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este derecho en casos muy puntuales, al tratarse en aquella época de sociedades fuertemente patriarcales. De hecho en el Código de Hammurabi figura como ley que «si la mujer aborrece al marido será echada al río y si el hombre aborrece a la mujer debe darle una mina de plata».

      En el Imperio egipcio sí se han encontrado documentos que, en ciertos casos, permitían a la mujer solicitar la disolución del matrimonio. Asimismo, en la antigua Grecia, la esposa podía solicitar el divorcio si su marido había perdido la libertad –como preso o como esclavo–, si había introducido a otra mujer en el hogar conyugal o si había mantenido relaciones homosexuales.

      Para los hebreos el divorcio también estaba permitido en ciertos casos puntuales, como concesión a las costumbres matrimoniales de aquel tiempo. En concreto las condiciones para el repudio están detalladas en el Deuteronomio:

      Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa. Si después de salir de su casa ella se casa con otro y también el segundo marido deja de amarla, le entregará por escrito el acta de divorcio y la echará de casa. O, si muere este segundo marido, el primer marido que la despidió no podrá volver a casarse con ella, pues ha quedado contaminada. Hacer eso sería algo detestable para el Señor4.

      Esto se fue flexibilizando y, en la práctica, el único requisito para que un judío se separara de su esposa era otorgar un acta de divorcio en presencia de dos testigos.

      Los romanos, por su parte, –pese a las costumbres sexuales relajadas que señalábamos antes– propugnaron la monogamia y establecieron mediante leyes que podía darse fin al matrimonio por tres razones: muerte de uno de los cónyuges, pérdida de capacidad de alguno de ellos o pérdida del affectio maritalis, cuando uno o ambos así lo decidían. De hecho, la palabra divorcio proviene del latín divortium, que significa separar lo que ha estado unido.

      En la cultura musulmana también se daba la posibilidad de divorcio, conocido como el talâq (que etimológicamente significa «dejar libre») o jul (cuando es la mujer quien lo solicita), pero con muchas limitaciones. De hecho esta práctica se califica como «indeseable», ya que en los dichos del profeta Mahoma señalan que «el matrimonio (nikah) es la mitad de la religión (din)» y que: «De todas las cosas que están permitidas, la que más odia Dios es el divorcio»5.

      Llegada la Edad media, el divorcio continuó siendo una práctica posible en toda Europa, pero siempre con límites restrictivos. Un ejemplo es el Líber Iudiciorum, promulgado en torno al año 654 por el rey visigodo Recesvinto. Este libro regulaba el régimen económico marital y las dotes, así como asuntos como el incesto o la violación. En él también se autorizaba de forma leve el divorcio en caso de adulterio, de pérdida de la libertad del marido por esclavitud o de sodomía. Para casos de adulterio se autorizaba a tomar la vida monástica. Para casos de esclavitud se autorizaba el divorcio pero seguía existiendo el vínculo. Y para casos de sodomía o de obligación de prácticas sexuales consideradas como inmorales por parte del marido a la esposa sí se consideraba disuelto el vínculo.

      Más adelante Alfonso X, el Sabio, promulgó Las siete partidas, la cuarta de las cuales se dedica íntegramente a temas matrimoniales. En este texto, escrito solo unas décadas después de la celebración del concilio de Letrán, señala que el matrimonio es:

      Ayuntamiento de marido y de mujer hecho con tal intención de vivir siempre en uno, y de no separarse, guardando lealmente cada uno de ellos al otro, y no ayuntándose el varón a otra mujer, ni ella a otro varón, viviendo reunidos ambos. […] Sacramento es que nunca se deben separar en su vida, y pues que Dios los ayuntó, no es derecho que hombre los separe. Y además crece el amor entre el marido y la mujer, pues que sabe que no se han de partir, y son más ciertos de sus hijos, y ámanlos más por ello, pero con todo esto bien se podrían separar si alguno de ellos hiciese pecado de adulterio, o entrase en orden con otorgamiento del otro después que se hubiesen juntado carnalmente. Y comoquiera que se separen para no vivir en uno por alguna de estas maneras, no se rompe por eso el matrimonio.

      Aparece ya claramente, por tanto, el matrimonio indisoluble y monógamo entre hombre y mujer, al tiempo que se contempla la separación, pero sin disolución del vínculo sacramental, lo cual continúa siendo una de las claves del matrimonio canónico hasta nuestros días. Solo contempla la anulación de dicho vínculo en el caso de:

      Los hombres que son fríos de naturaleza, y en las mujeres que son estrechas, que por maestrías que les hagan sin peligro grande de ellas, ni por uso de sus maridos que se esfuerzan por yacer con ellas, no pueden convenir con ellas carnalmente; pues, por tal impedimento como este, bien puede la Santa Iglesia anular el casamiento demandándolo alguno de ellos, y debe dar licencia para casar al que no fuere impedido.

      Y añade dos posibilidades de divorcio, una poco acostumbrada, en caso de que uno de los cónyuges quisiese tomar la vida religiosa:

      […] pues si algunos que son casados con derecho, no habiendo entre ellos ninguno de los impedimentos por los que se debe el matrimonio separar, si a alguno de ellos, después que fuesen juntados carnalmente, les viniese en voluntad entrar en orden y se lo otorgase el otro, prometiendo el que queda en el mundo guardar castidad, siendo tan viejo que no puedan sospechar contra él que hará pecado de fornicación, y entrando el otro en la orden, de esta manera se hace el departimiento para ser llamado propiamente divorcio, pero debe ser hecho por mandato del obispo o de alguno de los otros prelados de la Iglesia que tienen poder de mandarlo.

      La segunda posibilidad de divorcio que señala es a causa de adulterio, pero solo por parte de la mujer, infidelidad que equipara al cambio de religión por parte de uno de los cónyuges:

      Haciendo la mujer contra su marido pecado de fornicación o de adulterio, es la otra razón que dijimos porque hace propiamente el divorcio, siendo hecha la acusación delante del juez de la iglesia, y probando la fornicación o el adulterio. Esto mismo sería del que hiciese fornicación espiritualmente tornándose hereje o moro o judío, si no quisiese hacer enmienda de su maldad.

      Esta legislación restrictiva en el campo del divorcio, que quedaba limitado a casos muy puntuales, se mantendrá durante siglos en España, apegándose siempre al derecho canónico y refrendándose en las distintas legislaciones posteriores. Entre ellas destaca la Ley de Matrimonio Civil de 1870, promulgada durante el reinado de Isabel II, que establece la necesidad de cumplimiento de requisitos y de la celebración de un trámite civil para que el matrimonio sea válido. En esta ley la única situación regulada era la separación causal, que solo podía ser solicitada por el cónyuge considerado «inocente» ante casos de adulterio, malos tratos o condena de uno de los esposos a cadena perpetua.

      Hay, por tanto, cuestiones que se repiten a lo largo de la historia de la humanidad, incluso en diferentes culturas, para permitir la disolución o finalización del matrimonio. Estas causas históricamente admitidas pueden resumirse en tres: adulterio, violencia y prácticas fuera de la heterosexualidad normativa.

      Con el paso de los siglos, la evolución social y científica ha sido enorme. La Revolución industrial y la incorporación de la mujer al mundo del trabajo hacen que la situación haya cambiado, especialmente para las mujeres. La esposa ya no queda indefensa y desvalida al ser repudiada, sino que puede tener sus propios ingresos y patrimonio, con la independencia que esto conlleva.

      Asimismo, los valores de la Revolución francesa, que propugnan la igualdad, la libertad de cada individuo, la separación Iglesia-Estado y la laicidad, hicieron que el vínculo matrimonial comenzase a entenderse de otra manera. Fue precisamente en este contexto en el que se promulgó la primera ley francesa que apoyaba el divorcio, el 20 de septiembre de 1792. Este texto partió de las ideas de Montesquieu y Voltaire, quienes afirmaban que el matrimonio no es indisoluble. Las nuevas libertades civiles hacían necesario que existiera el divorcio. Desde esta perspectiva, las causas por las que se podía solicitar la disolución del vínculo matrimonial empezaron a ser más amplias: «la demencia; la condena de uno de los cónyuges a penas corporales

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