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en el ser humano hay que reivindicar nuestra naturaleza contradictoria. Tan cierto es que sentimos algo en un momento como en el siguiente lo contrario; son dos verdades o autenticidades, amor y odio, deseo y temor van de la mano, de modo que el juego de malentendidos puede no ser otra cosa que un entrecruce de emociones conscientes e inconscientes.

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      Es una cita de Dery (p. 73), pero el lenguaje puro del algoritmo, al menos de momento y esperemos que por mucho tiempo, no forma parte del modo de vincularse un sujeto; es la diferencia entre dictar órdenes o comunicarse. Y la cultura interfiere en este proceso; incluso rasgos de la naturaleza humana, como la pereza o la necesidad de ordenar el mundo, impregnan la lengua, esa lengua que —en el decir del lingüista israelí Guy Deutscher— es el prisma a través del que observamos el universo. En esta corriente posmoderna, el lenguaje es algo más que un simple medio de comunicación, troquela nuestra percepción del mundo.

      Aplicar esta idea al pequeño grupo puede anticipar un aspecto del siguiente apartado en la medida en que —salvando excepciones— no es un trauma único infantil el que genera psicopatología, sino situaciones incongruentes repetidas a lo largo del desarrollo. O también, ¿cómo impregna a los integrantes de una familia lo iterativo de ciertos mensajes discordantes? Son estas secuencias que rodean la experiencia las responsables de los conflictos interiores en la asignación de tipos lógicos y, por tanto, de posibles traumas en la forma de relacionarse.

      Atmósfera familiar, contexto social, las diferentes culturas hacen que sus integrantes hablen de maneras distintas —y no hacemos solo referencia al idioma—. Guy Deutscher diferencia entre lo que las lenguas obligan a expresar y lo que permiten emitir. Por ejemplo, a partir de un estudio sobre lenguas diseminadas por el mundo, señala que en nuestra cultura nos orientamos con coordenadas egocéntricas mientras que en otros lugares «la convención de comunicar solo mediante coordenadas geográficas, obliga a los hablantes a ser conscientes en todo momento de su orientación y a desarrollar una memoria exacta de su cambio de orientación» (Deutscher, 2010, p. 208). Es interesante este apunte para aplicarlo al lenguaje digital, ¿en qué dirección presiona nuestra jerga tuitera?, ¿cómo incide en nuestra percepción de la realidad?, ¿qué zonas de nuestra estructura psíquica enriquece y cuáles se van deteriorando?, ¿en qué diagnósticos se detecta mayor incidencia?

      Un sujeto puede sentir temor a satisfacer su necesidad de comunicar al prever las consecuencias que, en determinadas circunstancias, su acción podría provocar. Este conflicto da lugar a la ambigüedad, esto es, el emisor cree expresar lo que quiere decir, pero al receptor le llega el mensaje distorsionado. Desde el punto de vista comunicacional, un fragmento de conducta solo puede estudiarse en el contexto en que se desarrolla, y los términos «normal» y «anormal» son muy cuestionables. Así, el estado de un paciente no es estático, sino que varía en función de la situación interpersonal y la perspectiva subjetiva del observador (I. Sanfeliu, 1980, p. 311).

      La comunicación nos afecta continuamente; ya lo expresó Saussure con acierto en 1913: la relación entre significante y significado viene determinada por una estructura social concreta, o también: el lenguaje se constituye diacrónicamente, pero funciona en la sincronía. Más tarde (1969), la Escuela de Palo Alto elaboró su modelo sistémico atendiendo más a cómo se configuran las relaciones que al significado simbólico del mensaje; respecto a la estructura de estos, plantean tres aspectos interdependientes: sintaxis (lógica matemática, codificación —algoritmos—, canales), una convención semántica (significado) y la pragmática (la forma en que incide en la conducta). Subrayar que emisor, receptor y contexto interactúan, que la forma de reaccionar un sujeto varía en función de con quién, cuándo y dónde se encuentre es una obviedad que hay que tener muy en cuenta. Somos «en contacto con» y los intercambios con el otro pueden ser simétricos o complementarios; de hecho, la metacomunicación puede resultar una potente maniobra de poder.

      Un método clásico para analizar acciones o mensajes diferencia un nivel de contenido (aspecto cognitivo con determinada significación social) y un aspecto relacional (carga afectiva, lo conativo). A este atributo de persuasión en el encuentro con el otro ya hacía referencia Aristóteles en su Retórica (donde diferencia estrategias éticas, emociones irracionales y argumentos lógicos).

      Lo irracional impregna actitudes, se filtra en el lenguaje no verbal (metacomunicación que elimina, en alguna medida, ciertas ambigüedades del mensaje); de hecho, la discordancia entre un relato y su forma de expresión es una vía para llegar al análisis de conflictos sin elaborar.

      Otro modelo de comunicación, el circuito de Shanon, requiere la repetición de los siguientes pasos: fuente (persona) → ubicación en un código → ruido → elección de canales para transmitir comunicación → desciframiento → destino del mensaje (persona que queda comprometida en el circuito). Es decir, especifica David Liberman (1970), la fuente tiene que acusar recibo de que recibió la respuesta con el sentido que el destinatario dio al mensaje. A lo largo de este trayecto, no puede sorprender que surjan malentendidos, sobre todo cuando códigos y canales se diversifican tanto como en la actualidad.

      Una de las funciones del Yo es discriminar modos comunicacionales —en el propio sujeto y entre sujeto/objeto—; por tanto, si la estructura de dicho Yo es demasiado frágil o no se ha consolidado, la traducción de los mensajes sufrirá contratiempos que incidirán en el psiquismo del sujeto. El lenguaje del grupo primario sesga la manera de pensar y percibir el mundo, estructura en una determinada dirección, y las incongruencias de tipos lógicos, por ejemplo, entre nivel verbal y preverbal, suponen serias trabas en el desarrollo.

      Un inocuo ejemplo de mensaje distorsionado: el niño experimenta placer cuando descubre el «no»; enunciar la negación implica una diferencia con el entorno. «No» es también una peculiar manera de afirmarse, algo así como: «niego, luego existo». La negatividad juega un importante papel en una etapa concreta de la génesis del sujeto, pero una interpretación adultomórfica —que simetrice desde la inseguridad— puede descifrarla como reto y actuar en consecuencia, sin ejercer la función metabólica que corresponde a la figura parental.

      Otro tanto podríamos decir de los pequeños engaños con los que el proyecto de sujeto tantea la realidad; no siempre es fácil discriminar travesura de transgresión. Tampoco lo es establecer necesarios límites fiables sin rigidez, sobre todo en terrenos tan novedosos como el de las herramientas tecnológicas, donde ni los adultos se ponen de acuerdo en el qué, cuándo, cuánto y cómo de su utilización.

      El problema es más serio cuando hacemos referencia al «doble vínculo». Esta teoría, planteada hacia 1953 por Bateson, Weakiand, Haley y más tarde Jackson, ha sido poco modificada. Establecer una relación de doble vínculo con una persona significa hacerla dependiente mediante instrucciones o imposiciones paradójicas y contradictorias, de modo que el sujeto no pueda obedecer, desobedecer, ni librarse de la relación.

      Cuando este estilo se hace habitual, la víctima (el esquizofrénico que se encuentra obligado a atender a la vez a esos dos órdenes de mensajes) aprende a percibir su universo bajo modelos de doble vínculo, pudiendo llegar a ser asumido el patrón de mandatos conflictivos por voces alucinatorias. Esto genera dos tipos de fenómenos en la comunicación del esquizofrénico: emite mensajes con un significado oculto sobreañadido (que es el verdadero mensaje) o mensajes muy abstractos que, sin embargo, entrañan un pedido concreto.

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      Dependerá de a qué etapa del desarrollo nos estemos refiriendo. En el niño es un juego imaginario que organiza el mundo y traza el camino a una identidad; los diferentes modos que adopta en el adulto transcurren desde la pesquisa creativa a la rumiación del obsesivo. ¿De dónde el empeño de la filosofía oriental por lograr dejar la mente en blanco? El yoga —dicta el Vedanta— consiste en impedir las fluctuaciones del contenido mental para que el sí mismo se

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