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A cada rato miraban hacia atrás, con terror de que un nuevo proyectil cayera sobre ellos. También temían escuchar otro lamento. Pero junto con el miedo, las ansias de alejarse de allí confirieron a sus piernas un vigor inusitado y, en un tiempo récord para cualquier escalador profesional, descendieron hasta la playa sin tropezar ni una sola vez.

      Solo cuando llegaron abajo les salió la voz. Emilia miró la herida de su amigo y le preguntó:

      —¿Te duele? ¡Se ve muy sucia!

      —Casi nada. Me limpiaré con agua de mar.

      Con piernas temblorosas los dos corrieron hacia el borde del mar y no les importó mojarse las zapatillas mientras empapaban un pañuelo. Pero en cuanto el agua les mojó las manos lanzaron un chillido: en ese momento se dieron cuenta de que tenían las palmas completamente rasguñadas a fuerza de sujetarse de piedras y ramas, y que la sal del mar avivaba el ardor.

      Diego no se atrevió a mojarse la frente y emprendieron el regreso.

      Tenían la extraña sensación de que alguien los vigilaba desde lo alto del Curauma.

      Solo cuando dejaron atrás la playa larga y se internaron en las quebradas, se sintieron seguros. Y buscaron bajo un añoso árbol un lugar donde descansar.

      —Se me pasó el hambre —dijo Emilia, con las pupilas aún dilatadas por el susto.

      —A mí se me pasó el susto y me dio hambre —respondió Diego, muy tranquilo—. ¿Sabes, Emilia? Ese aullido me recordó algo: mi universidad.

      Emilia lo miró frunciendo el ceño:

      —¿La universidad? ¿Te sientes bien?

      —¿Nunca tuviste una competencia de barras en tu colegio? Yo me acuerdo perfectamente de haber gritado por un megáfono, para imitar el bramido de un mamut del pleistoceno, en la semana universitaria.

      —¿Y qué tiene que ver un mamut del nosecuánteno con lo que nos sucedió? —Emilia comenzó a temer que el golpe hubiera afectado a su amigo.

      Diego sacó un pan con queso de la mochila que Emilia había dejado en el suelo y, luego de dar un mordisco, explicó:

      —El aullido de ese fantasma dejó una resonancia especial en mis oídos: la misma que producen los gritos a través de los megáfonos en las competencias de la universidad. ¡Que me parta un rayo si ese fantasma no usaba un megáfono, además de lanzar piedras!

      —¡Tienes razón! —comenzó Emilia, cerrando los ojos para recordar mejor. Ese UUUHHHAAA tenía cierto sonido de micrófono.

      —Pero hay otra cosa —continuó Diego, entusiasmándose—: el tal fantasma tiene demasiado interés en que nadie se acerque a ese lugar. ¿Por qué? ¿Qué oculta? ¿Qué teme?

      —Y… ¿quién será? —siguió Emilia, excitada con el descubrimiento.

      —Eso… ¡hay que averiguarlo! —concluyó Diego, atacando con apetito su segundo sándwich y ofreciendo unas migajas a Simbad, que lo contemplaba comer con los ojos lánguidos y la lengua afuera.

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