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en las últimas semanas dichas explicaciones se habían hecho más frecuentes. De hecho, la señorita Ida se interesaba especialmente por los alumnos que vivían en la zona este, los que, como ella, tenían que cruzar cada día los puestos de control para alcanzar la otra zona y acudir al colegio. Se habían cerrado algunos de los puntos de paso y las comprobaciones de documentación antes de autorizarlo eran más exhaustivas, con lo que los niños, con frecuencia, llegaban tarde a clase.

      En contra de sus propios principios, la profesora se había visto obligada a crear dos grupos: los que vivían en el este y los que vivían en el oeste. Había escrito los listados en dos hojas y las había colgado en la pared, por indicación del director, con la idea de verificar rápidamente si quien llegaba tarde a clase podía tener justificación –vivía en el este y debía pasar los controles– o no.

      A Olga, la mejor amiga de Martha, le había tocado superar esos controles diarios hasta hacía tres meses, cuando se había mudado junto a su familia a un nuevo hogar en la zona occidental. La casa de Olga en el este era más grande, y Martha no entendía muy bien que hubieran preferido trasladarse. Tal vez era porque en el lado de Martha se podía comprar ropa más bonita y había muchos programas de radio.

      Chris, el hermano de Olga, había optado por quedarse en su antigua casa. Estaba entusiasmado con su nuevo trabajo: llevaba uniforme y un fusil y, por primera vez, mandaba. Por lo menos, mandaba sobre la gente que quería pasar por el control que él vigilaba: les pedía la documentación, la miraba y daba el visto bueno o no. Por otro lado, entendía que, como miembro de la brigada fronteriza de Alemania del Este, debía vivir allí.

      Y eso le había fastidiado mucho a Martha. Se había hecho ilusiones cuando supo que los Guefroy se iban a mudar. Se imaginaba yendo cada día a merendar a casa de Olga y encontrarse a Chris allí. Es cierto que nunca se hablaban más allá de un saludo y que el chico era mucho mayor que ella, pero cuando Chris le sonreía, ella sentía pequeñas explosiones en su estómago e imaginaba que seres diminutos se divertían lanzando fuegos artificiales en él.

      –¿Mi hermano? ¡Cómo te va a gustar mi hermano! –Olga se había quedado de piedra la vez que Martha se lo confesó–. Pero si es... Si es... ¡Si es mi hermano! ¡No es un chico!

      Claro que era un chico. Un chico guapísimo. O, al menos, eso pensaba Martha. Muchísimo más guapo que Erich, su «enamorado».

      Pero, por otro lado, Erich sí había creído que la niña soñaba, y a Martha le había hecho ilusión. También lo de Olga. De hecho, se había extrañado muchísimo cuando supo que los demás no la creían. Los juntó a los dos en el recreo y hablaron de ello. Era cierto que también les había sorprendido, pero no había razón para que Martha mintiera. Si decía que había soñado, estaba claro que había soñado, aunque la arena en el pelo y los arañazos en la mejilla también les parecieran muy raros. Pero había soñado, seguro, porque la felicidad de Martha al contarlo era de verdad.

      –¿Sabéis una cosa? –les anunció ese día–. Esta noche voy a intentar soñar con vosotros.

      Soñó con ellos no esa noche, sino dos días después. Lothar Müller estaba preparando el desayuno cuando Martha entró en la cocina, aún con el pijama, exultante.

      –¡Otra vez! ¡He soñado otra vez!

      Le dio un beso a su padre y abandonó la estancia gritando igualmente:

      –¡Mamá! ¡Mamá! ¡He soñado otra vez! ¡Con Olga y Erich! ¡Lo que os decía!

      Así había sido. Dos días atrás, al volver del colegio, Martha les había dicho a sus padres que iba a intentar soñar con sus amigos; que estaba segura de que, si pensaba en ellos al acostarse, lo conseguiría. Y parecía haber funcionado, aunque con retraso.

      Lo contó nada más llegar a clase. Olga y Erich le sonrieron y los tres se abrazaron. A casi todos los demás compañeros les pareció una exageración. ¡Abrazarse por soñar con alguien! Aunque, bien mirado, que una niña que llevaba tres años sin soñar, de repente soñara contigo podía resultar casi halagador.

      Dejaron de comentar el tema cuando los que vivían en el este llegaron por fin y la profesora les pidió que se sentaran para poder empezar la clase.

      Martha estaba feliz, y el día habría resultado perfecto si la señorita Ida Siekmann no hubiera castigado a Olga y a Erich sin recreo. Su delito: haberse quedado dormidos en clase poco después de sentarse.

      •3

      LAS SIGUIENTES DOS SEMANAS fueron extrañas. A lo largo de esas noches, Martha soñó con otros compañeros de clase. No eran sueños espectaculares, ni mucho menos. Por lo general, simplemente hablaban en una especie de habitación mal iluminada, como si fuera una sala de interrogatorios, pensaba. En ocasiones tomaban un refresco en una mesa de un bar, aunque ni había bar, ni más mesas, ni camarero; tan solo los refrescos sobre la mesa y sus sillas, y una especie de ventana inmensa por la que se veían edificios desdibujados de Berlín. Solo alguna vez, en sus sueños, se encontraba con sus amigos por la calle. Todos iban agarrados de las manos de sus padres. También ella. Y las calles de la ciudad estaban desiertas. Y era de noche.

      Marienetta, su madre, trataba de tranquilizarla.

      –Todo eso es normal, mi vida. Los sueños son así: raros. Si no, no serían sueños. Lo importante es que sueñas, y que no sueñas cosas malas, mi niña; que ya no sueñas con el accidente. ¿Ves como sí era posible volver a soñar normal?

      Pero algo más resultaba extraño. Perturbador incluso.

      Invariablemente, y por alguna razón que nadie alcanzaba a entender, la mayoría de las personas con las que Martha acababa de soñar se dormían a los pocos minutos de sentarse en el pupitre y empezar la clase. Otros, los que se mantenían despiertos, no daban pie con bola cuando la profesora les preguntaba algo, y eso que algunos eran de los que estaban en el grupo secreto de los empollones. Todos terminaban castigados.

      Nadie se percató al principio, pero pronto sus compañeros empezaron a relacionar ambas cosas, y también los arañazos y el pelo con arena.

      –A lo mejor es una bruja –llegó a sugerir uno de los chicos.

      –No digas tonterías. Las brujas no existen –la defendió otra.

      –Lo que está claro es que esto no es normal.

      –Martha siempre ha sido muy rara. ¿Quién puede fiarse de una chica que no sueña?

      –Ahora ya sueña.

      –Pero antes no.

      –Ya.

      Muchos comenzaron a unirse a este tipo de conversaciones, aportando argumentos de lo más variopinto.

      –Creo que la familia entera es rara.

      –¿Por qué?

      –No sé, pero a mí me parecen raros.

      –Ya, es verdad. Sus padres casi no salen de casa, dicen.

      –Eso.

      Algunos intentaban poner un poco de cordura, pero servía de poco:

      –Es que son herreros. Tienen el taller en el sótano. Es un sótano inmenso, con hierros y eso.

      –Da lo mismo. Son raros igual.

      Los rumores corrieron como la pólvora y no hizo falta mucho más para que se crearan dos nuevos grupos, también secretos, por supuesto: uno a favor de Martha y otro en contra.

      Poco después, Klaus Brueske, uno de los niños que habían liderado la elaboración de las listas, se acercó a ella en medio del recreo.

      –Escúchame bien –le dijo–: No quiero que sueñes conmigo. ¿Me has oído? Que no se te ocurra soñar conmigo.

      –Ni conmigo.

      –Ni

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