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algún altavoz. El caso es que su voz salía amenazadora y sibilina desde dentro de la capucha, aunque por el sonido podría haber salido perfectamente desde las mismísimas profundidades del averno.

      —¡Solo falta añadir un detalle para que la trampa se cierre definitivamente! Así la caza tendrá mayor emoción todavía…

      El extraño personaje se dio la vuelta con decisión, en medio de un revoloteo airoso de la capa morada que le cubría. Al separarse, la luz de la esfera se apagó y su superficie se tornó opaca, gris platino. Él abandonó la sala sin mirar atrás, bajó con paso altivo por unas largas escaleras de caracol y salió al aire libre.

      El islote estaba en medio de un océano negro azotado por un viento inclemente. Las olas alborotadas se rompían con bulla contra el anillo de arrecifes que rodeaba el peñón, pero allí se apaciguaban y después llegaban mansas a la orilla pedregosa. La espuma blanca era el único signo de vida marina en la quietud.

      Alumbrado por dos lunas soberbias, una blanca y enorme, otra cobriza, el encapuchado bajó la escalinata exterior con poderío, pasando al lado de una esfinge, y continuó adelante sin estremecerse. Unas figuras de humo gris vinieron a su encuentro, le rodearon e hicieron pasillo en torno suyo. Era un ejército de sombras evanescentes, de fumaradas que se desdibujaban y dibujaban con formas cambiantes de fantasmas, que montaban guardia a derecha e izquierda, y alrededor de la torre.

      Escoltado por esa guardia incorpórea, el encapuchado llegó hasta el borde mismo de la orilla, donde sus pies casi podían tocar el mar, y se detuvo. Se abrió la capa y una luz proyectada desde su interior iluminó el contorno. Levantó en alto un bastón metálico y pronunció unas frases retumbantes e ininteligibles dirigidas a la noche que sonaron como un mantra. El cabezal esférico del bastón emitió entonces unos haces muy potentes de azul eléctrico y automáticamente la superficie del mar cambió. Se espesó como papilla de metal derretido teñido de tinta negra.

      A una orden del encapuchado, se formaron unas ondas circulares que tremolaban serpenteantes y giraban con reflejos de mercurio líquido, lentamente. Las ondas se fueron haciendo más profundas y separadas, conforme la voz se tornaba más imperiosa. Dentro de ese remolino líquido metálico se abrió al fin un pozo y por él salieron unas volutas densas de gris ceniciento muy semejantes a las de los centinelas fantasmas. Las volutas emergían de las profundidades de aquel pozo negro modelando figuras de humo que, poco a poco, fueron ganando cuerpo, hasta adoptar unas formas semihumanas delante del personaje que las había convocado. El agua negra iba resbalando de sus cabezas agachadas al elevarse, luego de sus hombros escurridos, de sus extremidades esqueléticas, de los garfios de sus uñas, hasta dejar unos cuerpos femeninos macabros al descubierto.

      A una orden del encapuchado, esos seres tenebrosos despertaron. Levantaron los rostros cadavéricos hacia aquel que les había convocado y desplegaron unas alas polvorientas de polilla nocturna. El mago, adelantando el cabezal metálico del bastón hacia ellos, ordenó con voz cruel:

      —¡Traedme a la presa que estoy buscando! ¡Necesito su cuerpo y también su alma!

      Las horribles criaturas alzaron el vuelo obedientes y se perdieron en la noche agitando sus alas grises, camino de la tierra de los mortales.

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illustration LOS CAZADORESDE CABEZAS

      Esa mañana se habían levantado contentos y más descansados en una choza de las Montañas Nubladas, en la frontera de Arn-Goroth. Habían iniciado el camino en compañía de Miles, el guerrero Ad-whar errante que un par de días atrás les había protegido del ataque de un broncotauro, un monstruo mitad orangután mitad toro que habitaba en las tierras ásperas del Bosque Umbrío. Desde entonces viajaban con él. Les había prometido guiarles hasta la Montaña del Oráculo, en Metairos, donde esperaban encontrar respuestas al misterio de por qué estaban allí los tres, en un universo paralelo viviendo aventuras que ellos no deseaban. Nika, Javier y Finisterre solo querían que ese oráculo les mostrase el modo de regresar a su casa. Era lo único que les importaba.

      Por suerte, Miles viajaba también en esa dirección, aunque él por otros motivos muy distintos que aún no había terminado de desvelar y que ellos preferían no saber, pero que se imaginaban por la mirada peligrosa y la espada afilada de aquel tipo.

      Justo habían comenzado a caminar, risueños, cuando en la lejanía había sonado de repente un chasquido seco, como el de la rama de un árbol al partirse por la mitad. Y ese chasquido había provocado que el guerrero Ad-whar levantara la cabeza con inquietud hacia las cimas de los montes. A continuación, habían escuchado aquel aullido salvaje y un rasquido, como el arañar de unas patas duras en la superficie de la tierra. Y eso había trastocado de golpe todos sus planes.

      —¿¡Qué pasa!? —habían preguntado ellos a su guía, alarmados.

      —Alguien ha dado suelta a una jauría y… ¡nosotros somos las presas! —les había informado el guerrero con voz grave, acelerando el paso y cambiando de rumbo.

      —¿¡Nosotros!?

      No había tiempo para explicaciones y Miles no se entretuvo en darlas.

      Hasta sus oídos llegó de nuevo aquel sonido espeluznante. Y el guerrero se había lanzado montaña abajo a la carrera, conminándoles a seguirlo, diciendo con una urgencia desusada en él:

      —¡CORRED! ¡CORRED, POR VUESTRA VIDA!

      Y cuando ellos le habían preguntado la razón de sus prisas, qué era aquello que venía aullando por la montaña, su guía les había respondido con aquella frase críptica:

      —¡El demonio y la oscuridad cabalgan juntos!

      La frase parecía tener algún sentido para el Ad-whar, para ellos no. Así que, antes de romperse la crisma en esa accidentada carrera que habían iniciado a toda prisa, insistieron entre jadeos.

      —Pero ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué son esos aullidos? ¿¡Lobos!?

      —Peor. ¡¡Cazadores de cabezas!! Seis. Siete, tal vez… Se dirigen hacia aquí, los malditos. ¡Vienen persiguiendo nuestro rastro! —respondió él, mordiendo las palabras—. ¡Corred! No os paréis, debemos llegar al río. El río es nuestra única oportunidad...

      De nuevo oyeron aquel aullido desafinado al que acompañó un cloqueo amenazador que les erizó los pelos de la nuca. Ya no hicieron falta más apremios. Aceleraron el paso tanto como se lo permitían las piernas, atemorizados.

      Corrían en desbandada, casi volaban, trazando una diagonal en la dirección del torrente. ¡Abajo y adelante; hacia adelante y abajo!, siguiendo a duras penas la estela del Ad-whar.

      Habrían recorrido así más de un kilómetro cuando arriba, en la loma que acababan de dejar atrás, se escucharon unos ruidos inequívocos, como si un tropel de alimañas hambrientas diera vueltas alrededor de un punto, buscando comida. Enseguida se oyó un grito de llamada y después cloqueos y alaridos salvajes de triunfo que salían de unas gargantas que no parecían humanas. Así supo Miles que los cazadores de cabezas habían encontrado sus huellas, sin duda alrededor de la choza donde habían dormido pues el sonido procedía de allí. Sus perseguidores se hallaban más cerca aún de lo que esperaba.

      La certeza de que los tenían encima aceleró la carrera del guerrero hasta convertirla en un galope a tumba abierta por aquel terraplén infernal. Ellos le iban a la zaga, brincando y patinando sobre las hojas húmedas con la lengua fuera y un temor creciente de abrirse la cabeza contra el suelo. Tenían que agarrarse a las ramas al pasar pues cada vez resultaba más difícil mantener el equilibrio sobre el terreno mojado.

      En uno de esos resbalones, Nika se dio una dolorosa culada y a punto estuvo de ir en tobogán hasta el fondo del barranco.

      —¡Esperadme!

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