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      Tató, aua, achul, poto, terín, chuli,

      Cauia, Niana, no te, ¿vale?

      •1

      MARTHA MÜLLER SOÑÓ POR PRIMERA VEZ el 5 de marzo de 1961. Al despertarse, recordaba poco más que verse paseando sobre la arena, mientras el agua le bañaba rítmicamente los pies descalzos. Recordaba también haberse tumbado sobre arena seca mientras el sol le obligaba a cerrar los ojos y las gaviotas gritaban desde algún lugar perdido.

      Quizá no había sido un sueño espectacular: el mar le había parecido pequeño, y el sol, diferente, pero había soñado, y eso era algo que no le ocurría desde hacía casi tres años. Por este motivo, lo primero que hizo al llegar a clase fue gritárselo a sus compañeros:

      –¡He soñado! ¡He soñado!

      Cierto que en cualquier otra clase de cualquier otro colegio el anuncio habría sonado estúpido, pero la clase de Martha Müller enmudeció y todos se quedaron mirando su cara exultante.

      –¡He soñado con el mar!

      Y si se quedaron perplejos no fue solo porque supieran que Martha no podía soñar, sino porque, como descubrió una compañera, su melena rubia tenía restos de arena de playa. Allí, en un colegio de Berlín, una ciudad que estaba a 170 kilómetros del mar más cercano.

      A Martha Müller no le había preocupado encontrar arena en su pelo. Haber soñado era mucho más importante. Quizá la habría arrastrado el viento desde una obra cercana. Es más: le hizo gracia. Se imaginó los granos de arena como minúsculos náufragos tratando de escapar de una jungla de lianas largas y rubias.

      «Os ayudaré», pensó, y se sacudió la melena con las manos para liberarlos.

      A casi todo le encontraba parecido con otra cosa y, sin darse cuenta, imaginaba, aunque estuviera en situaciones complicadas.

      Volvió a soñar seis días después. Esta vez, con un montón de gatos recién nacidos que rodaban con ella sobre un césped verdísimo. Le parecieron ovillos de lana en un campo de golf.

      –¡Eran preciosos! –reconoció a sus compañeros.

      Y sus compañeros asintieron en silencio, sin dejar de fijarse en los cuatro arañazos frescos de su mejilla derecha. Arañazos de gatito.

      Ida Siekmann, la profesora, fue a ver a los padres de Martha al día siguiente.

      Se sentaron en unos sillones bajos, de color claro, en la salita de la familia. La señorita Siekmann no apoyaba la espalda y cruzaba sus manos sobre las rodillas.

      –Nos dice que sueña, señores Müller.

      –¡Sí! ¡Lo sabemos! –La señora Müller le acercó los azucarillos para el té–. Estamos muy contentos.

      –Desde el accidente no había vuelto a soñar –añadió el señor Müller–. Y lo necesitaba, créame.

      Era verdad. Después del accidente con el coche, Martha había sufrido pesadillas constantes que revivían lo sucedido y no le permitían descansar. Hasta que un día había dejado de tenerlas. En realidad, había dejado de soñar. Cualquier cosa. Los médicos diagnosticaron que se trataba de un bloqueo mental, un arma que usaba su cerebro para protegerla, para evitarle esos sufrimientos, y que remitiría con el tiempo.

      Pero no se le había pasado. Casi tres años después, Martha seguía sin soñar. Y lo que al principio había supuesto un alivio para ella, ahora, superado el trauma del accidente, comenzaba a agobiarla sobremanera. Algunas mañanas, al despertar, sus padres la encontraban hecha un ovillo sobre la cama, llorando. Ella quería ser como los niños de su clase y compartir con ellos los sueños bonitos de la noche anterior, o los sueños absurdos, o los malos, incluso. Quería acostarse con la esperanza de soñar con las vacaciones, o con su abuelo Günter, que había fallecido en el accidente, o con Chris Guefroy, el hermano de Olga, su mejor amiga. Pero nunca soñaba.

      –Soñará cuando se tranquilice –habían dicho los médicos–. Cuando deje de bloquearse ella misma. Cuando supere su miedo a soñar.

      Pero no era fácil. Y cada mañana, la desilusión se transformaba en desánimo.

      Por eso aquel día los señores Müller estaban radiantes. Eufóricos.

      Ida Siekmann se revolvió en su asiento, incómoda.

      –Eh... Sí, claro, estupendo. Me parece que no tienen ustedes gatos, ¿verdad?

      –Ni perros. Nunca hemos tenido mascotas, señorita Siekmann.

      –Eso me temía.

      –¿Perdón?

      –Eh... No, solo que hay algo que querría preguntarles. ¿Puede ser que Martha salga de casa por la noche sin que se den cuenta?

      Lothar y Marienetta, los padres de Martha, alzaron las cejas, visiblemente sorprendidos.

      –¿Qué quiere usted decir?

      –Eso, simplemente: si puede ser que Martha esté saliendo de casa por la noche, sin su permiso.

      –¿Martha? ¿Una niña de diez años? ¿Por Berlín? ¡Imposible!

      –Es que –prosiguió la profesora– parece ser que ha soñado con unos gatos y tiene unos arañazos en la mejilla y... Ustedes comprenderán... No soñaba y, de golpe, empieza a hacerlo... No sé. Estamos todos bastante... sorprendidos. Es... Es extraño.

      –¡Ah! Esos arañazos... –Lothar Müller pareció relajarse y volvió a apoyarse en el respaldo de su sillón–. Descuide; seguro que se rozó con algo sin darse cuenta.

      –Sí, no le dé importancia –lo apoyó Marienetta.

      La profesora trató de continuar:

      –En cuanto al mar...

      –No se preocupe, en serio –zanjó el hombre, levantándose para dar por terminado el encuentro–. Martha necesitaba soñar y nosotros necesitábamos que lo hiciera. Estamos muy muy contentos, y seguro que usted también.

      •2

      DESDE SIEMPRE, la clase de Martha se dividía en grupos. Estaba el grupo de los empollones, el de los deportistas, el de los empollones deportistas, el de las gafas, el de los que habían tocado un sapo... No eran grupos oficiales, por supuesto. Los componentes de cada uno de ellos constaban en listas que los propios niños actualizaban y mantenían ocultas, porque la señorita Siekmann, aunque conocía la existencia de dichos grupos, no estaba segura de aprobarlos. Pensaba que fomentaban el compañerismo y afianzaban los lazos entre los niños, pero, al mismo tiempo, provocaban enfrentamientos: los miembros de cada grupo a veces hacían piña y se distanciaban del resto. Sin duda, le habría gustado encontrar algún punto en común entre los niños de clase, algo de lo que pudieran sentirse orgullosos, pero no había sido capaz de hallarlo.

      Por lo general, a todos les gustaba ver su nombre en los grupos secretos. Para evitar engaños, entrar en algunos exigía al menos dos testigos, como el grupo de los que habían tocado un sapo. El grupo que más hojas necesitaba era el de las personas que tenían novio: estaba lleno de nombres tachados, luego vueltos a escribir, vueltos a tachar... Todo en función de los vaivenes amorosos del curso.

      Cuando Martha empezó a soñar, se formaron dos nuevos grupos: el de los que se lo creían y el de los que no, que era mucho más numeroso. En realidad, el grupo de los que se lo creían estaba compuesto únicamente por dos personas: Olga y Erich. Quizá no podía ser de otra manera: Olga era su mejor amiga y Erich Kühn estaba perdidamente enamorado de Martha. Y eso que sabía que la chica solo tenía ojos para Chris, el hermano de Olga, por mucho que fuera un amor imposible.

      Chris Guefroy tenía 17 años, un uniforme verde de militar y un trabajo como controlador de los pasos fronterizos entre las zonas este y oeste de la ciudad. Al este, el Berlín de

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