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convivimos para pedirle un favor, pedirle oración, también con los santos hay una comunión, se establece una comunión y les pedimos, les abrimos el corazón, sintonizamos. La lectura de ese santo es como un amigo que tiene sus confidencias conmigo, porque no es simplemente que leo, ¡es que él se me comunica!, y eso me sintoniza, y es vital. No es pues, meramente que yo lo he conocido como puedo conocer a un personaje histórico de un determinado período, no. Él está en la Iglesia, empeñado en la obra de la Redención, yo sintonizo, es verdaderamente mi amigo. Tenemos que tener esa amistad con los santos; amistad, con los santos con los que brota esa amistad, que no es con todos. Hay santos que no nos dicen nada, y no porque uno dude de su inmensa santidad, pero bueno, no me dice nada. ¡No es que sea injuria lo que le hago!, no es que yo lo rechazo al no tener ese trato de comunión, eso no significa desprecio. Y es lo que constituye los santos de la propia devoción, bien entendida, a los cuales yo me entrego, con los que yo trato, a los que me dirijo confiadamente, y que me hacen bien por el conocimiento de lo que son y por la transmisión de lo que son. Por eso, en la vida de los santos, cuando recordamos hechos, anécdotas, historia de los santos, no son meras anécdotas, son conocimiento de lo que es el santo, no que era, es. ¿Por qué? Porque todo lo que es revelación y manifestación de lo íntimo del corazón es permanente, y por lo tanto, lo que conocemos es cómo él es, ese santo, y es lo que establece mi sintonía con él. A través de los datos de su vida, de su relación con Dios… es como entrar a que él me lo cuente.

      Así se establece la comunión. Y con la comunión nos hace bien su ejemplo. Y con el ejemplo su intercesión, porque él tiene ese poder, «poder de interceder por el ofrecimiento de su propia vida vivida sobre la tierra, unida a la de Cristo, y también por lo que tiene de participación del gobierno del mundo en unión con Cristo» (Credo del Pueblo de Dios, 29), según expresión del Credo del Pueblo de Dios. Y me hacen bien, me hacen favores, me ayudan, me alientan. Tenemos que pedir con mucha confianza a esos con los cuales sintonizamos, esos que son de verdad amigos nuestros en el Señor. Y como toda amistad verdadera y comunión en la Iglesia no significa un enfriamiento del amor de Cristo, sino al contrario, estrecha los lazos de la caridad con Cristo, porque todo ello es en ese mismo Cristo, lo mismo el trato con los santos: no hay que tener miedo de que ese santo, o el trato con los santos arrincone a Cristo. No es verdad. Todo eso son puras teorías, eso no viene de la vivencia. Suele venir de quienes discurren con la razón sin vivir con el corazón, y entonces les crea esos problemas de deducciones y de cosas... No es verdad. El amor a la madre no aleja del amor del padre, nunca, en el orden vital. No, si es verdadera madre y verdadero padre. Aquí sucede lo mismo: una verdadera amistad espiritual auténtica no separa de Cristo, sino que es en Cristo y lleva a Cristo y contagia el amor mismo de Cristo y estrecha la unión de todos los que son en Cristo Jesús. Esto respecto de los santos.

      San José está en este campo. San José tiene una protección universal, Patrono de la Iglesia universal. ¿Pero con todos? Tiene en un cierto grado, que es común, algo que debe ser común a todos. Y eso se nota, cómo la Iglesia le da esa calidad, ese tono, al hacerle Patrono de la Iglesia universal, así como san Miguel es defensor de la Iglesia, pero de manera especial por esa relación con el misterio de Cristo, su función en el misterio de Cristo, y en él con nosotros. Ahora bien, san José, que tiene una misión en la vida de cada uno de nosotros, que tiene luego sus predilecciones y su acción especial con los devotos particularmente confiados en él, merece de nuestra parte un conocimiento, que nuestra comunión con él se estreche. ¿Cómo podemos hacer esa comunión con él? Conociéndole; no hay otro remedio, sino conocerle e intimar con él. Los santos pueden comunicarse con nosotros, y san José lo puede hacer, como la Virgen. Pueden comunicarse con nosotros de una manera absolutamente única a través de su iniciativa, y a través de su contacto y comunicación directa con nosotros, y pueden de esta manera iluminarnos, estrechar nuestra relación con ellos. Pero no lo hacen –diríamos– en vacío, sino que lo hacen como enriqueciendo, iluminando el conocimiento que adquirimos de ellos a través de la revelación. No es que de repente, él se me aparece y me vincula a él, no. De ordinario se va estableciendo una comunión, que puede terminar en una especial comunicación, indudablemente, pero normalmente hay que partir de eso. Y es lo que nosotros tenemos que vivir y transmitir. Que al transmitir lo que es san José, no sea solo decir a la gente que se encomienden a él y le pidan que tengan coche cuando haya que salir, o tengan… sino que se les transmita el conocimiento de san José.

      ¿Qué sabemos de san José? ¿Cómo entramos en ese conocimiento? Lo que nos dice el Evangelio de san José, ya eso es riquísimo. Vamos a fijarnos en algunos rasgos para establecer esa comunión, que el Señor nos ilumina y nos hace calar dentro, entrar dentro, y con Él entra san José en nosotros. Lo que encontramos en san José es que le llama la Escritura «hombre justo» (Mt 1,19), hombre santo, hombre bueno, «vir iustus», y considera esto como la razón de ser de su comportamiento. En el momento de las dudas de san José, el argumento que pone el texto de san Mateo es ese: «José, como era justo» (Mt 1,19), siendo varón justo. Es la clave, era varón justo. ¿Qué quiere decir justo en el sentido bíblico? Quiere decir, en el caso de san José, la justicia del Nuevo Testamento como anticipada en él. En el Antiguo Testamento, hombre justo es el hombre piadoso que venera a Dios, que respeta a Dios, y el hombre que es observante de su ley. Es hombre justo, diríamos, intachable en la observancia de la ley. Así se nos dice del anciano Simeón: era hombre intachable en la observancia de la ley (cf. Lc 2,25). Y se nos dice también de algunos personajes esa misma expresión. En el Nuevo Testamento, esa justicia es más íntima: es la justicia o la santidad del corazón bueno, dentro. No es el mero observar la ley. Jesús dice en el Sermón de la Montaña: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). ¿Qué quiere decir? Que si vuestra justicia no es más profunda, no es más elevada que la que anuncian, la que enseñan los escribas y los fariseos… ¿Cuál es la que ellos enseñan? La de la observancia de la ley, indudablemente hecha no mecánicamente –porque tampoco decían eso ellos–, hecha con voluntad, pero la observancia de la ley. Y, el que observa la ley es hombre intachable, es hombre justo. No. Si no abunda, si no es más que eso no entráis, no habéis entrado en el Reino de los Cielos. La santidad, la justicia, es la del corazón; es el corazón bueno, es el corazón lleno del Espíritu Santo interiormente. Y es el corazón de las Bienaventuranzas. Es el corazón como el de Cristo, es ese interior, que viene de la fe.

      San Pablo, cuando habla de sus privilegios como judío, en lo cual él había sido observante –y recalca esto, observante de la ley, celante de la ley y celante en la observancia de la ley (cf. Flp 3,5-6), que es lo que le había llevado a perseguir al cristianismo, su deseo del celo de la ley–, dice que «todo eso él lo considera como estiércol, al lado del ganar a Cristo y encontrarme en Él –en Él, estar en Él–, no teniendo la justicia, la mía, la que viene de la observancia de la ley, sino la que viene de la fe en Cristo Jesús» (Flp 3,8–9). Viene de la fe en Cristo Jesús, la fe. Por eso, diremos de san José: es el hombre de fe, pero de la fe en Cristo. ¿Qué es la fe en Cristo Jesús? Es la fe en Cristo crucificado que revela el amor del Padre misericordioso que redime a los hombres. Por lo tanto, es la fe que, creyendo en ese amor misericordioso del Señor, cree en la fuerza

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