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en menos de una semana.

      Entonces llegó el momento de Faenza para rendirse, pero la ciudad, creyendo que las fuerzas de Federico II eran insuficientes para hacerla capitular, no se rindió y el emperador la puso bajo asedio.

      El asedio de Faenza

      Faenza resistió siete meses, enfureciendo al propio Federico, dado que años antes ya la había conquistado y esta había pactado con él.

      Además, Federico II se quedó sin oro ni dinero durante el asedio y tuvo que recurrir a la ayuda de los forliveses para expugnarla, requiriendo incluso la emisión por Forlí de augustari22 especiales en cuero, equivalentes a monedas imperiales áureas, que luego reembolsó en oro a los forliveses una vez conquistada y saqueada la ciudad.

      Así, después de haber conquistado Faenza, Federico II quiso arrasarla hasta los cimientos y eliminarla de la tierra, de modo que los faentinos, derrotados, no conseguían aplacar su furia de ningún modo y empezó a desmantelarla por medio de escuadras de gastadores.

      Los faentinos, sin saber qué más hacer, se dirigieron también a sus vecinos enemigos forliveses, rogándoles que intervinieran e intercedieran ante el emperador para detener los estragos que estaba haciendo en perjuicio de su ciudad.

      Los forliveses atendieron las súplicas de ayuda de los faentinos y formaron una delegación para interceder ante el emperador y detener la destrucción de Faenza.

      Federico, no sin objeciones y protestas contra los faentinos, a quienes consideraba traidores,23 finalmente consintió que la ciudad fuera perdonada. Sin embargo, impuso que se convirtiera definitivamente en imperial y estuviera gobernada bajo las enseñas de un alcalde de sus vecinos forliveses, dado que le habían ayudado y se habían mostrado gibelinos de corazón y alma. Por tanto, ordenó que los faentinos dejaran de hacer «cosas de güelfos» y se fusionaran con Forlí.

      Así las dos ciudades, hasta la muerte de Federico, se convirtieron en dos municipios reunidos en un pequeño estado gobernado por las mismas leyes imperiales y defendido por los mismos ejércitos.

      Además, Federico concedió a los forliveses, por su fidelidad, el águila negra en campo de oro24 para ponerla en su escudo municipal y el derecho a acuñar moneda imperial por la ayuda y la lealtad recibidas y los forliveses se enorgullecieron de esto.

      Pero cuando Federico II murió en la Apulia en 1249 cambiaron muchas cosas, sobre todo en los años siguientes, cuando Carlos de Anjou derrotó en Benevento en 1266 al hijo de Federico II, Manfredo.

      Así, los güelfos, expulsados de Florencia unos años antes, tras la derrota de la batalla de Montaperti, empezaron a recuperar fuerza en Florencia y Bolonia. En esas ciudades se inició una batalla contra el predominio de los gibelinos que se extendió brevemente a toda la Romaña, con el apoyo de la Iglesia, que reivindicaba esas tierras como suyas.

      Y así, cuando Carlos de Anjou fue nombrado vicario imperial para la Toscana por parte del papa, los güelfos toscanos volvieron a Florencia y su región, mientras los gibelinos toscanos tuvieron que dejar esos lugares y refugiarse en la Romaña, que seguía siendo uno de los últimos lugares gibelinos todavía fieles a las leyes imperiales en Italia.

      El dragón, la cruz güelfa y la cruz gibelina

      En esos tiempos circulaban en Italia desde 1186 diversas historias de tipo apocalíptico atribuidas al profeta Joaquín de Fiore, que hablaban de la venida de un dragón con siete cabezas de siete anticristos.

      Seis cabezas ya se habían asignado a diversos personajes históricos del pasado, pero la última, y la más importante, todavía estaba vacante.

      Así que la última cabeza que faltaba del dragón se atribuyó rápidamente por cierto tipo de clero, que creía en las profecías de Joaquín de Fiore, a Federico II, debido al hecho de que, además de querer reformar la Iglesia, se contaba que había nacido hijo de un prelado y una antigua monja. Además, Federico II hablaba árabe, tenía una guardia árabe y durante las cruzadas se había preocupado más de hacer la paz que la guerra en Tierra Santa, así que fue llamado «el Dragón», mientras que otros entornos franciscanos y más pobres de la Iglesia, paradójicamente, le atribuían un papel de reformador, esperando que fuera un perseguidor apocalíptico de la Iglesia corrupta, especialmente de los cardenales.

      Por esto, muchos frailes y sacerdotes pobres, y posteriormente también güelfos blancos, militaron en las filas gibelinas.

      Los güelfos tenían como símbolo y bandera una cruz papal, mientras que los gibelinos, sin negar la existencia de Dios, oponían una cruz imperial con los colores opuestos y especulares de la güelfa, lo que reflejaba la distinta filosofía de las dos facciones.

      ¿Pero cómo estaban hechas y qué diferencias había entre los dos símbolos? Echemos una ojeada.

      Tal vez las cruces güelfa y gibelina nacieron como símbolos, incluso antes de los güelfos y gibelinos, durante el Sacro Romano Imperio de Carlomagno.

      Pero se desarrollaron durante las luchas por las investiduras entre papado e imperio, en una lucha por el derecho a elegir los emperadores y administradores por parte del papa y los obispos contra el derecho reivindicado por los emperadores a ser elegidos directamente por Dios sin la intermediación de la Iglesia.

      Ambos símbolos representaban el poder de Dios, pero había entonces dos modos principales de representarlos y entenderlos.

      El primero era imperial, es decir, el poder de Dios era preexistente y era concedido por Él directamente en persona a los emperadores para que gobernaran, ya desde los tiempos de la Roma antigua, mucho antes de la venida de Cristo y de la Iglesia.

      El otro era el poder de la Iglesia, que, representando la voluntad de Dios sobre la tierra, hacía de intermediaria directa y a quien se había concedido el poder de control sobre los hombres por parte de Dios y era por tanto la que decidía si darlo o no a los emperadores.

      De estas dos visiones o filosofías nacieron diversas disputas y muchos grupos religiosos y militares, como carolingios, templarios, güelfos y gibelinos.

      Para representar a estas facciones e ideas se usaron dos símbolos principales:

      Una era la cruz de san Juan Bautista, usada por templarios y gibelinos.

      La otra era la cruz de san Jorge, usada por el clero y los güelfos.

      Cuando nobles y clero organizaban expediciones o cruzadas, ponían en cabeza estas banderas con cruces blancas o rojas, dependiendo de si las divisiones pertenecían a los nobles o a la iglesia o si estaban organizadas por emperadores o papas.

      ¿Pero cómo se habían creado y qué significaban estas dos banderas?

      Para empezar, hay que saber que el rojo púrpura era el color oficial de la Roma antigua y representaba a los emperadores romanos, mientras que el blanco representaba el color de Dios.

      La bandera gibelina de san Juan Bautista era una gran cruz blanca sobre un fondo completamente rojo púrpura.

      Significaba que el rojo imperial y su nobleza ya existían previamente en todas partes y en él luego Dios introducía su cruz blanca como garantía de pureza y verdad.

      Opuesta y contraria en colores y significado era la bandera güelfa de san Jorge, donde una cruz púrpura en un campo completamente blanco significaba que Dios era preexistente en todas partes con su pureza y concedía una cruz púrpura al emperador, que estaba, por tanto, subordinado a Dios y a la Iglesia. En la práctica, en aquella bandera con fondo blanco se podía insertar, con el permiso de Dios, la cruz púrpura imperial.

      Ese permiso, decían los güelfos, lo concedía la Iglesia por medio del papa y sus obispos desde los tiempos del papa Silvestre, cuando coronó a Constantino como emperador de Roma, mientras los gibelinos sostenían por el contrario que esto era falso.25

      Posteriormente, también entre los güelfos hubo una escisión entre güelfos blancos y güelfos negros.

      Los

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