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asocia solamente con aquellos delitos comunes contra la propiedad, contra la integridad física o la vida. El funcionamiento del propio sistema judicial alimenta esta percepción. La impunidad de los delitos económicos sumado al aumento de la población carcelaria compuesta de personas que aguardan juicio o han sido juzgadas por delitos comunes no hace más que validar la idea general de que los verdaderos delitos son aquellos que han sido cometidos por las personas de bajos recursos. La paradoja reside en que los delitos económicos suelen tener implicancias mayores en el patrimonio de los habitantes que los delitos más resaltados en los noticieros. De acuerdo a la declaración de Nyanga, se ha estimado en 20.000 a 40.000 millones de dólares la cifra perdida, a través de hechos de corrupción, por los países en vías de desarrollo durante las últimas décadas.

      Otro mito es que la inseguridad derivada de los crímenes comunes afecta principalmente a las clases medias y altas que disponen de los recursos económicos buscados por los que perpetúan esos actos. Al contrario, los pobres son muy vulnerables a esa clase de hechos. Por un lado, no suelen tener acceso al sistema bancario y, por ende, están mucho más expuestos a los robos y hurtos (las casas y casillas ubicadas en las villas miseria de las grandes urbes suelen poseer más barrotes que las casas ubicadas en la ciudad formal). Por otro lado, la protección que tienen ambos grupos es muy diferente. Mientras que la policía prácticamente no ingresa a los barrios carenciados, las clases medias y altas suelen contar no solo con su asistencia sino también con refuerzos a contraturno y seguridad privada. Al igual que lo que ocurre con la salud y la educación, también puede hablarse de una notoria disparidad en la prestación de este servicio público.

      Un tercer mito es que los principales autores de las actividades delictuales comunes son personas de bajos recursos (que son quienes pueblan las cárceles de todo el continente). Sin embargo, se comprueba cotidianamente que muchos de esos crímenes cuentan con algún tipo de ideación y participación por parte de personas de medianos y altos recursos. Personal policial, penitenciario, dueños de desarmaderos de autos y jefes narcotraficantes, entre otros, se vinculan de una manera u otra con esas actividades. Quienes perpetúan los robos suelen ser solamente el último eslabón –el más proclive a ser descubierto– de una cadena muy compleja y amplia.

      Por último, otra creencia incorrecta es que los homicidios por delitos representan el grueso de las personas que mueren por el uso de armas. Según el Ministerio de Justicia, en Argentina, entre 1997 y 2007 han muerto nueve personas por día (36.374 muertos), de las cuales el 39% representa muertes por violencia familiar, discusiones o peleas, el 28,8% representa suicidios y el 25% son muertes en ocasión de delito. Por otro lado, quienes tienen mayores posibilidades de perder la vida en actos criminales son los propios delincuentes. Aunque no existan estadísticas adecuadas, en Argentina, el grupo que concentró la mayor cantidad de muertes por armas de fuego fue el de los varones de 20 a 29 años, con 15.462 muertes, es decir, el sector más expuesto a cometer delitos contra la propiedad privada.

      Para una visión igualitaria, esta forma de inseguridad no es más que un síntoma de una enfermedad (la inequidad). La desigualdad de oportunidades en el acceso a las ofertas educativas, a los empleos y a otras prestaciones estatales constituye el caldo de cultivo perfecto para que los jóvenes que no encuentran otras alternativas inicien un camino que casi inexorablemente conduce a un destino ruin. De acuerdo a un estudio reciente, más del 11% de los jóvenes de la región no estudia, no trabaja ni busca trabajo. Esa situación los expone a circunstancias riesgosas tanto para su salud presente como para sus perspectivas sociales futuras. Entre otros ejemplos, el fácil acceso a drogas de baja calidad y bajo precio los deja en una situación de alta vulnerabilidad. La necesidad de obtener recursos para mantener una adicción los expone a conflictos penales. La prisión, a la vez, funciona precisamente como un camino sin salida. Los empleadores requieren certificados de antecedentes antes de efectuar una designación, lo cual los deja con escasísimas posibilidades de salir de ese círculo vicioso.

      En líneas generales, la región enfrenta el problema de una manera superficial, pues no tiene en cuenta las graves falencias sociales que esconde. Las políticas de encarcelamiento masivo no solo generan que una parte sustancial de los fondos públicos se destine a la sanción de los delitos en lugar de a la prevención, sino que también permiten mostrar políticas públicas a largo plazo donde no las hay. La alta sanción criminal de estos ilícitos no genera mecanismos de prevención general, sino que, al contrario, fomenta la reincidencia.

      Solo recientemente algunos países han comenzado a instrumentar sistemas de policías comunitarias, en las cuales se promueve la participación de los vecinos para prevenir la comisión de delitos. A la vez, resulta fundamental que se trabaje muy específicamente con los grupos en situación de riesgo, a través de programas de capacitación para el empleo y, por supuesto, de una mejora de la educación secundaria con su debida adaptación a la situación específica de los estudiantes de bajos recursos.

      El presente trabajo se propone analizar estos fenómenos, evaluar la actitud de los Estados frente a ellos y teorizar la situación desde una perspectiva de derechos. Se trata de una obra relevante para efectuar un aporte desde la academia a un tema con respecto al cual resta mucho por hacer.

      En contra de los pobres: justicia penal y prisiones en América Latina.

      El caso de Colombia

      ~ Libardo José Ariza ~

      ~ Manuel Iturralde ~

      — I —

      Introducción

      En la mayoría de los países latinoamericanos el sistema penal lucha por perseguir y castigar lo que amplios sectores de la sociedad y el Estado perciben como formas violentas de criminalidad que atentan contra la seguridad ciudadana. Tal ansiedad social ha llevado a que, en muchas ocasiones, las fuerzas de seguridad estatales abusen de los derechos humanos y del uso de la fuerza. Lo anterior no ha resultado en una mayor eficacia del sistema punitivo estatal: la capacidad investigativa del sistema penal suele ser limitada, y sólo un limitado número de delitos llega a las cortes (Pinheiro 1999: 1). Sin embargo, una tendencia es bien clara: las víctimas habituales de los excesos punitivos del Estado y los clientes habituales del sistema penal y las prisiones latinoamericanas son en su gran mayoría miembros de las clases sociales más marginadas y vulnerables. Por ello no es sorprendente que para muchos latinoamericanos la justicia penal sea un sistema opresivo que beneficia a los sectores con mayor capital social, económico y político.

      La ineficacia, la selectividad y la falta de credibilidad del sistema penal son factores que explican, al menos parcialmente, la débil legitimidad de los Estados latinoamericanos y la precariedad de los regímenes democráticos de la región. Pero a su vez, en lo que constituye un círculo vicioso, los sistemas penales de América Latina adolecen de tales defectos justamente porque los regímenes políticos en que funcionan han sido tradicionalmente autoritarios y excluyentes.

      El

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