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de imaginar el fin del mundo supera, por lejos, la capacidad “política” de imaginar un sistema alternativo (Danowski y Viveiros de Castro, 2019).

      En una entrevista, el sociólogo de la religión Olivier Roy se refiere a un verdadero “cambio antropológico” en curso:

      Por eso se pregunta por el lugar del ser humano: “Y nosotros ¿dónde estamos? Ya que los dos ‘extremos’ se basan en formas de determinismo (biológico o estadístico) que ignoran completamente el sentido y los valores en beneficio de una extensión de la normatividad” (Lemonnier, 2020).

      Por su parte, Garcés sostiene que el mundo contemporáneo es “radicalmente antiilustrado” y la educación, el saber y la ciencia se hunden también en un desprestigio del que solo pueden salir si se muestran capaces de ofrecer soluciones concretas a la sociedad: laborales, técnicas y económicas (¿una respuesta al covid-19, por ejemplo?). “El solucionismo es la coartada de un saber que ha perdido la atribución de hacernos mejores, como personas y como sociedad” (Garcés, 2017: 8).

      hemos ido viendo cómo se acaba el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en el que todo se acaba, incluso el tiempo mismo (Garcés, 2017: 13).

      Es claro que proyectos modernos como el socialismo (y el liberalismo) estaban intrínsecamente asociados al optimismo sobre el futuro y a una relación fuerte entre saber y emancipación. Si el futuro se clausura y el saber se disocia de la acción transformadora, la oferta discursiva de la izquierda, sea revolucionaria o reformista, pierde su atractivo. El optimismo de antaño no era necesariamente ingenuo, era en general un optimismo condicionado, una posibilidad, como en la famosa consigna “socialismo o barbarie”, de Rosa Luxemburgo: la barbarie era una alternativa muy real, pero la revolución podía evitarla y en esa actividad revolucionaria por evitar la barbarie residía el “optimismo de la voluntad”. Sin ese horizonte de posibilidad de cambio social, las cosas cambian. Como escribió el neorreaccionario Nick Land, la izquierda se encuentra con frecuencia encerrada en una lucha por defender al capitalismo tal como es frente al capitalismo tal como amenaza con convertirse. Para Garcés estamos ante un analfabetismo de nuevo tipo: un analfabetismo ilustrado en el que lo sabemos todo y no podemos nada (aunque quizás la pandemia relativice en algo lo primero).

      Eso lo vemos en experiencias políticas muy concretas, en las dificultades de los partidos ubicados a la izquierda de la socialdemocracia (Syriza, Podemos) para impulsar cambios cuando llegan al poder, incluso cambios reformistas en su sentido más tradicional. Lo mismo vale para los límites que encontramos en los “socialistas del siglo XXI” latinoamericanos que, incluso con un fuerte control de las instituciones, siempre se quejaban de no tener “el poder” (Saint-Upéry y Stefanoni, 2018). Pero, de manera más general, podemos identificar este problema en los declinantes márgenes de maniobra de los Estados. Aunque “vuelva” el Estado y trate de hacer un poco de “keynesianismo” –de hecho se activó una suerte de ilusión keynesiana en 2020–, son claros los límites de sus acciones frente a las dinámicas de la innovación tecnológica y la globalización de la economía y las finanzas (Dudda, 2020). En espejo, observamos un extenso debate sobre la “muerte de la democracia” y sobre el hecho de que sean precisamente partidos populistas de derecha los que muchas veces atraen a los abstencionistas en contextos de fuertes declives en la participación electoral, en especial en los países donde el voto no es obligatorio. A menudo, la centroizquierda y la centroderecha terminaron construyendo consensos que ahogan un verdadero debate sobre las alternativas en juego (Mouffe, 2014).

      Este panorama no implica conformismo, ni mucho menos. Hoy la gente está enojada. En los cinco continentes asistimos a protestas de diversa naturaleza. Pero, al mismo tiempo, podemos ver una disputa por la indignación y diferentes derivas del enfrentamiento entre “la gente” y las élites. En Francia, la emergencia de los gilets jaunes [chalecos amarillos] generó polémicas similares a las de Joker: la acción de esa Francia profunda, indignada, que demanda reconocimiento social, puede beneficiar a diferentes fuerzas políticas y ser instrumentalizada de maneras muy diversas desde el punto de vista ideológico. Y esto no es solo propio de Francia. En los Estados Unidos, Donald Trump podía llamar amigablemente a los votantes de Bernie Sanders a que, ya con el veterano senador fuera de la carrera a la Casa Blanca, lo votasen a él, para castigar a las cúpulas elitistas y corruptas del Partido Demócrata. Que lo consiguiera o no es otro cantar. En Europa, Alternativa para Alemania (AfD), un partido de derecha xenófobo, puede disputar votos, sobre todo en el Este, con La Izquierda, una fuerza ubicada en el extremo opuesto del arco político.

      Esta “confusión bajo el cielo”, como diría Mao Zedong, hizo que el progresismo se volviera más y más defensor del statu quo. Si el futuro aparece como una amenaza, lo más seguro y más sensato parece ser defender lo que hay: las instituciones que tenemos, el Estado de bienestar que pudimos conseguir, la democracia (aunque esté desnaturalizada por el poder del dinero y por la desigualdad) y el multilateralismo. Si “cambio” significa el riesgo de que nos gobierne un Trump, una Marine Le Pen, un Viktor Orbán, un Bolsonaro o un Boris Johnson, parece una respuesta razonable. Si cuando el pueblo vota gana el Brexit, o triunfa el “No” a los acuerdos de paz en Colombia, ¿no será mejor que no haya referendos? Si los cambios tecnológicos nos “uberizan”, ¿no será mejor defender los actuales sistemas de trabajo y añorar el mundo fabril? Y así podríamos seguir. Pero precisamente en esta razonabilidad reside también el riesgo de caer en el conservadurismo y renunciar a disputar el sentido del mundo que viene.

      Hace poco, Alejandro Galliano publicó un libro, en esta misma editorial, cuyo título plantea en formato de pregunta una tesis fuerte: ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Este nosotros, otra vez, hacía referencia a la izquierda en un sentido amplio. “El error –dice– fue dejar de soñar nosotros, regalarle el futuro a un puñado de millonarios dementes por vergüenza a sonar ingenuos o totalitarios”. Y añade:

      El realismo político y la necesidad de resistir fueron arrinconando a la izquierda y los movimientos populares en formas de movilización y organización esencialmente defensivas, locales e incapaces de ir más lejos que la mera reproducción de las condiciones de vida ya precarias de los grupos movilizados (Galliano, 2020: 10-11).

      Podríamos parafrasear ese título y preguntarnos “¿Por qué la derecha puede ser audaz y nosotros no?”. Se puede desechar rápidamente esta pregunta y decir que la audacia de la extrema derecha se sustenta, sobre todo, en su demagogia, en su irresponsabilidad, en que puede decir “cualquier cosa”, sin necesidad de sostener sus propuestas en datos ciertos, y en su falta de pruritos morales para mentir sin escrúpulos. En que puede echarle la culpa a los migrantes o inventarse teorías de la conspiración absurdas. Al menos eso diría un socialdemócrata alemán o noruego, y no es falso. Pero también es verdad que el progresismo se quedó cómodo dando su batalla en “la cultura”, en sus zonas de confort morales y en su adaptación a un capitalismo más hipster, además de sentirse agobiado, a menudo, por cierto “peso de la responsabilidad” que lo obliga a dar cuenta de lo complejo que es todo mientras pierde gran parte de su mística política. Esto no significa, de ningún modo, que las izquierdas no puedan seguir ganando elecciones; significa que pueden muy poco cuando las ganan.

      Quizás sea el momento de prestar más atención a las derechas, de analizar algunas de sus transformaciones y de indagar

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