… ¿Cuáles son los zapatos que usó Gerald el miércoles por la noche?

      – Estos – dijo Parker —. Pero el imbécil los limpió.

      – Sí – dijo lord Peter con amargura —. Gruesos zapatos de cordones… de los que mandan la sangre a la cabeza.

      – Llevaba leguis también. Estos.

      – Demasiada preparación para dar un paseíto por el jardín. Claro que, como tú ibas a decir, la noche estaba metida en lluvia. Tengo que preguntarle a Helen si Gerald sufre con frecuencia de insomnio.

      – Ya se lo pregunté yo. Me contestó que no era corriente; pero que, en ocasiones, sufría de dolor de cabeza, lo cual no le dejaba descansar.

      – Pero eso no es motivo para salir en una noche fría. Bien, bajemos.

      Atravesaron el salón del billar, donde el coronel estaba haciendo una tacada sensacional, y entraron en el pequeño invernadero.

      Lord Peter miró los crisantemos y las cajas donde florecían plantas de bulbos.

      – Estas flores me dan la impresión de que se cultivan bien – dijo —. ¿Permitirías entrar aquí todos los días al jardinero para que las regase?

      – Sí – respondió Parker disculpándose —. Pero tiene órdenes estrictas de andar solamente por esas esteras.

      – Bien. Levántalas y trabajemos.

      Con la lupa examinó con todo cuidado el suelo.

      – Supongo que todos pasarían por aquí.

      – Sí – respondió Parker —. He identificado la mayoría de las huellas. Las personas han entrado y salido. Aquí tenemos al duque. Viene de fuera. Tropieza con el cuerpo. (Parker ha abierto la puerta exterior y alzado algunas esteras para mostrar el lugar donde la grava fue pisoteada y cubierta de sangre). Se arrodilla junto al cadáver. Aquí tenemos su rodilla y la punta del zapato. Después, entra en la casa, atravesando el invernadero y dejando una huella muy clara de barro negro y de grava en el interior, justamente al lado de la puerta.

      Lord Peter se arrodilló con precaución para examinar las huellas.

      – Es una suerte que la grava sea tan blanda aquí – dijo.

      – Sí. No la hay más que en este sitio.

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