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las otras lejanas de granjas dispersas entre los diversos parajes.

      Desde aquella atalaya en la que me encontraba pude distinguir que el pueblo conformaba con todo su conjunto de casas un espacio de férrea fortaleza.

      Dejé vagar mis pensamientos sin rumbo y esa especie de calma placentera que a veces sobreviene llenó mi mente. No sé el tiempo que estuve así hasta que llamó mi atención una especie de fulgor destellante y rojizo que provenía de lo alto de la colina.

      Al retirarme a dormir me sorprendí susurrando el pegadizo estribillo que había escuchado: An fiscéal Ecdon Point… An fiscéal Ecdon Point.

      Luego me dormí placenteramente.

      Aquella colina parecía reclamarme, así que tras el suculento desayuno decidí que mi trote diario se enfilaría siguiendo la trocha que bordeaba los acantilados para luego ascender hasta aquel vértice, desde el que debía vislumbrarse un paisaje maravilloso.

      No tenía obligación de ir hacia ningún otro sitio, por lo que decidí explorar más aquella zona y repetir estancia en aquel sencillo alojamiento.

      El anciano, al escuchar mi propuesta aceptó gustoso y salió de la casa cantando: Tiocfaidh tionscnaimh agus múinteoirí indiaidh ochtagáin (iniciandos y maestros vendrán tras Ochtagán). An finscéal Ecdon Point (la leyenda de Ecdon Point).

      Al acercarme al borde pude ver como una pequeña lancha era empujada por dos hombres y arribaba a la playa procedente de aquellas aguas bravías. Reconocí a uno de ellos. Era el dueño de la granja en que me alojaba.

      Fue unos minutos después cuando por vez primera vi aquella silueta envuelta en una capa, que ascendía zigzagueante colina arriba hacia el picacho. Tenía un aspecto encorvado, aunque su ritmo parecía firme.

      Esa tarde-noche volví a visitar el pub. Fuera de la magnífica e impresionante naturaleza, beber, fumar y conversar eran las únicas diversiones en la aldea.

      Había bastantes personas allí reunidas y tuve la sensación de que se había corrido la voz de que alguien nuevo había llegado y querían ponerme cara.

      Saludé amistosamente y fui hacia el anciano de la primera noche. Le ofrecí una nueva pinta que aceptó con agrado y dio una larga y sonora chupada a su pipa. Otro de ellos se acercó, luego otro y otro más. Me di cuenta de que aquellas gentes encadenadas a una vida solitaria agradecían, a pesar de sus inicialmente serios semblantes, la visita de un forastero.

      Tras un rato de conversación intrascendente, comenté que la noche anterior había observado un extraño fenómeno luminoso sobre la colina.

      –¿En el Ecdon Point? –susurró el anciano–. Esta es una tierra misteriosa. Quizá los elves (duendes) celebraban anoche alguno de sus encuentros. O quizá ya han comenzado las infernales celebraciones previas al Ochtagán Day que los reúne ante el altóir na gecoimirce (altar de los auspicios).

      –¿Qué altar es ese?

      No me respondió y continuó.

      –Salen de sus cuevas y escondrijos para arropar a los tionscanta (iniciados) que escuchan la palabra de an meantóir mor (el gran mentor) que los adiestra en olc na cumhachta (la maldad del poder).

      Estas palabras salieron de aquella boca pronunciadas lentamente, de modo solemne y al tiempo con el aire dramático de quien no parece atreverse a expresar con nitidez lo que da la impresión de ser un terrible secreto.

      Los otros cuatro compañeros de mesa asentían y parecían tomar muy en serio todo aquello. Todos hacían humear sus pipas con intensidad.

      No tuve claro si aquel lá ochtagán (día del octógono) tenía algo que ver con el octógono grabado sobre aquella puerta del pub, y si al preguntar estaba haciendo algo incorrecto o entrometiéndome donde no debía, pero solo fui respondido con un extraño:

      –Solo él decide cuándo se celebra el Ochtagán –y continuó su comentario envuelto entre el humo–. Los goblins (duendes) –prosiguió– se muestran simpáticos, pero a veces, detrás de la aparente y bondadosa ingenuidad, se oculta la perfidia más genuina y sofisticada.

      Cuando ya de noche regresé a la granja, primero los empedrados y luego el sendero parecían observarme. Supuse que era el viento quien producía una especie de chirrido que podía perfectamente asimilarse a histéricas risotadas extremadamente agudas que llegaron a ponerme nervioso. Aceleré el paso para alcanzar la casa cuanto antes.

      Miré hacia la colina y otra vez estaba allí la rojiza y misteriosa luminaria, como en la noche anterior.

      ¿La leyenda de Ecdon Point? Creí sinceramente que aquella era una de esas numerosas leyendas tradicionales entre gentes que matan su escaso tiempo libre en aquellas duras tierras contando imaginativas historias.

      Aquella noche desde mi ventana contemplé nuevamente el haz luminoso sobre la colina. Y decidí que aquel misterio debía tener alguna explicación que quería conocer. Así que pasaría algunos días más allí.

      Con ese propósito me fui a conciliar el sueño que ya me vencía.

      En mis sueños recordé el estribillo que cantaba el anciano: An fiscéal Ecdon Point... An fiscéal Ecdon Point.

      Tierras verdes,

      tierras misteriosas

      en cuyas cuevas y escondrijos

      se refugian los duendes

      vasallos del Gran Mentor

      de quien los iniciantes

      la maldad del poder aprenden

      en el altar de los auspicios.

      Es la llamada Ochtagán

      Y el secreto de Ecdon Point,

      el secreto de Ecdon Point.

      ***

      An tearmann (el santuario)

      En el que Waltcie cuenta la aparición de unas

      misteriosas señales

      Cuando me desperté aquel amanecer estaba cansado. Pensé que aquellos sueños sobre la leyenda de Ecdon Point habían seguido procesándose en mi mente subconsciente.

      Decidí salir a realizar mi kilometraje diario a través de la senda ribereña con los acantilados. Hacía un día nublado pero magnífico, de esos que los runners firmaríamos por poder disfrutar siempre.

      En aquel entorno era como si dos mares se empeñaran en descargar uno contra el otro toda su furia y llevaran así siglos sin conseguir ninguno imponerse a su oponente. Así de terribles eran las corrientes y el estruendo que provocaban las inmensas olas al estamponarse contra aquellos impertérritos y rocosos acantilados que mostraban agresivamente unas aristas afiladas como cuchillas. Cualquier navegante que cayera por aquellos alrededores debería inevitablemente sentir un pánico cerval.

      Fue entonces cuando vi su lejana silueta. Estaba en lo más alto del promontorio que se eleva sobre los acantilados. Se encontraba precisamente en el entorno de donde procedía la misteriosa luminosidad de extraordinario colorido que había visto las noches anteriores y que había atraído irresistiblemente mi mirada. Me propuse explorar aquella colina.

      Debo reconocer que esa visión hizo que mi atracción por conocer aquel paraje fuera aún mayor.

      A pesar de lo píndio del trazado, mantuve un costoso y esforzado ritmo de trote lento por la sinuosa trocha.

      Al llegar arriba y superar el arbolado de la cumbre me topé con unas enormes piedras puntiagudas. Estaban colocadas de pie, como si hubieran sido clavadas. A pesar de su gigantesco tamaño, conformaban un espacio en medio del cual otras lajas tumbadas servían de piso.

      En el centro de todo aquel enlosado portento se encontraban unas piedras rojizas, alisadas hasta casi parecer pulidas. En medio, otra negra redonda parecía ocupar un espacio protagonista y simbólico.

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