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      —La historia que te contó tu padre es cierta, pero, al parecer, no creyó que pudieses estar a la altura de conocer los detalles. Él también era conocedor de los secretos de los que hablas —Ruegra puso cara de asombro, su padre había insinuado muchas veces ese misterio, pero nunca había querido ahondar en él—. ¿Qué ocurre, general, te estás preguntando por qué nunca te lo reveló?

      —Tal vez mi corta edad y mi impulsividad hacían de mí un mal interlocutor.

      —Más bien diría que las características que siempre te han distinguido son el ansia de poder y de victoria.

      —El poder es indispensable para mantener el orden y la estabilidad —señaló el general levantándose impaciente.

      —Tu fe se basa en el orden al servicio de un solo individuo y de la estabilidad de una sola tribu —replicó Wof.

      Ruegra comenzó a caminar nervioso, hacía rato que había perdido la paciencia, pero sabía muy bien que ni la tortura ni el chantaje servirían de nada con el hombre sentado frente a él; su única esperanza pasaba por ganarse su confianza.

      Jugó su última carta y dijo mintiendo:

      —Sabes que sentía un gran respeto por mi padre, cuando era niño decías que me parecía a él, te veía como un maestro, así pues...

      —¿Qué te hace pensar que voy a revelarte cómo encontrar el pergamino? La pureza del niño que había en ti se desvaneció rápidamente, Ruegra, y el deseo de destacar ha dado paso al hambre de poder —dijo sin apartar los ojos de él.

      —Ya no soy el anic que recuerdas de la guerra, ahora soy capaz gestionar el poder con ecuanimidad. Mi padre se equivocó al no contármelo todo —escupió el general en un ataque de ira.

      —Si has acudido a mí, es porque no eras digno de su confianza. ¿Qué padre oculta sus conocimientos a su hijo? Cuánta amargura debió haber en su gesto, ¿quién te conocía mejor que él y quién soy yo para revelártelo todo, ignorando desconsideradamente su decisión al respecto? Como ves, no puedo más que respetar su voluntad para honrar así su memoria —profirió Wof levantándose para despedirse de su verdugo.

      El general no conseguía sacarse esa escena de la mente. Con el vaso en la mano seguía mirando al vacío en aquella calurosa tarde bonobiana.

      A la mañana siguiente, Ruegra inspeccionó personalmente los trabajos realizados para sustituir el módulo destruido por el asteroide.

      Mastigo había llevado a cabo la tarea a la perfección y sus mecánicos, como siempre, habían hecho un excelente trabajo de recolocación. Zarparon a la hora prevista camino de casa.

      Los días pasaban lentamente a bordo. Ruegra tenía mucha prisa por volver, pues temía conspiraciones, a pesar de que su hermano, a quien había dejado al mando del planeta en su ausencia, le mandaba asiduamente informes completos de la situación que no daban motivos para temer nada. Carimea era una maraña de razas, varias tribus le disputaban a los anic la primacía del liderazgo, pero, durante el ya largo gobierno de Ruegra, este había conseguido eliminar a los innumerables oponentes. Había sido fundado por grupos de varios sistemas solares, la mayoría de ellos eran aventureros en busca de fortuna o exconvictos buscando una patria donde empezar una nueva vida. Solo una pequeña fracción de ellos eran originarios del planeta. Estas poblaciones locales habían sido brutalmente subyugadas y aisladas.

      En el camino de vuelta, sentado en la butaca del puente de mando, reflexionaba sobre las palabras de Wof. «Mi padre lo sabía», se repetía a sí mismo.

      De pronto, recordó cómo su padre se alejaba con frecuencia durante los periodos de caza o en aquellos momentos que precedían a la guerra, y que el destino que frecuentaba con más asiduidad era la tierra de los bonobianos y, en particular, el mar del Silencio.

      Mientras estos pensamientos le atravesaban la mente, sintió como si le hubiera golpeado un rayo: ¿cómo no se había dado cuenta antes?. Tenía que haber algo o alguien allí que pudiera proporcionarle información sobre el pergamino.

      Relacionó esta idea con el informe de Mastigo sobre aquella nave comercial, quizás alguien se le había adelantado.

      Ordenó un cambio de rumbo inmediato. Regresaban a Bonobo.

      Mastigo, asombrado por el regreso, se precipitó hacia la nave para anticiparse a su comandante en jefe.

      —Mi saludo es para el más invencible de los carimeanos. General, ¿qué ha provocado este regreso repentino?

      —He estado pensando sobre el aterrizaje de la nave comercial, esto me ha impulsado a volver a ocuparme de la situación yo mismo.

      —Una vez más no se ha equivocado; al ver que mis informantes no regresaban, decidí acercarme al lugar. He descubierto que han sido eliminados por los intrusos.

      Ruegra esperó por un momento que, conociendo las costumbres de su gobernador, este no hubiera destruido cualquier posibilidad de recibir información.

      —No ha quedado nada —informó Mastigo de inmediato, tan complacido como un niño sádico que tortura a sus pequeñas presas.

      Ruegra contuvo las ganas de saltar sobre su interlocutor y le preguntó qué había pasado con la tripulación de la nave comercial.

      Mastigo respiró hondo, consciente de no estar dando buenas noticias.

      —No hemos conseguido encontrarlos. Deben haber huido.

      —¡No solo has destruido todas las pruebas, sino que has dejado escapar a la tripulación! ¡Te has comportado de manera negligente! ¡Llévame al sitio!

      Inmediatamente, pensando que no era conveniente que Mastigo supiera lo que andaba buscando, se corrigió:

      —Prepárame un escuadrón. Iré sin ti.

      Capítulo segundo

      Sobre sus cabezas colgaba una espada de piedra

      —Preparémonos, no creo que nos reciban con flores —exclamó Oalif, el más ocurrente del grupo.

      Este estaba formado por miembros de los cuatro planetas que se oponían al dominio de Carimea y habían sido seleccionados por su historial y sus capacidades psicofísicas. Juntos formaban un equipo capaz de afrontar cualquier misión, ya sea desde un punto de vista físico como estratégico. Su tarea consistía en defender la paz, no solo militarmente, sino también mediante acciones de inteligencia y coordinación entre los distintos pueblos.

      El Consejo de la Coalición de los Cuatro Planetas les había concedido el título de tetramir en virtud del cual los distintos gobiernos les reconocían una cierta autoridad y otras atribuciones extraordinarias hasta la consecución de su objetivo.

      La pequeña nave comercial cruzó los grandes anillos grises de Bonobo y se dirigió al mar del Silencio.

      Este tipo de naves, diseñadas para transportar carga, tenían forma de paralelepípedo con un frontal biselado para darle un mínimo de aerodinámica y unas pequeñas alas plegables solo necesarias para salir de la atmósfera. Tenían un enorme portón trasero que se abría como una flor, en tres secciones, y servía para cargar y descargar las mercancías. Lentas y aparatosas, podían aterrizar y despegar perpendicularmente al suelo sin necesidad de espacio para maniobrar, como, por el contrario, ocurría con todas las demás naves.

      —Identifíquense —sonó a través de la radio la voz metálica de los centinelas del planeta.

      —Somos comerciantes, señor —respondió Oalif.

      —Lo vemos, pero ¿quién está a bordo y qué transportan? ¿Traen la licencia?

      —Séptimo de Oria, señor.

      —¡Número de licencia! —insistió el centinela.

      —34876.

      —No aparece en nuestra lista. Cambien de rumbo inmediatamente, no tienen permiso para aterrizar en esa zona.

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