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de narcotraficantes– le preguntó al jefe de la policía de la zona cuándo pensaba allanar el local de fraccionamiento de su principal competidor. Según las transcripciones incluidas en otro conjunto de procesos judiciales, Nélida dijo: “Me andaba preguntando a ver si pasa algo con mi problemita”. Y el jefe de policía respondió: “Sí, lo que pasa es que no hay orden de detención de ninguno. Yo estoy esperando que el fiscal me la dé, ¿me entendés?”.

      El Estado ambivalente

      Tomado en conjunto, el material que analizamos otorga forma concreta “a lo que de otro modo sería una abstracción (‘el Estado’)” (Gupta, 1995: 378). “El Estado como institución –escriben Aradhana Sharma y Akhil Gupta– adquiere fundamento en la vida de las personas a través de las prácticas aparentemente banales de las burocracias” (Sharma y Gupta, 2006: 11; destacado en el original). Los habitantes de un país aprenden qué es el Estado en la esfera de las prácticas cotidianas, como hacer fila para obtener un subsidio (Auyero, 2013), pagar una multa de tránsito, asistir a una audiencia en un juzgado o, como veremos en este libro, sospechar o comprobar que un policía viola la ley.

      La investigación académica sobre el Estado moderno critica la todavía imperante dicotomía entre Estados “débiles” y Estados “fuertes” (Dewey, Míguez y Sain, 2017; Jessop, 2016). Cruz, por ejemplo, señala que “el foco excesivo en el debate sobre Estados fuertes versus Estados débiles obstaculiza la exploración de las complejidades del rol del Estado en la violencia común” (Cruz, 2016: 378). El politólogo Enrique Desmond Arias (2006a; 2017), por su parte, arguye que necesitamos examinar los tipos específicos de compromisos entre el Estado y los actores criminales. En su investigación en las favelas de Río de Janeiro,analiza con minuciosidad esos compromisos entre organizaciones criminales, asociaciones comunitarias, policías y políticos. En sus propias palabras:

      Las relaciones entre policías y traficantes son violentas y desorganizadas. Los moradores informan que mientras un destacamento policial recibe pagos directos de los narcotraficantes, otros destacamentos mantienen relaciones más distantes con ellos. La mayoría de los policías no aceptan sobornos directos de las bandas. En cambio, arrestan a los traficantes, confiscan el contrabando y después cobran un rescate por la libertad de los narcos encarcelados y venden las drogas y las armas a otras pandillas (Arias, 2006a: 75).

      Como con seguridad advertirán los lectores, nuestra descripción de las conexiones clandestinas entre narcotraficantes y agentes policiales comparte muchas similitudes con las de Brasil. A través del análisis minucioso de organizaciones de narcotráfico relativamente más jóvenes y niveles de violencia relativamente más bajos –en comparación con otros casos estudiados en forma exhaustiva, como Brasil, México y Colombia–, nuestro libro intenta aportar elementos para una mejor comprensión de la dinámica de la colusión examinando la información a nivel granular, interpersonal.

      Cuando subrayamos el carácter ambivalente del Estado, no estamos aludiendo a la “ambivalencia sociológica”, concepto elaborado por Robert K. Merton y Elinor Barber (1976: 5) para denotar la ambivalencia que “se construye en la estructura de los estatus y roles sociales”. Nosotros utilizamos el término “ambivalente” en sentido literal, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española: “Que presenta dos interpretaciones o dos valores, frecuentemente opuestos”. O como lo define el Oxford English Dictionary:

      un conjunto de instituciones interdependientes que se diferencian de otras instituciones de la sociedad, legítimo, autónomo, basado sobre un territorio definido y reconocido como Estado por otros Estados [y que se] caracteriza por su capacidad administrativa para conducir, para gobernar una sociedad, para establecer reglas obligatorias, derechos de propiedad, garantizar intercambios, gravar y concentrar recursos, organizar el desarrollo económico y proteger a los ciudadanos (King y Le Gales, 2012: 108).

      La mayoría de los estudiosos del Estado moderno no incluirían la coherencia entre las características que lo definen (Blanco y otros, 2014; Marwell, 2016; Morgan y Orloff, 2017). Según Bob Jessop, por ejemplo, el Estado es un “ensamblaje polivalente y polimorfo” en el que varios “proyectos de Estado” compiten entre sí (2016: 26). La ambivalencia respecto de la ley es un rasgo característico, de acuerdo con este autor, de todo Estado moderno:

      Muchos Estados infringen habitualmente su propia legalidad –ya sea de manera abierta o bajo el manto del secreto oficial, y tanto en asuntos domésticos como foráneos– apoyándose en una mezcla de terror, fuerza, fraude y corrupción para ejercer el poder (Jessop, 2016: 28).

      Para Pierre Bourdieu (2015), por mencionar otro ejemplo, el Estado es un campo, un terreno donde una pluralidad de agentes, grupos e instituciones están en lucha constante. En otras palabras, las tensiones y las contradicciones le son pertinentes. Y aunque actores contendientes provistos con diferentes recursos y “fuerzas inusuales” persigan diversas y a veces conflictivas agendas, todos comparten una orientación general (2015: 32). En este campo, la acción se “orienta mayormente a imponer la voluntad del Estado sobre el conjunto de la sociedad” (Steinmetz, 2014: 5).

      La mayoría de los expertos en el tema quizá dirían que nuestro postulado sobre la ambivalencia del Estado es tautológico. Casi con seguridad argumentarían que los Estados siempre son ambivalentes. Estamos de acuerdo. Lo que intentaremos demostrar es que los agentes estatales simultáneamente hacen cumplir y violan la ley en el mismo espacio marginalizado y entre las mismas personas relegadas. En

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